Caníbales

Limpiando nuestros errores

El cielo está espeso e inmóvil, dispuesto a reventar al valiente que se atreva a pisar la calle. Nosotras salimos sólo por coherencia: si tienes un cachorro, hay que educarlo, pasearlo, limpiarlo.

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El suelo de mi barrio es un estercolero: hojas de periódico, carteles arrancados, folletos viejos, salchichas crudas, peluches muertos, vasos, vasos y vasos (muchos rotos, claro), cientos de tapones, miles y miles de cáscaras de pipas, servilletas de papel, condones (menos mal), billones de colillas… Y muchas vomitonas.

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A esas calles de Madrid –infierno bajo el infierno– nos sometemos la cachorrita y yo varias veces al día, empeñadas en encontrar sendas libres de mierda y parques en los que no molestemos a nadie y nadie nos moleste, buscando desesperadas aquella ciudad que quisimos tanto.

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Vivimos en una calle pequeña y escondida, una calle por la que sólo circulan coches perdidos y en la que –justo por eso– aparca el botellón en cuanto cierran los bares. En nuestra calle (sin policía, sin padres, sin cámaras) se inventan bebidas letales hasta que arrasan el alcohol y el sueño.

Ayer a primera hora, dos chavales dormían en nuestra puerta dentro de un coche enorme, con las ventanillas abiertas. La cachorrita y yo, bobas y buenas, los hemos rodeado de puntillas, con esa ironía maternal que impide despertar a quienes no nos han dejado dormir.

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Claro que, obviamente, tengo yoes de instinto justiciero y los barajo:

¿Y si los despierto educadamente y les pido que recojan los cristales de esa copa que les oí romper con ganas, las rodajas de limón mustias que la perra olfatea, los plásticos que no se reciclan solos…? ¿Y si les enseño nuestra ventana y les explico que nuestros sueños no se cumplen sin dormir y que esta calle que ellos ensucian es por la que nos asomamos al mundo?

Se impone mi yo prudente (o el que rehúye las broncas): no los despertamos y ellos tampoco se despiertan.

– ¿No los echan de menos en sus casas?– me pregunta la perra.

– Yo a ti sí– le contesto, que sólo sé ser madre de los míos y hasta eso me cuesta.

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La cachorrita y yo paseamos esquivando los desperdicios que han dejado los cachorros humanos, contando las papeleras llenas de basura (todas) y las que tienen bolsitas para recoger los desperdicios de los perros (ninguna).

Desde que la perra puede salir a la calle, hace casi dos semanas, no han vaciado la papelera que nos pilla más cerca. Rebosa de mierda. Cada día le hago una foto y me planteo si tuitearla es traicionar a Manuela Carmena. Otra foto. Más mierda. El camino más corto suele ser el recto: descubro @lineaMadrid y les mando prueba gráfica.

Me piden la dirección y dos horas después la papelera está vacía, la calle limpia.

Funciona.

Funciona protestando, que no es lo suyo, pero funciona.

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Votamos a Manuela Carmena (a ella, ojo, y no a ese partido que no tiene) porque la creímos capaz de limpiar la ciudad ética, metafórica y literalmente. Más de un año después, apenas nos atrevemos a pronunciar los peros que nos asaltan cada día. Lo hacemos bajito: que tiene mal equipo, que la contrata ya estaba firmada, que… Más de un año después, y ya lo siento, salimos a la calle con mascarilla y con vergüenza.

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Por la noche, un adolescente de ojos vidriosos me grita desde el banco en el que fuma enroscado.

– Acércame al cachorro, que lo quiero tocar.

– Si la quieres tocar, levántate y acércate tú a ella.

Los puntos sobre el ‘whatsapp’

Viene. Flipamos: hago que los adolescentes se levanten y anden.

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Vuelvo hablándole a la perra de responsabilidad: la de educar (y educarnos) para no ensuciar, la de gestionar una ciudad, la de hacer autocrítica. En estos tiempos de “conmigo o contra mí” criticar a los tuyos es casi tan difícil como que ellos hagan autocrítica, pero si sólo se equivocan los otros, nunca acertaremos nosotros.

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