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Si la FIFA fuera un país, debería ser intervenida por los Estados Unidos

Alina Mungiu-Pippidi

El jueves 3 de diciembre de 2015, Loretta E. Lynch, fiscal general de Estados Unidos, afirmó lo siguiente sobre las acusaciones de corrupción de más autoridades de la FIFA –el número de personas y entidades acusadas hasta la fecha asciende a 41– : “El Departamento de Justicia se compromete a poner fin a la incontrolada corrupción que existe presuntamente en la dirección del fútbol internacional, no solo por la escala de los esquemas, o el cinismo y la magnitud de la operación necesaria para sustentar dicha corrupción, sino también por el agravio que supone este comportamiento a los principios internacionales”. En otras palabras, sencillamente, en el mundo actual es imposible desafiar la integridad pública de un modo tan abierto y tan escandaloso como lo ha hecho la FIFA durante tantos años. En el Día internacional contra la corrupción (9 de diciembre), cabe reflexionar sobre lo que significa.

Por ejemplo, si es cierto que las autoridades de la FIFA otorgaron sistemáticamente derechos de retransmisión o eligieron las ubicaciones de los torneos basándose en favoritismos a cambio de sobornos y otros favores, significa que la corrupción era la norma, no la excepción, en el modo en el que ha actuado la FIFA. Las autoridades estadounidenses afirman que, durante décadas, las autoridades de la FIFA “utilizaron su poder como líderes de las federaciones de fútbol de todo el mundo para crear una red de corrupción y de avaricia que pone en peligro la integridad de este bonito deporte”. Todo el mundo lo sabía. A los oponentes los silenciaban, los eliminaban sistemáticamente o eran una minoría exigua.

¿Acaso nos sorprende? Después de todo, la nota media de integridad pública de los 209 países cuyas asociaciones de fútbol son miembros de la FIFA es solo de 5, en una escala en la que Nueva Zelanda registra un 10 y Somalia 1 –casualmente, Somalia fue quien nominó a Blatter en 2011 para la presidencia de la FIFA–. Lo más llamativo es que el número de países en los que prevalece claramente la integridad –pongamos que con una puntuación superior a siete– es solo de 44, y 94 registran una puntuación superior a cinco. Si la FIFA fuera un país, claramente no se encontraría en la mitad superior de la clasificación, sino cerca de Brasil, cuyas autoridades parecen haber estado inmersas en la corrupción, por lo que el país se encuentra en el puesto 121, con una puntuación de 4,2.

Y esta es solo una clasificación de percepción, la más objetiva hasta la fecha, ya que suma la clasificación de todas las personas de un país, pero ¿qué sucedería si creamos un indicador de corrupción que solo tenga en cuenta las prácticas de adquisiciones, al igual que hicimos con la UE de los 28, demostrando que las instituciones de la UE podrían situarse detrás de Portugal –que se encuentra en el puesto 15 de la UE y el último país con una puntuación de 7 entre los principales puestos del mundo–? Después de todo, Brasil lleva años caracterizándose por su lucha contra la corrupción, algo que no parece haber sido el caso de la FIFA. Por último, no me pregunten dónde estaría la ONU si se clasificara como un país, una organización en la que tras una gran limpieza, los principales líderes podrían ser arrestados con cargos por corrupción.

El expresidente de la FIFA, Joseph Blatter. | EFE

Parece que aún queda mucho por hacer para llegar a la situación ideal en la que la corrupción sea la excepción a la norma, y aquello contra lo que luchan los activistas anticorrupción de todo el mundo parece ser un orden social despiadado en el que tienes que conocer quién es cada persona para predecir qué porcentaje de los recursos públicos te puedes llevar. Al menos es lo que expongo en mi último libro, A Quest for Good Governance: debemos luchar para establecer la norma de la integridad pública antes de castigar a los desertores. Se trata sencillamente de una cuestión de comprender cuál es la práctica mayoritaria.

El parecido entre la FIFA y uno de los países que se encuentran por debajo de la media en las clasificaciones globales de corrupción no acaba aquí. La corrupción es una cuestión de poder sin supervisión y de falta de vigilancia pública, de modo que las autoridades pueden convertir su influencia en activos materiales. Allí donde existe, los monopolios del poder perduran incluso aunque exista la institución de unas elecciones competitivas formales. La combinación de condiciones ilimitadas con el hecho de que él mismo haya sido único candidato en las papeletas de la que ha disfrutado Blatter durante algunos años es una práctica habitual en el África subsahariana o Asia Central, las regiones más corruptas del mundo. Y allí donde el poder discrecional es tan alto como para evitar cualquier oposición –ninguna federación del mundo ha tenido la valentía de respaldar la ridícula candidatura de un periodista deportivo estadounidense a la presidencia de la FIFA por temor a represalias de la dirección de la FIFA–, también logran someter a las agencias o a los comités de control interno. A estas agencias se les solicitó que actuaran en varias ocasiones, pero su veredicto fue de “falta de pruebas”.

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Por ello expongo en mi libro que los países que han adoptado agencias anticorrupción o más leyes anticorrupción no han progresado más que los países que no lo han hecho. En realidad, parece que sucede lo contrario: en la actualidad, los países más corruptos son los que disponen de más leyes y agencias, lo que en ocasiones se utiliza contra los oponentes de los líderes corruptos que controlan estas agencias. Sin embargo, su mejor acción anticorrupción sería sustituir a esos líderes, a los círculos y las élites que han ocupado el poder todos esos años en los que ha aumentado la corrupción y una vez que se hayan marchado, por fin podrán limitar la duración de los mandatos, liberalizar el acceso a las elecciones y realizar todas las demás reformas de sentido común que muchos amantes del fútbol de todo el mundo llevan años esperando de la FIFA.

Pero es complicado, porque toda la economía política de un país corrupto se construye de forma corrupta, algo muy difícil de deshacer. Por ejemplo, en Brasil, un país en el que al menos se libra una batalla entre la integridad y la corrupción, los políticos corruptos utilizan las regiones más pobres del país para ser reelegidos a cambio de asignaciones de fondos, de modo muy similar a la FIFA con los estadios y otros favores a los países más pobres, con lo que los convertía en clientes del círculo en el poder, cuando no los compraban directamente con dinero en efectivo el día de las elecciones. Las regiones más prósperas y más activas políticamente demandan integridad, incluso antes o durante un mundial, como en Brasil, pero al final, lo que importa es la media. La corrupción no depende de la nacionalidad –después de todo, Blatter es suizo y su país registra una puntuación de 9,8 y es el número 4 mundial en integridad–, sino de la mayoría de los electores. Si se puede comprar, intimidar o presionar a la mayoría, entonces un país no puede establecer un control de la corrupción, y menos una organización internacional.

Sin embargo, al final el caso de la FIFA es ligeramente mejor que el de un país porque, al parecer, se pueden aplicar algunas jurisdicciones externas a su propios sistemas internos de impunidad, al menos la suiza y la estadounidense, ya que, por suerte, los acusados utilizaron bancos estadounidenses y, al hacerlo, infringieron las leyes de Estados Unidos. Por ello, se dan las condiciones para lo que por una vez sería una intervención estadounidense bien recibida.

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