Plaza Pública

Paisaje después de la batalla

Pedro Díaz Cepero

La primera constatación es que el poder económico y financiero ya no oculta sus cartas. No tiene ningún pudor en enseñarlas. Antes las jugaba sibilinamente, urdían conspiraciones bajo la batuta mediática de  personajes que actuaban así para salvar a la patria. Ahora está mejor visto hacerlo por el futuro económico del país y la democracia. Recordemos la defenestración de Felipe González, confesada más tarde por Luis María Ansón o Pedro J. Ramírez, por citar algunos. Hoy, las élites económicas no se esconden, actúan a cara descubierta. A las declaraciones de varios de sus portavoces, a la propia CEOE,  hay que sumar la actividad del Consejo Empresarial para la Competitividad (CEC), formado en 2011 por quince grandes empresas más el Instituto de la Empresa Familiar (la suma de la pequeña y mediana empresa familiar que hace más representativo el conjunto) que viene actuando como lobby político, como think tank intervencionista en la reforma laboral, en la solución del crucigrama electoral y en lo que se tercie.

Para ello se produjo el asalto definitivo a los medios de comunicación tradicionales, completado con el diario El País, con lo que se consumaba la eliminación, o al menos neutralización (algún espacio comercial diferenciador había que dejarles)  de la única y más prestigiosa disidencia oficialista que quedaba. Así que, salvo algunos periodistas honestos que arriesgan en muy pocos de estos soportes y que, nos consta, sufren presiones a diario, el resto es información dirigida, controlada  y complaciente con dichas élites. Las mismas que se han cargado los convenios y la negociación colectiva y siguen abogando por una reducción y contención de los salarios, mientras los presidentes y el número de consejeros de las grandes empresas han aumentado en número y en retribuciones  durante la crisis. Luego se extrañarán de las movilizaciones.

Otra diferencia que cabe reflejar, consecuencia del acopio del espacio mediático, es la permanente y continuada campaña electoral.  No  hay por qué esperar a la convocatoria de elecciones, cuando uno tiene los medios de comunicación a su servicio acecha al adversario desde el primer minuto. No hay sosiego para la infamia y el atropello. Las principales cadenas de televisión, en horarios prime time, dedican espacios considerables a la política y a la economía, integrados en formatos compartidos con los sucesos y el cotilleo, haciéndolos así más fácilmente asimilables por las grandes audiencias. La banalización, la falta de profundidad y las generalizaciones sobresalen en el gallinero de voces de sus tertulianos. Algunos de ellos se caracterizan por su mala educación, su lenguaje cuartelero y, especialmente, por su  fidelidad a las consignas partidistas.  Todos sabemos quiénes son periodistas de verdad, y quiénes polizontes a sueldo. Pero  lo importante es comprender que estos programas son, casi siempre, una herramienta propagandística al servicio del establishment. 

Al elenco de actores del fin de fiesta electoral se han unido, como nunca, los líderes emblemáticos del PSOE, tanto los de la vieja guardia, acomodados en sus asientos de consejeros de eléctricas, gasistas, petroleras o energéticas, como los barones bien situados en sus feudos regionales. Hasta los antiguos conspiradores les han aplaudido. Triste espectáculo el de un partido que ha sacado a la superficie de la forma más cruda las contradicciones que hace tiempo le acechaban. Los errores continuados de un candidato díscolo, no se sabe muy bien si primero por hacer caso a la Ejecutiva y luego por no hacérselo a los poderes fácticos, o ambas cosas a la vez, han terminado por enfrentar a todos: al denostado aparato (que ha tenido que cambiarse por una gestora) y a los barones (alguno  quemado en la operación), con la militancia más lúcida y con los votantes más fieles.

Del lado de las llamadas fuerzas del cambio asistimos a movimientos, comprensibles desde el punto de vista de la descentralización de los programas políticos y de la importancia otorgada a la autonomía de los círculos regionales, pero peligrosos en cuanto a conseguir la unidad necesaria para  conseguir el voto y ganar unas elecciones generales. El juego de “las marcas” dentro del movimiento progresista, si es mal entendido, dudo que tenga consecuencias positivas. Además de dar munición a la competencia política (son una sopa de letras, es imposible que se entiendan, se pelean entre ellos, etc.) propenden a la aparición gratuita de facciones y guerras intestinas de desgaste. Y es que la concepción personalista de los liderazgos debe rendirse a la condición unitaria de los acuerdos. El principio de la unidad debe prevalecer sobre rivalidades, divergencias y regionalismos mal entendidos. Sólo la alianza entre los partidos de la izquierda y las organizaciones de carácter progresista (sindicatos, asociaciones, movimientos independientes, etc.)  pueden llevar a una victoria electoral de las fuerzas del cambio en nuestro país.

Mientras tanto, la derecha política camina con objetivos muy claros, prietas las filas. Tienen el  monopolio de los medios de comunicación, especialmente de los tradicionales, la máquina inquisidora contra el rival bien engrasada con las aportaciones del poder económico, y cuentan con un alter ego como Ciudadanos, dispuesto a echar una mano en caso de apuro, como se ha demostrado. Por otro lado, les beneficia la pirámide demográfica, que no evoluciona a favor del voto joven, siempre más inclinado hacia posiciones de izquierda. ________________

Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor.

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