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De revoluciones y de Reyes

Escribo el Día de Reyes, la víspera de la mañana en que usted, amable lector, tiene a bien prestar atención a estas líneas. Guardo aún en la memoria recientísima el estrépito de las risas y los juegos de los niños, del papel roto con incontenida ansiedad, de la sorpresa y alguna decepción porque lo recibido no es exactamente lo pedido o lo esperado.

Tengo la fortuna de poder pasar este trámite de la mañana de Reyes con cierta holgura sin tener que acudir a la generosa aportación de familiares o de oenegés, o a explicarle a los niños que un año más los de Oriente han pasado de largo. Entre algunas personas cercanas o familiares sí ha habido que lidiar con las escaseces e inventarse explicaciones más o menos creativas para justificar el desajuste entre lo pedido y lo que apareció junto a las zapatillas.

Pero incluso en esos casos los adultos solemos aguantar el tipo y dejar que este día sea para los niños lo mismo que fue para casi todos nosotros en cualquier tiempo y condición: un día de sorpresas y alegrías, el día más intenso y rico de las Navidades, quizá hasta de todo el año. Pero acaso esto sea sólo la mirada de un tipo integrado en el sistema. Qué digo integrado: impulsor, responsable y hasta vigilante de una forma de entender las cosas pegada a "lo de siempre".

Soy de Reyes Magos más que de Papá Noel y me gusta que en las cabalgatas se vistan de lo que son y mantengan su género y condición. Por eso me pareció patéticamente paleto lo de vestirles de vela en Madrid el año pasado –tanto, por cierto, como el famoso "no te perdonaré jamás"– o poner en algún lugar de cuyo nombre no quiero acordarme a Reinas Magas en lugar de los barbados caballeros de siempre.

Esto de la Navidad seguramente es una argucia del sistema para mantenernos a todos sometidos a las voluntades y los oscuros intereses de las multinacionales o la burguesía juguetera, que es también muy poderosa, pero me quedo con la emoción de los reencuentros y los abrazos y las alegrías de los niños y los gestos de la buena gente que se desprende de lo suyo para que quienes no llegan puedan al menos tener algo diferente en estos días.

Como soy parte de ese sistema, me ha parecido una gilipollez digna de Guinness –récord para figurar, o cerveza para olvidar, como usted guste– eso de la llamada Asamblea Nacional Catalana y Omniun Cultural de darle al personal que asistía a la cabalgata de Vic, retransmitida por TV3, farolillos con la bandera estrellada (perdón, estelada).

Afortunadamente, no sólo me lo ha parecido a mí, también Esquerra Republicana se desmarcó de la historia un par de días después de que el diputado Gabriel Rufián hiciera lo propio. Y, lo que es más importante, al personal en la calle tampoco le ha debido parecer una grandísima iniciativa… y ahí han visto ustedes las reacciones: apenas unos cuantos farolillos en Vic y alrededor de 2.000 en toda Cataluña.

Existe una cierta tendencia entre gentes que van de radicales revolucionarios a poner en solfa todo lo que viene de lejos, todo lo que les suena a tradición aunque sea algo tan arraigado entre el personal como las Navidades, los Reyes o las fiestas del pueblo. Con algún matiz, porque, por ejemplo en Cataluña, los neorrevolucionarios se oponen a las corridas de toros pero no a quemarles los cuernos y los ojos, porque lo primero es español y lo segundo les suena algo más cercano.

Es ese papanatismo que lleva a los animalistas a cuestionar la hípica porque se somete al caballo o a algunas autodenominadas feministas a cabrearse ante cualquier gesto no ya galante sino simplemente educado. Y podría poner unos cuantos ejemplos más de cretinez institucional porque éste año recién terminado, sobre todo en ayuntamientos y organismos gestionados por "la revolución antisistema", han estado a punto de nacer unas cuantas ocurrencias "revolucionarias" que finalmente sólo vieron la luz de palabra.

Trump y la 'modernidad líquida'

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Bastante han tenido con ajustar cuentas e ir aprendiendo a lo largo de los meses que predicar y dar trigo no son la misma cosa y que a veces las revoluciones tiene que esperar por las necesidades reales de la población o el peso de una realidad social que sólo han entendido cuando les ha tocado gestionarla.

Vic es un ejemplo y quizá pueda ser una lección de la distancia entre los que quieren nuestro bien y el bien que queremos nosotros… no sólo los que se supone que formamos parte del sistema. Lo de Vic y quizá lo de Podemos, con un Errejón a punto de ser enviado al Gulag que hace unos días reprochó en público a sus compañeros de partido que no se hubieran cortado en sus críticas ni el día de Nochebuena, en que también le frieron a wasaps y en Twitter.

Quién sabe si la magia de la Navidad va a ser que éstos abanderados del antisistemismo –o del cambio de sistema, para ser más precisos– vean la luz y se enteren de que cambiar las cosas sin contar con los afectados es posible que no sea el camino más inteligente ni el más eficaz.

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