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Tiempos Modernos

Veneno en la red

La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos está teniendo imprevisibles consecuencias. Una de ellas es ver a los gobernantes preocupados por la verdad. Las noticias falsas (fake news) se han convertido en un problema global.fake news No hay gobierno que no tema el efecto que la proliferación de estas noticias inventadas con apariencia de información veraz pueda tener en el discurrir de los acontecimientos políticos, especialmente si hay elecciones a la vista. El fenómeno de las fake news no es nuevo, pero ha cobrado una notable importancia durante la campaña a la presidencia norteamericana en la que muchos ciudadanos de ese país han dado por ciertos titulares surgidos en el universo internet que afirmaban que el Papa apoyaba a Donald Trump, que Hillary Clinton había vendido armas a ISIS o que había aparecido muerto un agente del FBI sospechoso de haber filtrado correos de la candidata demócrata.

El sesgo ideológico, que en un primer momento fue la principal motivación de este tipo de invenciones, pasó a un segundo plano cuando algunos comprobaron que las numerosas visitas que recibían las páginas donde se alojaban estas noticias generaban, gracias a la inserción publicitaria, considerables beneficios. Eso explica que, como se ha demostrado, algunas de esas páginas destinadas en su mayor parte a una audiencia pro Trump, fueran creadas en Macedonia. Mentiras de importación, por tanto, a las que Donald Trump no parece interesado en poner aranceles.

¿Dónde está la novedad?, pueden preguntarse ustedes. ¿Qué diferencia esos titulares de hoy de aquel rumor que situaba en una misma habitación a Ricky Martin, un armario, un perro, una adolescente y un tarro de mermelada, este último en contra de su voluntad? La diferencia fundamental, más allá de que hoy la propagación de una historia así cuenta con las redes sociales como hercúleo aliado, es que aquello que nunca ocurrió en Sorpresa-Sorpresa jamás fue publicado como noticia, como sí ha sucedido por ejemplo en Alemania con informaciones que afirmaban que Angela Merkel había formado parte de la Stasi o que es hija secreta de Hitler. O, en un tono menos divertido, que una niña fue secuestrada y violada en Berlín por refugiados.

La historia recibió una amplia cobertura por parte de medios rusos y alemanes. La policía aclaró inmediatamente que la noticia era intencionadamente falsa pero no pudo impedir que su rápida expansión a través de internet provocara que cientos de personas salieran a la calle a protestar junto a grupos de extrema derecha y anti islam. Sergey Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores ruso, incluso acusó a Merkel de haber “guardado el caso bajo la alfombra”. En busca de una explicación a este asunto crece la sospecha de que la historia fue difundida en primer lugar por webs rusas con la intención de socavar la política de refugiados de Merkel, enemiga clave de Rusia en su postura sobre Ucrania.

Comprenderán ustedes que, ante las elecciones presidenciales del próximo otoño, el ejecutivo alemán esté preocupado por las noticias falsas. No son los únicos. El parlamento británico ha creado una comisión para  detectar y prevenir este tipo de publicaciones. Otro ejemplo: el gobierno checo va a crear una unidad de funcionarios especializada en combatirlas, fundamentalmente aquellas que tratan sobre inmigrantes y que, según ellos, están propagadas por sitios web apoyados por el gobierno de Putin. Un antecedente a esta decisión podría ser, salvando las distancias, Madrid Versión Original, la web creada por el ayuntamiento de la capital para “rectificar y matizar informaciones aparecidas en los medios de comunicación” que el consistorio considerara inexactas. A día de hoy la página no parece haberse actualizado desde el cuatro de octubre del pasado año, cuando se desmentía un titular de La Razón que afirmaba: “Los agentes de movilidad cobrarán más si multan más”. Pueden haber ocurrido dos cosas: o bien la idea se ha dejado morir o bien el cuatro de octubre supuso un punto de inflexión a partir del cual la información ofrecida por los medios acerca del Ayuntamiento de Madrid ha sido rigurosa e imparcial, lo cual parece difícil dado que, por ejemplo, La Razón sigue publicándose.

En Italia el tema también adquiere protagonismo y genera opiniones que van desde la llamada de atención sobre el problema del ministro de Justicia, Andrea Orlando, que se muestra vagamente partidario de una acción legislativa, hasta quienes piensan que una regulación de ese tipo  podría derivar en una especie de censura. No ha faltado tampoco la opinión de Beppe Grillo –una clara muestra de que un mal cómico puede hacer más daño fuera del escenario que dentro de él– que propone la institución de tribunales populares para juzgar el rigor del trabajo de los periodistas.

La preocupación no es únicamente de los políticos. Samuel Laurent, el jefe de la sección de fact-checking (verificación de hechos) del diario francés Le Monde, afirmaba en una entrevista que, pese a que no existe en Francia una gran presencia de noticias falsas, sí se percibe un incremento de la manipulación y distorsión informativa particularmente durante periodos electorales y, a su juicio, la próxima campaña a la presidencia va a estar tensada por ese tipo de noticias.

Lo cierto es que ahora que el debate sobre las “fake news” parece haberse instalado en la mayoría de países, algunos periodistas norteamericanos andan ya preguntándose si el término tendría que dejar de usarse después de que el principal beneficiado por el ejercicio de esta práctica, Donald Trump, se haya apropiado del concepto para usarlo como arma con la que atacar a los medios. También los anima al abandono el que su uso se haya extendido y se utilice ya tanto para referirse a las noticias falsas como a opiniones ultras, teorías conspirativas, errores periodísticos de medios habitualmente respetables o “clickbaits” (literalmente, “cebos de clicks”, esos titulares llamativos que no expresan exactamente lo que el cuerpo de la noticia dice).

Se llame como se llame, el efecto que el consumo de información en mal estado produce en la ciudadanía es el equivalente sanitario a una pandemia social,  no sólo por el contexto globalizado en que se expande sino también por los males que provoca. La mala información, deglutida sin descanso gracias al continuo suministro que proporciona internet, convierte a determinados individuos en cuerpos tóxicos que, a su vez, irradian el contagio a otros individuos propagando la infección de manera exponencial si, además, son usuarios de redes sociales. Las semejanzas con una epidemia son tantas que ni siquiera podemos afirmar que esa infección no pueda poner en peligro vidas, sobre todo después de lo visto en el “Pizzagate”, una progresión de falsedades en internet que culmina con un señor entrando, fusil de asalto en mano, en una pizzería de Washington para comprobar si es verdad que en su sótano se oculta una red de pederastia relacionada con Hillary Clinton. Hay también una particularidad que hace a este virus más peligroso que los habituales: la convicción por parte del inoculado de que el enfermo no es él sino los otros.

A todos nos iría mejor si aplicásemos al consumo de información las mismas prevenciones que aplicamos al consumo de alimentos. Si antes de ingerir una noticia nos preocupáramos por conocer su trazabilidad el mundo sería muy distinto a éste en el que ante determinada noticia –sobre todo si parece sincronizada con nuestra ideología– la mayoría actúa con la misma voracidad suicida que Cañete con los yogures.

Un trabajo similar a esa cata informativa es el que están llevando a cabo algunos centros de enseñanza secundaria norteamericanos que, dentro de un ciclo denominado Civic Online Reasoning (razonamiento cívico online), imparten una serie de lecciones desarrolladas por investigadores de la Universidad de Stanford y que tienen como objetivo proporcionar a los alumnos algo así como una alfabetización mediática.

Lo cuenta la revista Slate, que describe cómo, en uno de los ejercicios, los alumnos de un curso de historia en la Aragon High School de San Mateo, California, someten a escrutinio la página web minimumwage.com (salario mínimo) y concluyen que es una fuente fiable e imparcial de hechos y análisis. La web incluye reportajes de investigación, gráficos, vídeos y si pinchas en la pestaña “Sobre” accedes a la descripción del sitio como el proyecto de una “organización sin fines de lucro” llamada Instituto de Políticas de Empleo.

Luego, el profesor les demuestra, con un par más de clics, entre ellos la visita a una organización dedicada a la identificación de grupos de presión, que el citado instituto ha sido creado por lobistas de la industria hotelera precisamente contra la subida del salario mínimo. El reportaje menciona también el resultado de un estudio de la Stanford University que demuestra que, a pesar de la reputación de nativos digitales, los jóvenes no están preparados para distinguir entre hechos o ficción en los contenidos online. Y, como afirma uno de los profesores, y ustedes podrán imaginarse, esa carencia no es atribuible sólo a los jóvenes, se extiende a gran parte de la sociedad.

Es posible que la clave para luchar contra la manipulación informativa en todas sus manifestaciones, ya sean noticias falsas, información sesgada o teorías conspirativas, esté en esta nueva alfabetización mediática. Al menos si atendemos al resultado de una investigación con jóvenes norteamericanos entre los 15 y 27 años entrenados en estos ejercicios que confirma  que, tras realizarlos, acabaron siendo mucho menos proclives a creer determinadas informaciones no contrastadas, incluso aunque fueran  coincidentes con su posicionamiento ideológico.

Aunque también advierten que una cosa es el criterio y otra la motivación para usarlo: si encontramos un titular tentador y que además reafirma nuestra perspectiva ideológica ¿por qué estropearlo intentando contrastarlo? Si estás comiendo en un fast food, mejor no pidas que te analicen la hamburguesa.

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