Plaza Pública

La desconexión de Franco

Ni siquiera Pablo Neruda en su poema El general Franco en los infiernos, donde le maldecía para que solo y despierto fuera entre todos los muertos y que la sangre cayera sobre él como la lluvia y que un agonizante río de ojos cortados le resbalara y recorriera mirándole sin término, pudo imaginar el suplicio infligido al Caudillo por quienes le propinaron esa prórroga final administrada sin piedad por el doctor Cristóbal Martínez Bordiú, el yernísimo, y sus colegas, sumados al equipo médico habitual tras relevar al doctor Vicente Gil, quien le había atendido durante cuarenta años uniendo a sus cuidados profesionales recomendaciones diversas a favor de sus camaradas falangistas, en particular de José Antonio Girón, convertido en león de Fuengirola y avanzadilla de los abusos urbanísticos.

Se cuenta que en algún atisbo de conciencia, en medio de aquel encarnizamiento –fotografiado para su venta al semanario La Revista, lanzada de la mano de Jaime Peñafiel–, el paciente confesó cuánto costaba y qué duro era morirse. Nada de muerte dulce, tuvo una muerte en suplicio porque se buscaba alcanzar una fecha para posibilitar la renovación del mandato en la presidencia del Consejo del Reino y de las Cortes de Alejandro Rodríguez de Valcárcel, en quien la familia tenía puestas todas sus complacencias para el cumplimiento de la promesa de Garabitas, según la cual “todo quedaría atado y bien atado, bajo la guardia fiel de nuestro ejército”. Algunos especialistas en la provocación querían avergonzar a los españoles por haber permitido que Franco muriera en la cama. Pero lo hizo sometido a la tortura a que le sometieron los suyos. Al fin, hubo de ser el yernísimo quien hiciera la desconexión.

En la redacción del semanario Posible –que intentaba hacerle la competencia a Cambio 16 encaramado al éxito periodístico por un público fervoroso– Onésimo Anciones, nuestro confeccionador, como entonces se llamaba a los directores de arte, nos tenía alertados de que las noticias no llegaban a la redacción, que estaban en los bares. Así, en el más próximo, “Casa Poli”, situado en la esquina de Jorge Juan con Castelló, encontramos de modo fortuito a uno de los médicos de vuelta de la consulta a la que había sido llamado a El Pardo. Era la primera flebitis de 1974. Pagamos las copas y embargados por la revelación en exclusiva nos dirigimos al palacio residencia del general. Tras un paseo por los alrededores en uno de los restaurantes aledaños pedimos venado como plato de fundamento, convencidos de que la vecindad de aquel monte, verdadera reserva cinegética, garantizaba carne de primera calidad. El mesonero se excusó alegando que estábamos en veda. Nos pasamos al pescado y pedimos cachalote, pesca favorita de Su Excelencia a bordo del yate Azor. Nuestra demanda fue considerada irrespetuosa y estuvieron a punto de invitarnos a que abandonáramos el local.

La noticia trascendió y aquel bulevar paralelo a la tapia del jardín de palacio se convirtió en cita de periodistas y curiosos y mentidero concurrido para compartir información. Una de las referencias era La Marquesita, donde la dueña, una castellana envuelta en toquilla negra de lana, permanecía sentada al fondo de la barra y hacía el encargo del pan en sintonía con el parte del equipo médico habitual emitido por Radio Nacional, única emisora autorizada para dar noticias. Si había mejoría, un saco; si agravamiento, hasta cuatro, en previsión de que se multiplicara la demanda de bocadillos.

Cuenta Josep Pla, en las crónicas recogidas bajo el título Madrid, el advenimiento de la República, que la quema de los conventos acaecida el 11 de mayo de 1931 provocó que una nube de vendedores ambulantes se colocara muy cerca de la acera donde se había provocado el incendio en previsión de la muchedumbre que desfilaría ante la quema. Subrayaba que “de esa manera, una parte de los madrileños ha podido contemplar el espectáculo comiendo churros, buñuelos y esos helados que aquí se llaman polos. Añadía que también se ofrecían cordones de zapatos, tres corbatas por una peseta, gomas para llevar bien sujeto el varillaje de los paraguas, matasuegras, romances de cordel, retratos de Galán y García Hernández y no sé cuántas cosas más”.

Con leves adaptaciones inevitables por el tiempo transcurrido, ese fue también el ambiente de aquellos días de la primera enfermedad en el pueblo de El Pardo. Señalaba Pla que era curioso ver al pueblo de Madrid con un churro en la boca, los ojos llenos de curiosidad, una sonrisa de fiesta en la cara”. En nuestro caso, los congregados junto a la tapia escuchaban las noticias por la radio, mientras los vendedores que habían adosado sus casetas a la tapia del jardín de palacio hacían su agosto. Pasaban los días y pareciera que la mejor distracción en Madrid era seguir desde ese bulevar las vicisitudes de la enfermedad de Su Excelencia.

Decía Pla que en este país se puede producir cualquier cosa, incluso muy grave, el acontecimiento más sensacional, uno de esos acontecimientos que en otro país preocupan durante mucho tiempo, y, al poco de haberse producido, una buena parte de la gente adopta un aire, primero de suficiencia, después de indiferencia real o fingida, finalmente se acaba comentando el último chiste con más éxito en el momento. Así sucedía sobre todo a la caída de la tarde. Quedaba claro, una vez más el pueblo paladea las novedades.

Miguel Ángel Aguilar es periodista, columnista y presidente editor del semanario Ahora

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