Plaza Pública

La reconstrucción de la socialdemocracia: la Europa que queremos (y III)

M. Salvatierra | E. Cascallana | J. A. Barrio | J. Quintana

I. La Europa que queremos.

Lo que hoy llamamos la Unión Europea nació durante la época de la Guerra Fría: la CECA de 1952, dio paso a la CEE en 1957 y que en 1993 se convertirá en UE. Europa occidental se va uniendo desde el centro hacia el norte y el sur, y, tras la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania, se propone integrar a los países del este. En todo este período ocurrieron importantísimos acontecimientos que marcaron decisivamente el destino de Europa: en 1978 fue elegido Papa el obispo polaco Karol Wojtyla, fervoroso anticomunista y partidario del radicalismo neoconservador; en 1979 fue elegida Margaret Thatcher Primera Ministra del Reino Unido, ultraliberal y halcón de la Guerra fría; en el mismo año triunfa en Irán la Revolución Islámica del Ayatollah Jomeini e instaura un régimen teocrático para poner fin a la secularización del Estado; en 1981 los estadounidenses votaron como presidente al republicano Ronald Reagan, partidario de minimizar la función social del Estado e incrementar sin reparo el gasto militar con el objetivo de derrotar a la Unión Soviética –el “Imperio del Mal”, según sus palabras–; en 1984 Deng Xioaping comienza las privatizaciones en China y se encamina hacia el capitalismo “perfecto”: un capitalismo salvaje dirigido por un partido “único”; y, por último, en 1985 Mijail Gorbachov fue elegido Secretario General del Partido Comunista Soviético (PCUS), comenzando entonces con las políticas de renovación del sistema: la glásnot –transparencia– y la perestroika –reconstrucción–, como se conocieron entonces.

En los años ochenta, con todos estos acontecimientos en juego, el “equilibrio” de la Guerra Fría comienza a desestabilizarse. El respaldo que reciben los sindicatos polacos por parte de occidente contrasta con la batalla declarada de Margaret Thatcher contra las Trades Union británicas; el apoyo dado por el Papa Juan Pablo II a la política exterior de Reagan y la reprimenda que le echa al cardenal Tarancón por haber aceptado que en la Constitución española se instituyese la “aconfesionalidad” del Estado son pruebas de que para el polaco Wojtyla la lucha contra el comunismo y contra el relativismo cultural forman parte del eje esencial de la Iglesia católica. Y si en un principio occidente apoyó las reformas impulsadas por el gobierno de Gorbachov en la URSS y lo auxilió ante los ataques de la nomenklatura de PCUS, una vez caído el muro de Berlín lo abandonó para poner en su lugar a nacionalistas rusos devotos de Milton Friedman y la Escuela de Chicago. Si toleraban en China la conjunción capitalismo y dictadura de partido, en Rusia se propusieron que no quedara ni rastro de colectivismo comunista y cancelaron toda posibilidad de construcción de un modelo socialdemócrata. Mijail Gorbachov representaba esa posibilidad y, en consecuencia, tenía que caer. En 1991, se disolvió oficialmente la URSS, como consecuencia de la negativa de los presidentes de las Repúblicas de la Comunidad de Estados Independientes de reconocer los órganos de un poder central, Gorbachov optó por dimitir.

¿Pensaba la socialdemocracia europea que iba a eludir el ataque del neoliberalismo al Estado social? ¿De verdad creían que el auge de los nacionalismos no iba a germinar en el seno de sus territorios? ¿Presuponían que el resurgimiento de la religión o, mejor, del fundamentalismo integrista no iba a socavar el modelo de laicidad? ¿Imaginaban que una acelerada integración de los países de la órbita de la ex-URSS no iba a afectar a la federalización de la Unión Europea? ¿Creyeron que la reunificación de Alemania no traería consigo el olvido de la encomiable tarea de europeizarla y no despertaría de su letargo la vieja idea de germanizar a Europa? ¿Fueron incapaces de cavilar que tras el previsible fracaso de las primaveras árabes y rota la estabilidad en el mundo árabe mediante la promoción de guerras neocoloniales no afloraría el islamismo fundamentalista y se propagaría un fenómeno de migración masiva?

Y hace muy poco tiempo atrás nos despertamos con la triste noticia de que había ganado el Brexit en Gran Bretaña. Ante una Europa confusa, sin rumbo político preciso y en crisis económica, el hecho de que Gran Bretaña salga de Europa puede contagiar a otros partidos conservadores y xenófobos a impulsar referéndums en sus respectivos países con el objetivo de continuar la estela británica. Nada puede ser peor: disgregar otra vez Europa en sus fronteras nacionales y replegar a sus pueblos en orgullos nacionales excluyentes cuando no racistas. Contra el aislacionismo, el pseudoproteccionismo y el nacionalismo extremo que supone que el remedio a todos los males pasa por acorazar sus territorios de cuanto huela a extranjero, es contra lo que tiene luchar la socialdemocracia si quiere que el porvenir no sucumba ante las fuerzas tenebrosas del pasado. Grave error sería que la socialdemocracia para calmar las demandas populistas se acoplara a los requerimientos de las derechas nacionalistas y termine por difuminar uno de sus valores esenciales: la fraternidad. De esta crisis no se sale cerrando las puertas y ventanas a los extranjeros, criminalizando la pobreza y culpabilizando a los otros de nuestros propios infortunios.

Estos son, entre otros, los desafíos de Europa: hacer frente al neoliberalismo que socava la cohesión social y la solidaridad interterritorial; frenar a los nacionalismos xenófobos y racistas que idolatran una falsa soberanía popular de banderas; combatir al islamismo integrista que pretende destruir el Estado laico; desarraigar al nacionalismo alemán de su pulsión de germanizar Europa propugnando la construcción de una Europa federal; hacer que Europa sea realmente un agente político en el contexto internacional y dotarla de una política de migración acorde a la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y, por último, dar un salto real sobre el Tratado de Maastricht, es decir, avanzar de la unión económica y del modelo de equilibrio presupuestario neoliberal hacia la unión política federal y la armonización de las políticas fiscales.

En definitiva, la respuesta de la socialdemocracia, desde un punto de vista cultural, pasa por recuperar el proyecto ilustrado en lo relativo a emanciparnos de la religión, del mercado y de la nación; desde una perspectiva política, viene de la mano de un modelo de federalismo compatible con las políticas nacionales y de una integración no ya intergubernamental sino realmente común y democrática; y, desde una óptica económico-social, parte de la neutralización de la desregulación económica, el blindaje del Estado social y consolidación del euro como moneda única pero desde un control supranacional que sea capaz de superar el prejuicio teutón de que la única política económica viable es la que se ocupa de los parámetros de la inflación.

Socialdemocracia es hoy cortar las alas a la oligarquía económico-financiera, restablecer el control político de la economía y de la moneda porque nadie, nadie, es “independiente” y ajeno por completo a determinados intereses. Los tecnócratas no son “espíritus puros”, no son sujetos sin estómago, y la tecnocracia no se subordina únicamente a los cánones de la racionalidad estratégico-instrumental sino que, como históricamente se ha probado, supedita sus decisiones al dictamen de los más poderosos. Socialdemocracia es hoy abolir los paraísos fiscales e invalidar la cultura del fraude.

En suma, socialdemocracia es hoy empoderar al pueblo. Ese pueblo ya no se circunscribe a un Estado-nación, sino que traspasa las fronteras nacionales porque se autoinstituye y se constituye mediante la construcción de un proyecto postnacional, cuya única lengua común es la federalización e implantación real de los Derechos Humanos.

Es a través de la refundación de la democracia social y económica como Europa se puede recuperar del estrangulamiento al que está sometida. Atendamos a las propuestas de Thomas Piketty para reordenar a la Unión Europea, especialmente la eurozona. Las políticas de austeridad y de recorte del déficit público incendian socialmente Europa. Está en juego otro modelo de crecimiento: uno basado en la calidad de productos/servicios, el aumento del consumo interno y de las exportaciones, y no en competir bajando salarios y recortando derechos laborales y sociales. Ni China es el modelo ni la ultraflexibilidad es la salida a la recesión económica. Es necesario, contra ello, aligerar el conjunto de las deudas públicas: en un principio, sugiere Piketty, habría que poner todas las deudas superiores al 60% del PIB en un fondo común, con una moratoria de los repagos mientras cada país no recupera el nivel de crecimiento previo a la crisis de 2008. Más allá de un cierto umbral, no tiene ningún sentido repagar las deudas durante décadas. Es mejor aligerarlas e invertir en crecimiento. Un proceso de este calado reclama la implicación de los contribuyentes en los presupuestos nacionales y la puesta en marcha de un nuevo Parlamento europeo: en el que sus diputados tengan capacidad real de legislar en el marco postnacional y puedan realmente controlar el gobierno de la Comisión europea.

A esta Cámara se debe confiar el voto de un Impuesto de Sociedades común, de lo contrario el dumping fiscal será inevitable. Es necesario armonizar las bases imponibles del Impuesto de Sociedades y la supresión de deducciones. También de ella tendría que salir un ambicioso programa de Eurobonos financiado por el Banco Europeo de Inversión (BEI) que permita realizar un emblemático programa Erasmus de estudios postobligatorios que abarcase tanto al Bachillerato y a la Formación Profesional como a la Universidad, y un plan de infraestructuras transfronterizo. Tampoco es legítimo intentar escamotear del debate sobre el Tratado de Libre Comercio entre EE.UU y la Unión Europea (TTIP) al Parlamento europeo y enclaustrar la negociación en la zona oscura del poder económico. Como afirma Piketty: “¡dejemos de arruinar nuestras oportunidades!”. Antes de dar cobertura al plan B, que es el de la extrema de derecha europea, hagamos posible el plan A: el de la socialdemocracia.

II. Otra economía es viable.

La economía no es una ciencia exacta, aunque en muchas ocasiones utilice las matemáticas como instrumento explicativo. La economía es una ciencia social y en sus presupuestos teóricos hay mucha dosis de ideología. No es, como muchos la quieren presentar, una ciencia aséptica. Así como en ética existen distintas concepciones del hombre, en economía subyacen diferentes visiones antropológicas. La predominante es la que postula que el hombre es un ser eminentemente egoísta y que toda su conducta se encamina a maximizar racionalmente su propio interés. Pero también existe otra ideación del hombre que pone el acento en su constitución compasiva y su afán de colaboración y solidaridad con los otros. Adam Smith tuvo en cuenta estas dos caras del hombre: la que agudiza la faz competitiva la trata en su obra magna Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones y la que acentúa el sentimiento de compasión la estudia en su libro Teoría de los sentimientos morales. Desgraciadamente ha interesado que pese más la dimensión competitiva que la cooperativa. Sin embargo, en el hombre subyacen en permanente tensión dialéctica esas dos realidades: la conducta humana es un equilibrio inestable entre egoísmo (competición) y compasión (cooperación).

Hasta ahora el paradigma hegemónico en economía ha sido el neoliberal pero hemos experimentado en carne propia sus deficiencias, la tiranía de sus reglas y su incapacidad para resolver las propias crisis sistémicas que genera. Es hora de enfocar la mirada hacia otra economía, es decir, hacia una economía que también tenga en cuenta la dimensión cooperativa del hombre e integre en su cálculo instrumental la finitud de los recursos naturales y el agotamiento de las fuentes de energía.

La premisa básica para corregir el empeño de hacer de la economía un saber omnímodo es que inexorablemente esté subordinada a la política. Nosotros afirmamos la primacía de la política sobre la economía, pues es la política la que establece los valores últimos de la convivencia y la que fija los objetivos de la comunidad humana. Y la economía no es ni más ni menos que un conjunto de herramientas para conseguir esos objetivos. Es muy fácil de entender lo que afirmamos: es la economía la que tiene que estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la economía.

¿Cuál es la tarea de la política? Garantizar que los ciudadanos tomen sus decisiones en libertad, igualdad y equidad. Por ello, consideramos esencial consolidar y reforzar los derechos políticos, económicos y sociales y garantizar unos derechos materiales mediante la profundización de la igualdad de oportunidades (niveles crecientes de educación, formación continua, investigación y desarrollo, etc.) y mediante una mayor distribución del producto social (vía presupuestos, ingresos y gastos, regulaciones sobre el salario mínimo, ingresos mínimos vitales, etc.).

No hay progreso social sin redistribución de la riqueza y achicamiento de la desigualdad social. Si el eje de la economía neoliberal ha sido pura y exclusivamente la libertad, el pivote de la nueva economía es la igualdad-solidaridad. En este sentido, ponemos especial interés en las políticas de inclusión: empezando por la inclusión laboral, con más y mejor empleo, continuando con la solidaridad con quienes necesitan la protección del Estado y finalizando con la recuperación de los servicios sociales para garantizar una forma de vida digna.

Transitamos hacia un nuevo modelo de crecimiento y es imprescindible que desde la política marquemos que sea sostenible a largo plazo, equilibrado y compatible con los límites de los recursos naturales, y respetuoso con las exigencias de preservación del medioambiente. La palanca del cambio para buscar los efectos deseados tiene un doble ámbito: el área interna y el área externa de la UE.

En lo relativo al ámbito interno, es urgente emprender una amplia reforma fiscal que ponga fin a la socialización de las pérdidas y privatización de las ganancias, es decir, hacer que quienes paguen el coste de la crisis sean el sector financiero, las transacciones financieras, las rentas exorbitantes, las empresas multinacionales que obtienen grandes beneficios a través del dumping fiscal. También hay que prohibir a los bancos y empresas españolas que tengan filiales en paraísos fiscales y reformar en profundidad el sistema bancario, centrando nuevamente a los bancos en la distribución del crédito, con la prohibición de especular y de financiar la especulación. Asimismo es necesario poner en marcha un banco público de desarrollo que capte el ahorro de los particulares. Con relación a la economía no financiera –a lo que se denomina economía productiva y al tercer sector, es decir, la economía solidaria–, es prioritario acabar con la estrategia de la devaluación interna para ganar competitividad. Necesitamos un nuevo marco laboral que tenga en cuenta que ya no es posible empleo para todos y que, en consecuencia, es necesario redistribuir el trabajo. Se impone un nuevo reparto del trabajo y una nueva jornada laboral. La prioridad no es reducir el déficit sino sostener la demanda, de lo contrario no saldremos del estancamiento y del desempleo elevado. Así pues, estamos obligados a ofrecerle a la ciudadanía un nuevo pacto capital-trabajo. Y para ello es impostergable que los agentes sociales pongan sobre la mesa sus respectivos planteamientos.

Cuestión esencial es, por una parte, prevenir la exclusión y para lograr este objetivo es necesario garantizar unos ingresos mínimos a todas las familias en riesgo y, por otra, atender a los tres grandes retos del siglo XXI: sostenibilidad medioambiental, envejecimiento de la población y migraciones. Respecto a lo primero, tenemos que lanzarnos hacia otra política energética con el consiguiente cierre de las centrales nucleares y desarrollar un programa de transición energética buscando mercados más eficientes. Respecto al envejecimiento de la población, lo que debe prevalecer es el principio de igualdad en el campo de las pensiones y mantener la equidad intergeneracional y, por otro lado, hay que garantizar desde el Estado un sistema de financiación que asegure la puesta en práctica las políticas de dependencia. Y, por último, estamos firmemente convencidos de que la migración no es una amenaza ni cultural ni económica ni social. Una de las causas por la que lamentablemente ha triunfado el Brexit en Gran Bretaña ha sido, como casi siempre pasa, la utilización de discursos xenófobos, la apelación demagógica a un modelo comunitarista incompatible con el proceso de globalización y el recurso fácil de aguijonear en el imaginario colectivo la falsa creencia de que sólo cerrando las fronteras ganamos en seguridad. La migración, sin duda alguna, ha de estar regulada democráticamente y tiene que estar protegida por la plena aplicación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Reconstrucción de la socialdemocracia: una democracia de calidad (II)

En cuanto al área externa, es decir, a la UE, hay que salir de las políticas de austeridad, lo importante no es “tranquilizar” a los mercados sino a los pueblos y, para ello, hay que darle a la UE y, especialmente, a la eurozona una nueva oportunidad. Hay que hacer que el BCE garantice las deudas públicas, de manera que todos los países puedan financiarse a un tipo sin riesgo (al 2% en 10 años, por ejemplo). El BCE tiene que poder comprar deuda pública a fin de mantener un tipo de interés bajo, como hace la Reserva Federal estadounidense. Además de las medidas que señalamos en el apartado sobre Europa atendiendo a las razones de Piketty, es insoslayable construir un auténtico presupuesto europeo con un impuesto sobre las transacciones financieras y una fiscalidad ecológica, con el fin de organizar las transferencias de recursos necesarios para la convergencia de las economías reales. Hay que establecer una Europa social, retomar la denominada Carta Social Europea con el objetivo de consolidar entre los pueblos europeos un proyecto de integración común. Pensamos que debemos elaborar un nuevo Tratado para la coordinación de las políticas económicas de los países de la UE. Esto significaría que realmente queremos llegar a una convergencia real de las economías, de empleo y de transición ecológica. Europa se consolida si somos capaces de aproximarnos en las políticas presupuestarias, fiscales, sociales y salariales, con el fin de acercar a los países a unos estándares básicos de bienestar.

_________________Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE; Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador; Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional, y José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente diputado en la Asamblea de Madrid.

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