Muy fan de...

Donald Trump

Me tiemblan las manos sobre el teclado cuando inicio este artículo a modo de conjuro. Es un intento, casi esotérico, de que no suceda aquello que podría ser. Es el reverso del “no te lo cuento, por si se gafa”. Hoy escribo, precisamente, para que se gafe, para que no ocurra, para que la remota posibilidad no se convierta en realidad. Ante la pavorosa idea de que Trump consiga regir una parte importante de nuestras vidas desde la Casa Blanca, con más miedo que vergüenza y viceversa, me encomiendo a Diego El Cigala y grito ¡Atrás!.

Ni siquiera como humilde practicante de la sátira política me compensa su llegada. La cáscara del fenómeno, ideal para hacer humor grueso y sin trasfondo, no es tan fuerte como para minusvalorar el interior serio y trágico del asunto.

Miren, si el precio de su presencia en el puente de mando es tan caro, no compensa el gusto que da poder hacer chistes fáciles –ya sea sobre el desmesurado bronceado de Donald, dos tonos por encima del de Christine Lagarde, o acerca de ese toldo amarillo, de cabello natural, según él, que debe de calentarle las ideas–. Ni siquiera consuela lo cómodo que resulta hacer un encadenado de las burradas que suelen salir por su boca, cual ristra de chorizos, y poder servirlo tal cual, añadiendo, como mucho, un remate final en plan aderezo.

Detrás de cada uno de nuestros chistes, subyace la tragedia de que sea posible que la locomotora mundial, la que conduce nuestras vidas, acabe pilotada por un señor con sombrero de Napoleón, hecho con papel de periódico, y un machete entre los dientes. Sí, resulta cómico a primera vista pero no, no tiene gracia.

A dos días del primer martes después del primer lunes de noviembre –fecha en la que, desde 1845, los americanos celebran sus elecciones, cumpliendo con la tradición agraria y religiosa–, los pronósticos amenazan con un Trumpasso, versión americana del sorpasso europeo, salvando las diferencias, claro, en Estados Unidos no hay izquierda a la que adelantar por otro carril.

Y da mucho más miedo que el que expresaba Rocío Jurado al cantar aquella copla de Rafael de León: ♪ “miedo, tengo miedo”♪. Aunque, en el caso del Enfant TerRubius, no sería yo quien le dedicara ♪ “miedo de perderte” ♪ sino, más bien, este otro pasaje: ♪ “tiemblo de verme contigo”♪.

Es que es para echarse a temblar, la posibilidad acojona, reconozcámoslo. Y no solo por lo que podría sucedernos si él consigue su objetivo, sino porque tampoco nos gustaría encontrar la respuesta a la pregunta recurrente e inevitable: “¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto?”.

Dedica el periodista Francisco Reyero su último libro: Trump, el león del circo, al análisis de este fenómeno sociopolítico próximo a eclipsar a sus homólogos meteorológicos. El tornado Trump no llega a nuestras vidas azarosamente, la tormenta Donald no irrumpe porque sí, no es casualidad que un elemento como él, ese chiste de humor negro con patas; ese millonario provocador que presume de arrogancia y de una incorrección política que, de tan evidente y tan burda, es como una parodia; ese señor que ha comparecido en más de 3.000 juicios –ojo al dato–, pueda aspirar a la jefatura del Estado de Estados.

La política convertida en show es una horma perfecta para un showman y a este agitador sin límites morales le hemos hecho la campaña entre todos. Ni siquiera ha tenido que gastar dólares en anuncios, explica Reyero en su libro. Las teles repican cada una de sus campanadas una y otra vez, y nosotros ayudamos a multiplicar el efecto Trumpizador.

Trump vende porque entusiasma o indigna pero nunca deja indiferente. Trump concita la atención aunque sea a través del rechazo. Trump sube la audiencia, ¿what else?.

El personaje es perfecto para triunfar en el referéndum del share, esa máquina de titulares llamativos, tan alejados de la reflexión, el análisis y el razonamiento. Trump es garantía de éxito mediático y eso computa en las urnas.

Que un ser así tenga posibilidades reales de alcanzar la presidencia de los Estados Unidos, dice mucho de la sociedad americana en particular y del mundo en general. Trump es insuperable en este régimen de audienciocracia por el que nos regimos.

Y, ojo, el triunfo de Hillary Clinton, si llegara o llegase, no provocaría la ilusión que supuso el de su antecesor Obama. Más allá de la etiqueta de “demócrata” y del valor que implicaría ser la primera mujer presidenta de los Estados Unidos, Clinton tiene las luces y las sombras de quien ha sido Primera Dama y secretaria de Estado. En opinión de muchos, Hillary, más que la esperanza, sería “el mal menor” lo que sea menos Trump. Esto del “mal menor” está tan extendido...

Por decir algo positivo del personaje –no vayan a tacharme ahora de pesimista con lo romántica y positiva que acostumbro a ser–, Trump no desentona dentro del elenco de líderes mundiales que parece diseñado por un psicópata. Y otra cosa, no haría falta que el líder bailara Thriller a las puertas de la Casa Blanca el día 31 de octubre, con Donald siempre sería Halloween. Muy fan.

David Pérez, el célebre alcalde de Alcorcón

Ahora, si me permiten, vuelvo a invocar al Cigala y, con los ojos fuera de las órbitas, grito: ¡Atrás!

NOTA DE LA AUTORA: Les regalo esta reflexión de Seth Meyers en la que explica la difícil elección entre los dos candidatos:

El análisis mencionado comienza en el minuto 6:11 del vídeo

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