Desde la tramoya

El charlatán frente a la sabionda

En poco más de dos semanas, el día 26 de este mes, vamos a ver el debate presidencial con mayor expectación de las últimas décadas. El que enfrentará cara a cara a Hillary Clinton y Donald Trump, y que sin duda será uno de los espectáculos televisados de mayor audiencia de todos los tiempos.

Un enfrentamiento entre Hillary y Trump es mucho más que un debate, porque hace reflexionar sobre la auténtica esencia de la política: lo que importa y lo que no, los límites de la verdad, la influencia de la personalidad de los líderes en el comportamiento electoral, la relevancia –o más bien la irrelevancia– del conocimiento de los temas frente a las cualidades intangibles del liderazgo, como la fuerza, la empatía o la confianza.

Recientemente, The New York Times ha revelado cómo están afrontando ambos candidatos ese primer encuentro, que será muy importante –como lo serán los otros dos programados–, en una carrera en la que Clinton tiene sólo una ligera ventaja sobre Trump de apenas dos o tres puntos según las encuestas. El equipo de Hillary ya está diseccionando, con la ayuda de psicólogos, el comportamiento del multimillonario en los debates que éste mantuvo durante las primarias: buscando sus puntos débiles, tratando de encontrar los argumentos que le saquen de quicio para que la audiencia constate que, básicamente, Trump sería un peligro como presidente por sus excentricidades, su impulsividad y sus falsedades. Dice el Times que el análisis está siendo casi “forense”. Y también dice que Clinton se está tomando muy en serio la preparación, buscando aún quien puede desempeñar el papel de Trump en las sesiones de sparring, que suelen celebrarse en estas ocasiones.

Pellizquitos

Trump reniega de esas simulaciones. “Sé cómo tratar a Hillary”, ha dicho públicamente. Sin duda tratará de cuestionar su ética y su honradez. Según han filtrado desde su equipo, el candidato por ahora se está tomando con desdén las tardes preparatorias. Cree que en ese mensaje nuevo que él pretende aportar a la política estadounidense –el de un outsider que viene a poner patas arriba la política hipócrita de Washington– lo mejor es ser uno mismo, dejarse ver como es, sin imposturas ni frases preparadas. “Sé quién soy y eso me ha traído hasta aquí. No quiero presentar una cara falsa sobre mí. Es posible que hagamos una simulación de debate, pero no veo que sea necesario”, ha dicho. El temor de sus asesores –que Trump desdeña también– es que se deje llevar por la fuerza de su carácter y aparezca el candidato más extremista, más loco o más violento. Ese es, precisamente, el personaje que Hillary querrá que los espectadores descubran.

Al equipo de Hillary le preocupa lo contrario: que su candidata se convierta durante el debate en la típica sabionda que lo sabe todo del país, pero que resulta fría, sin sangre caliente, desapasionada, falsa, de cartón piedra. Es sabido que en un debate no gana necesariamente quien más sabe de los asuntos que se tratan, sino quien logra sintonizar con el público en el plano más emocional. Y en eso puede ganar Trump de calle, si Hillary no desmonta al personaje. Esto es lo que hace de los debates entre ambos eventos especialmente interesantes. Se trata del choque entre dos personajes arquetípicos. Uno, un charlatán simpático y pintoresco, que probablemente tiene menor competencia que su adversaria, pero que dice las cosas como son, que no tiene miedo, que dice lo que piensa sin más. Del otro lado, una sabionda algo redicha y suficiente, sinuosa y poco transparente, pero que tienen un indudable conocimiento de los problemas del país y experiencia sobrada en materia de gobierno.

Desde el debate entre los candidatos a vicepresidentes Joe Biden y Sarah Palin, celebrado hace ocho años, no habíamos visto un cara a cara entre dos personajes tan de novela como Hillary Clinton y Donald Trump. No sólo dos candidatos sumamente interesantes, sino también dos formas de entender la política, que se enfrentan en Estados Unidos, pero que vemos también contrastar en buena parte del mundo, como síntoma de esta época de hastío e indignación con la política tradicional.

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