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De seres imaginarios y reales

Donald Trump puede ser presidente de los Estados Unidos, en Turquía un Putin de mezquita desata una represión sin límites, aquí seguimos sin encontrar altura en la política, y los treintañeros del mundo enloquecen tras la pista de monstruos amarillos.

Algo no funciona. Algo se está desencajando. En serio, no es posible que casi toda una generación haya caído presa de la imbecilidad colectiva o que el tipo que vaya a gobernar el mundo en los próximos años sea un millonario racista pseudoestrella de la tele, futuro presidente de un país cuyo principal aliado militar –Turquía es el segundo ejército en la OTAN después del de Estados Unidos– está en manos en manos de un dictador tan burdo que utiliza el golpe de Estado como excusa para depurar no sólo su ejército, sino toda su administración pública, además de la justicia y la educación en su país.

No son, por supuesto, realidades ni magnitudes comparables, pero se me antojan manifestaciones de una degradación colectiva, pública y privada quizá relacionada con ese famoso fin de ciclo que al parecer llevamos viviendo una larga temporada. Un fin de ciclo que da paso a otro nuevo que parece destinado a ser presidido por la debilidad institucional y la estulticia colectiva. ¿Cómo es posible que Europa siga balbuceando declaraciones imprecisas ante el espanto de lo que está haciendo Erdogan en Turquía? ¿Dónde están los que defendían que ese país era capaz de garantizar la seguridad de los refugiados cuando no la tienen ni los turcos? ¿Cómo se prepara el mundo occidental para la hipotética victoria del bufón americano? ¿Alguien está trabajando en la tesis de que Trump pueda ser quien juegue con el maletín nuclear (que no sé si existe, pero tendrá sustituto seguro)? Y, sobre todo, ¿qué generaciones hemos formado en los últimos años para que jóvenes supuestamente hechos y derechos, no niños o adolescentes más o menos dependientes de juegos electrónicos, pongan en riesgo su salud mental y también física por recuperar una parte de su pasado?

Porque las víctimas de esa fiebre que está consiguiendo que la multinacional japonesa Nintendo haya doblado su valor bursátil y esté ya en los 33.000 millones de euros con el dichoso juego del Pokemon Go, son en su mayoría jóvenes de treintaytantos que se han reencontrado con el personaje de su infancia, enganchándose al juego como si no hubiera un mañana. En Estados Unidos le han bastado unos pocos días para tener más usuarios que una red social como Twitter.

Hay cretinos por el mundo entero buscando bichitos imaginarios en lugares reales y van creciendo a medida que el juego se comercializa en todo el mundo. Ignoro si la multinacional pensará llevarlo a Siria –léase en modo irónico, no creo que haya mercado–pero lo cierto es que ha llegado de una forma que aunque discutible acaso sea buena para ponernos el espejo que nos devuelva nuestra imagen de sociedad enferma. En esa Siria que le servirá a Trump como excusa para cerrar más sus fronteras y abrir más el imperio, en esa Siria de cuya guerra huyen miles de personas que Europa pone en manos de un aliado que depura y maltrata a sus propios nacionales, sigue habiendo cientos de miles de niños que necesitan ayuda o rescate, niños sin maquinitas ni futuro, que viven en un constante juego de guerra, en una realidad nada virtual donde no hay ni Pikachus ni Charmander ni Bulbasaur, salvo en la imaginación de quienes han puesto en marcha esta campaña para volver a llamar la atención de lo que no debería olvidársenos.

Aunque me permita dudar de su eficacia en un mundo en el que crece el miedo al diferente, se cierran las fronteras y no pocos corazones, las instituciones democráticas pierden fuelle en manos de mediocres, y los jóvenes de treintaytantos pierden horas y energías buscando seres imaginarios. Y no precisamente en los libros. Me malicio que esta crisis va a habernos hecho mucho más daño del que ahora vislumbramos.

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