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Caníbales

El vertedero son los otros

Lo primero, perdón por la ausencia. Falto a esta columna desde que el 20-D nos provocó una sobredosis de matices. Podría alegar un problema político: igual que ellos quieren pactos pero no pactan, yo quiero que la columna esté escrita, pero no la escribo. Podría, también, alegar empacho de expresidentes y editorialistas. Pero, por una vez y sin que sirva de precedente, voy a faltar al código de la autoficción y voy a decir la verdad: no he escrito por un problema neurológico.

Para darme tiempo antes de las opciones más drásticas, el médico me recomendó caminar, sólo caminar, con un “sólo” acentuado y desobediente. La cosa es que cuando caminas –¡obvio!– no estás nunca en el mismo sitio, y el nomadismo se me ha vuelto adicción y argumento para no escribir columnas: si camino, soy pero no estoy; en cambio, si publico columnas algunos creen que saben dónde paro. Y no.

Las cosas que cuento en esta columna a veces me pasan y a veces no.

Ayer, por ejemplo, un tipo me pidió que quedáramos para “analizar el deterioro de nuestra relación” (ojo, que la frase es suya: a mí el plan me espeluznaba).

Me dijo: “Quedemos en la cafetería que sale en tus columnas. Dame la dirección”. Y lo cité por la tarde en un lugar cualquiera, uno con leche de soja y camareros amables. Yo esperaba que él empezara la conversación, que definiera “analizar”, que definiera “deterioro”, que definiera “relación”, pero él andaba ocupadísimo mirando a su alrededor, desencantado y desconcertado: “Aquí no hay nadie. ¿Dónde están los adolescentes dormidos, las parejas en su primera cita, los ex bien avenidos?”.

“Hoy no han venido”, le dije. “Pero si los quieres ver, tienes que dejar de retorcerte, y estar atento”.

Detrás de él había un hombre angustiado pidiendo ayuda a otro. Buscaba trabajo; y su tono, sus gestos, su lenguaje, contradecían su discurso: “Estoy tranquilo, aprendiendo a jugar al golf, llevando a los niños al colegio... Me sentía estancado y tú ya me conoces: necesito crecer…”.

Su interlocutor le escuchaba sin contradecirle ni comprometerse y, mientras, se iba difuminando. Lo único preciso en él era su reloj interno. Cuando pasó el tiempo suficiente, concluyó: “Pensaré qué puedo hacer. Me tengo que ir. ¡Suerte!”. Y le dio al hombre angustiado un abrazo muy despegado (uno de ésos en los que sólo las manos rozan el cuerpo del otro: un segundo en sus hombros y que se dé por abrazado).

Mi compañero no lo había visto porque seguía buscando el desfile de extras (imaginarios o no) que salen en mis columnas, como cuando Truman (el de El show de Truman y no el perro de la maravillosa peli de Cesc Gay) se da cuenta de que sus vecinos dan la vuelta a la manzana una y otra vez, siempre en el mismo orden.

No se trata de verlos, sino de saber encontrarlos- le dije.

– ¿Qué dices?

– Nada, nada; no digo nada.

Dio otro sorbo a su café y siguió retorciendo el cuello. Estuvimos allí dos horas largas y no hablamos de lo que se había deteriorado porque él no sacaba el tema y a mí no me interesaba.

Consulté mi reloj interno y el aparato me regañó: “Esta conversación que no estáis teniendo nos puede llevar al infinito”. Mi cita miraba, miraba, miraba. Y yo pensaba en la tecla de infinito: “¿Cuál es la tecla que escribe ∞? Seguro que Mario Tascón lo sabe”.

Al final, fue él quien rompió la eternidad: se levantó a toda prisa porque le tocaba a él hacer la cena. No detectó a la pareja que se devoraba al fondo (dos cincuentones de sed adolescente), no celebró que la camarera pelirroja consiguiera el papel en esa serie, no se empapó de felicidad con la tormenta que trajo una niña en su patinete nuevo. No los vio, pero estaban.

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Yo me quedé allí, atenta, hasta que irrumpió un tertuliano: “El vertedero son los otros”, escupió al entrar.

–¡O no!– contestamos todos a coro.

Y lo dejamos solo.

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