Plaza Pública

Una alternativa a la 'política posverdad'

Santiago Ipiña

Desde un punto de vista probabilístico, es posible decir que, en determinadas condiciones muy generales, la suma de un número suficientemente grande de factores, cada uno regido por una conducta propia y diferente a la de los demás, produce siempre la misma respuesta aunque los factores cambien. Y es posible decirlo porque la anterior afirmación es una traducción al lenguaje cotidiano de un teorema bien conocido de la Matemática llamado "central del límite" (aquí puede verse una descripción general). Que, con la intención de fundamentar algún tipo de argumento perteneciente al dominio de la cotidianidad humana, un escritor no estudioso de la Matemática pueda citar el teorema en un diario generalista es una cosa bien distinta a tratar su demostración, como se comprende fácilmente. Por razones análogas, un articulista iletrado en Derecho está verosímilmente legitimado a exponer en un diario generalista una situación social cuya solución debe enmarcarse necesariamente en el terreno del Derecho, sin que ello le suponga desarrollar, más allá de lo genérico, un argumentario jurídico.

Las reflexiones que siguen nacen de la consternación, el hastío y la impotencia ante, probablemente, el paradigma más conspicuo de la denominada era de la posverdad política. En dicha era, las afirmaciones políticas se construyen sin tener en cuenta su confrontación empírica, es decir, son falacias –puesto que no tratamos una materia abstracta – que se emplean cada vez más y tienen una capacidad de penetración en la ciudadanía cada vez mayor (véase aquí un artículo reciente sobre el término). De otro lado, el paradigma al que hago referencia queda definido por el incumplimiento de las promesas electorales.

También me gustaría destacar que gran parte de las ideas aquí expuestas pueden verse en un website que se originó con la doble intención de difundir un posible fin al incumplimiento de dichas promesas y, también, la de crear una iniciativa de adhesión a dicho fin, que no es otro, como puede fácilmente imaginarse por el título de este artículo, que el de reconsiderar que nuestros representantes políticos o bien queden obligados mediante mandato imperativo, o bien puedan ser apartados del cargo público cuando pierdan la confianza del representado.

Por citar otro reciente artículo, aunque de contenido e interés diversos al anterior, el sociólogo y asesor político L. Arroyo describe de forma espontánea el hecho de que "hay una aceptación sumisa a la mentira como parte del show. Una cosa son las promesas que se hacen en los mítines y otra la realidad del Gobierno". Una afirmación que acaso pueda justificarse, en parte, a partir de la hipótesis de D. Roberts (extraída del antes citado artículo de S. Gallego-Díaz) según la cual para entender por qué no reaccionan los ciudadanos ante tan flagrantes mentiras "hace ya tiempo que se sospecha que los votantes no se inspiran por los principios de la Ilustración; no reúnen datos, sacan conclusiones y eligen después al partido que más se acerca a esas conclusiones, sino que proceden de manera totalmente distinta. Primero eligen tribu, después adoptan los principios de esa tribu y finalmente eligen aquellos datos que apoyan esas posiciones, despreciando todos los demás".

Aún considerando que Roberts pueda tener razón, me pregunto si su hipótesis – que, en todo caso, no da pistas para entender la vía por la que se elige tribu –puede aclarar el hecho de que el ciudadano, en determinadas circunstancias, acepte siempre – por supuesto, una vez tiene claro su posicionamiento político – el que la naturaleza de la promesa electoral sea diferente a la de la realidad que le gobierna; es decir, ¿puede confiar en mi voto futuro un político que dice una cosa y luego hace, invariablemente, otra diferente? es una pregunta que el ciudadano acaso se plantee al tratarse de asuntos que pertenecen al terreno de la transversalidad (pensiones, impuestos, sanidad, etc).

Si bien es de resaltar que existe adherida al incumplimiento de las promesas electorales una suerte de mito - según este estudio realizado en España entre 1989 y 2008, entre el 70% y el 80% de dichas promesas se cumplen satisfactoriamente - me parece importante hacer notar al lector que el ciudadano no dispone de instrumentos de denuncia si su deseo es revelar este tipo de irregularidad. El origen de tal situación se halla en el artículo 67.2 de la Constitución española – "Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo" – y su desarrollo paso a exponer resumidamente a continuación.

Para aquellas personas que, como yo, tengan una memoria más frágil les recuerdo que un mandato político se llama representativo cuando posee la característica de ser general, libre, y no revocable. Bien puede pasar entonces que el representante tome acciones y vote aplicando su propio criterio, sin que tenga que respetar sus eventuales compromisos anteriores adquiridos frente a sus mandantes. Este concepto se opone al de mandato imperativo. De hecho, la democracia representativa reposa sobre el principio del mandato representativo. Los elegidos para conformar el poder deben poder disponer de completa libertad de acción de forma tal que no les obligue ni se sientan comprometidos a satisfacer un eventual pedido o una orden de sus electores.

Una paradoja, al menos a mi así me lo pareció, que para entender debe situarse en un contexto histórico. En efecto, en los estados absolutistas de hace un par de siglos, el modelo de relación existente entre representante y representado se parecía mucho al propio de una relación de Derecho privado, es decir, que el representante tiene que atenerse a las instrucciones del representado en relación con el negocio en el que debe de actuar en su nombre y representación. Este modelo del mandato imperativo impedía claramente el ejercicio de una acción representativa digna de tal nombre y llevaba a que las reuniones de las Asambleas absolutas fuesen más una reunión inconexa de delegados que la auténtica sesión de un órgano unitario.

Una consecuencia es que los teóricos liberales y los revolucionarios que tratan de construir un nuevo estado conviertan la supresión del mandato imperativo en un asunto de primordial importancia de los nuevos tiempos. Al mismo tiempo está surgiendo un nuevo sujeto, la Nación, quien como titular de la soberanía dicta la verdadera voluntad del Estado. Los representantes con su debate, deliberación y votación, contribuyen a configurar la voluntad nacional, pero no en función de los concretos intereses de sus electores y, menos aún, en calidad de mandatarios, sino como miembros del Parlamento Nacional, auténtica expresión de la nueva soberanía. En otras palabras, en la persona del representante se contiene toda la soberanía nacional y "la Nación no recibe órdenes de nadie" (Sieyès, 1789).

A la prohibición del mandato imperativo se acompaña la configuración de los votantes como cuerpo electoral, cuya tarea es elegir a la Cámara pero cuya voluntad no puede predeterminar en modo alguno la libre voluntad del representante. Esta concepción, que en buena parte llega hasta nuestros días, parece coherente y de hecho lo sería si las circunstancias ambientales y sociales a las que se aplica fuesen las de dos siglos atrás. Sin embargo, si esto fue cierto en algún momento del liberalismo más clásico e incipiente es evidente que ha dejado de serlo no ya en los albores del siglo XXI sino bastante antes (véase, "Sinopsis del artículo 67 de la Constitución española" de M. Alba Navarro, letrado de las Cortes Generales y Secretario General del Congreso hasta 2014).

Resulta que si en un primer momento del constitucionalismo la prohibición del mandato imperativo – una prohibición presente en diversos ordenamientos constitucionales europeos como el francés, el alemán, el italiano, el español, o hasta en el propio Parlamento Europeo– desvinculaba al representante de sus votantes o electores, en la actualidad es de resaltar la existencia de un nuevo elemento, el partido político, al que no sólo pertenece normalmente el representante sino a través del cual debe encauzar sus pretensiones si quieren resultar efectivamente electo. ¿Dónde encajar en este diseño el papel de los partidos políticos y la conocida disciplina de voto de sus integrantes? Porque lo cierto es que los representantes electos obedecen instrucciones; por ejemplo, en el Parlamento español el resultado de una votación es fácil imaginar sin más que contar los escaños de cada partido o grupo parlamentario.

Una circunstancia que debe destacarse al hablar de la prohibición del mandato imperativo y que bien puede calificarse como "prohibición del mandato imperativo asimétrica". En efecto, la prohibición funciona cuando del elector se trata, no funciona cuando del partido político o grupo parlamentario se trata.

Afortunadamente, el Tribunal Constitucional recuerda que "no es teóricamente inimaginable un sistema de democracia mediática o indirecta en la que los representantes estén vinculados al mandato imperativo de los representados" (STC 10/1983). A lo que M. Alba Navarro (2003) en la referida sinopsis del artículo 67. 2 añade que "la clara opción del constituyente por prohibir el mandato imperativo, con todo lo que de positivo tiene, requiere hoy en día una reconstrucción teórica que sirva para integrar en la relación representativa aquellas realidades que operan indudablemente en la misma y cuyo olvido o abstracción comportan el serio peligro de alejar a los ciudadanos y, en definitiva, al pueblo de la propia participación democrática".

Valga reseñar, en este sentido, que en la web de DRY (Democracia Real Ya), puede leerse en el apartado "Propuestas", la necesidad de celebrar, de un lado, a) referéndums obligatorios y vinculantes para las cuestiones de gran calado que modifican las condiciones de vida de los ciudadanos, y de otro, b) referéndums obligatorios para toda introducción de medidas dictadas desde la Unión Europea.

Pocas dudas caben al afirmar que estas propuestas pueden interpretarse como una exigencia, aún parcial, para que retorne el mandato imperativo pues, en efecto, el referéndum es una forma de democracia directa y su resultado vinculante supone la predeterminación obligatoria de la acción de gobierno a su resultado.

¿Y por qué no considerar otras alternativas? Por ejemplo, si se eliminara del texto constitucional la prohibición del mandato imperativo y puesto que que con el incumplimiento de una promesa electoral se rompe la confianza entre el elector y el partido político al que ha votado, existiría la posibilidad de ejercitar una vía de acción similar a la que en otros sistemas – como, por ejemplo, el norteamericano – se denomina recall, es decir, la destitución de un representante y su sustitución mediante un procedimiento que no es judicial sino político (véase una referencia aquí). Sin duda más complicado es tener presente que en lugar de un representante lo que tenemos es un grupo parlamentario o partido político, aunque en ausencia de disciplina de voto (lo que la prohibición del mandato imperativo no ha conseguido), la acción sería de naturaleza selectiva contra los miembros del grupo que hubieran incumplido la promesa electoral.

En resumen, manifestar que el mandato imperativo debe devolverse a su legítimo dueño, el pueblo, aunque con ello se precisen reformas constitucionales o/e institucionales, así como que la prohibición de dicho mandato desaparezca del texto constitucional, parecen consecuencias razonables. La libertad lo exige, la justicia lo reclama (véase, por ejemplo, este blog).

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