Caníbales

Que viene el coco

Después de ese primer debate, tan aburrido y tan lejano, los candidatos han desaparecido de las ciudades grandes. Así, con alivio y sin culpa, podemos compadecer a los electores de aquellas circunscripciones en las que unas decenas de votos inclinan un escaño. Los estrategas (que sí, que haberlos, haylos) han puesto la lupa y mueven a los cuatro en distritos muy concretos, de vecino en vecino, de puerta en puerta.

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Los urbanitas

seguimos con nuestra vida. Si olfateamos un encuestador, fingimos unas dudas paralizantes: "No sé. Vas a tener que ponerme como 'indeciso', lo siento".

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Alguna mañana los candidatos nos asaltan en la radio, casi a traición. Se les oye bajotensionados, como si la campaña les diera pereza y/o como si les hubiéramos decepcionado nosotros, esos votantes que, según las encuestas, no vuelven al redil ni hartos de vino.

– Ay…- suspiran los candidatos.

Y lo peor es que suspiran igual los cuatro. Los de la casta y los emergentes, los extremistas y los moderados, los buenos y los malos, los sensatos y los insensatos, los feos y los guapos. A unos les sorprende que desconfiemos de su contrastada ineficacia; a otros les duele que no entendamos sus propuestas de participación que permitirán participar al participante (o algo así).

Cambiamos de emisora y rezamos: pase lo que pase, por favor, que en navidad ninguno de nuestros hermanos nos traiga de cuñado a un candidato.

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– Pues igual si los conociéramos de cerca votaríamos con más ilusión…

Eso dice una madre del colegio, recién separada y muy perjudicada por las tres horas que llevamos ya al sol en el torneo de fútbol. Lo dice, pues, sin convicción y con sed. La perdonamos porque este fin de curso nos tiene terriblemente estresados.

Y es que, mientras el gobierno estaba en funciones y los candidatos se enfadaban con sus votantes insumisos, los niños han estado trabajando, han estudiado, han ensayado, han entrenado, han aprobado.

Sus hermanos mayores llegan al torneo tardísimo, con buena nota en la selectividad, una resaca considerable y mucho miedo a equivocarse de futuro. Los padres les rodean y aconsejan como una tribu de ancianos:

– Da igual qué carrera, pero que os guste, que os vuelva locos.

– ¡Y votad antes de largaros de interrail!

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Después del último partido, ya a la sombra y con cerveza, caemos en la tentación de hablar de ello:

– ¿Qué han hecho con estos seis meses? ¿Cambiar de candidato? ¿Enriquecer y consolidar su programa? ¿Preocuparse por nosotros?

– ¿Que qué han hecho? ¡Pellas! ¡Se han ido de pellas!

– El otro día me choqué con uno de ellos. Le dije: "Dame una razón para votarte, una solo, la mejor que tengas". Me contestó muy serio: "para que no gobiernen los malos".

– Uhhh… ¡Que viene el coco…!

– A mí me habría gustado votar a Jo Cox. O a Obama en su momento.

– Qué listo. A mí también me habría gustado un voto orgulloso, pero…

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Y con esos puntos suspensivos recogemos niños, balones y camisetas y volvemos a gestionar los nervios que nuestros hijos nos han delegado. Nervios por las notas, el ranking del torneo, la función de fin de curso, las fiestas de cumpleaños… Estamos demasiado liados como para leer esos tuits en que políticos mayores de edad se insultan con emoticonos.

Salvo al Cholo Simeone, cuesta votar con ilusión. Pero, como dicen en todos mis grupos de Whatsapp, aún cuesta más no votar.

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Ayer, por fin, acabamos el colegio y, para celebrarlo, me regalé una dosis de Toni Morrison. Premio Nobel y escritora extraordinaria, le bastaron tres líneas para explicar lo que sus hijos necesitaban de ella como madre:

– que fuera competente y capaz,

¿Dónde te has comprado esa camisa, Pablo?

– que tuviera sentido del humor,

– que me comportara como una adulta.

Más o menos lo que pedimos, sin mucho éxito, a los cuatro candidatos.

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