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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Tiempos Modernos

¡Visca la Pepa!

La Asamblea General de Ciudadanos celebrada durante el pasado fin de semana ha eliminado la socialdemocracia como referente ideológico del partido. Si alguna otra formación considera que le queda bien a su ideario puede atribuírsela, está sin estrenar. Albert Rivera proclamaba el cambio de inspiración doctrinal con una pomposa frase: “Los liberales de Cádiz han vuelto para gobernar España”.

Así, lo que en principio fue una plataforma cívica nacida a la vida política en Cataluña para luchar contra lo que ellos consideraban “nacionalismo obligatorio” y que, al amparo de su posterior éxito, se convirtió en franquiciado en el resto de España, ha encontrado en el otro extremo peninsular su razón de ser.

Casualmente, cuando leo la noticia estoy en Rota, a un tiro de piedra de un Cádiz presente siempre en el horizonte de este pueblo cuando te asomas al mar.  Entiendo la decisión de Albert: es imposible no sucumbir a la luminosa seducción de esa ciudad y su gente, imposible resistir la tentación de establecer con ella algún vínculo. Antonio Burgos, por ejemplo, lleva años queriendo ser de Cádiz pero no le sale. En lugar de conseguirlo, sus intentos perpetrados habitualmente mediante el remedo de una gracia que en él se convierte en  pringue rancia, obtienen siempre el resultado contrario al deseado. Buscando ser de Cádiz, Burgos consigue transformarse en lo peor que en Cádiz se puede ser: un malaje. En la pura acepción del diccionario: “Desagradable, que tiene mala sombra”.

La aproximación a Cádiz de Rivera también tiene su peligro. Su referencia a los “valientes” constitucionalistas gaditanos y su intención declarada a la prensa de liderar gobiernos desde el centro político y con un ideario liberal progresista heredado de ellos, me han recordado el libro de Miguel Herrero de Miñón Cádiz a Contrapelo. 1812-1978 dos constituciones en entredicho, publicado en 2012 coincidiendo con el bicentenario de la Pepa. Desde entonces se ha convertido para mí en un libro de cabecera. Y digo de cabecera porque cada vez que intento leerlo me quedo frito. No es culpa del libro. Soy yo, que madrugo y luego me acuesto tarde.

Aunque tal vez no sea esa la única razón. Herrero de Miñón es un personaje lúcido, culto, deslumbrante, al que la llegada de Aznar a la presidencia del PP alejó de los populares para mal no sólo de ellos sino de la política en general. Tengo por él la más alta consideración, la misma que me obliga a admitir leyendo este libro que no estoy a su nivel y, en consecuencia, no soy capaz de pasar del prólogo. He encallado en la página 9 cuando, tras explicar que sobre la Constitución de 1812 se ha tejido un relato mitológico que deforma la realidad histórica dice: “En los mitos antropológicos, incluidos los religiosos, superado el racionalismo ingenuo suele prevalecer la interpretación metafórica y precisamente sobre ella se construye la empresa, crítica primero y hermenéutica después, de la desmitologización”. Ahí ya me duermo.

En ocasiones he intentado saltarme esa parte por ver si avanzo pero no hay manera porque, de pronto, te encuentras: “Cuando el significante se cosifica en la certidumbre de los hechos termina por excluir al significado que los hechos, reales o no, sugieren. Para utilizar términos procedentes de otros pagos, cabe decir que la pesadumbre del mito llega a sepultar el kerigma”.  En kerigma, caigo muerto. Lo he comprobado.kerigma A partir de las doce de la noche, tres conceptos abstractos seguidos de Kerigma tienen para mí el mismo efecto que un Valium.

Lo que quiere decir Herrero de Miñón en este libro, por lo que he podido colegir de su contraportada, es que sin discutir la importancia y relevancia de la Constitución de 1812, “su progresiva mitificación ha llevado a desconocer sus defectos […] y a imputar a factores exógenos el fracaso de sus diferentes experiencias en España, Europa y América”. También se detiene en señalar que ese mito que sitúa en Cádiz el germen de la identidad nacional española no sólo es erróneo sino “lesivo para dicha identidad”, llegando a afirmar que “la Constitución de 1812 no surgió del consenso nacional sino de la opción de media España sobre la otra media, y semejante tajadura todavía gravita sobre nuestra conciencia colectiva”.

¿Debe Albert Rivera sentirse preocupado por la interpretación que este prestigioso jurista y padre de la Constitución del 78 hace de unos acontecimientos que, desde el pasado domingo, inspiran ideológicamente el partido que preside? ¿Corre el riesgo Ciudadanos de que su referente gaditano que, recordemos, establecía la soberanía popular, la división de poderes y la libertad de imprenta pero no abolía la esclavitud, ni permitía el voto a las mujeres y consagraba la religión católica como oficial del estado español prohibiendo además cualquier otra, les represente más allá de lo deseable? Esto es, que contribuya a reafirmar esa imagen atribuida por algunos a Ciudadanos de indefinida conveniencia como disfraz de su verdadero ser conservador. Y, sobre todo, ¿es legítimo que alguien que no ha leído un libro lo utilice para dar solidez a sus argumentos?

Sobre este último particular me siento avalado por lo acontecido en el año 2005 cuando, ante la inminencia del referéndum de la Constitución Europea, surgió alentada por el gobierno la Plataforma Cívica por Europa para incentivar el voto afirmativo; plataforma que integraban intelectuales y artistas entre quienes, sorprendentemente para algunos, se encontraban los miembros del dúo sevillano Los del Río. En uno de sus actos, un periodista les transmitía su extrañeza a verles formar parte de esa entidad promotora del sí, a lo que uno de ellos manifiestamente indignado respondía con inapelable lógica: “¡Hombre, por Dios! ¡¿Cómo vamos a estar en contra de algo que no hemos leído?!”.

Volviendo a Rivera, la sensación, tras esa repentina conversión al liberalismo gaditano del presidente de la formación naranja, es algo parecido a la actitud de esos nuevos ricos que, tras la mudanza a un hogar más amplio, deciden encargar un estudio heráldico para tapar con un escudo de armas un hueco en la pared de salón.

Hay, además del libro citado, una lectura que encarecidamente recomiendo a Albert Rivera. Se trata de un artículo publicado hace un par de años en El País por el catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid José Álvarez Junco –éste sí leído al completo en una noche de insomnio–. Lleva por título Cuando éramos libres y felices y en él se refiere a esa candidez interesada con que la retórica política viaja al pasado en busca de antecedentes que justifiquen un presente determinado, sin pudor a deformar a su antojo en el camino el tiempo histórico que visita.

Según el autor, también los constitucionalistas gaditanos, que no podían acudir ni al racionalismo ni a los conceptos revolucionarios importados de una Francia a cuyo ejército combatían, para dar razón de su empeño constitucional, encontraron en el historiador de la época Martínez Marina, y en su invención de una imaginaria monarquía medieval cuyo poder embridaban unas cortes, el pasado feliz al que la Pepa les llevaba de vuelta.

Resulta paradójico que Rivera, tan contrario a ciertos nacionalismos, muestre ahora una debilidad que Álvarez Junco atribuye, sobre todo aunque no en exclusiva, a ellos. Concluye el artículo con un párrafo que a continuación les retuiteo.

“No hay el menor indicio de que haya habido tiempos felices en el pasado humano. Lo que constatan los documentos existentes son constantes quejas de nuestros ancestros por los malos tiempos que les ha tocado vivir. Tampoco es cierto que los reinos peninsulares vivieran bajo un régimen “liberal” o “constitucional” en la Edad Media; ni que Cataluña fuera “independiente” antes de 1714; ni que los vascos lo hayan sido siempre (ni nunca)… Las propuestas políticas son legítimas en sí mismas, sin necesidad de apoyarlas en mitos. Debatámoslas, considerando simplemente sus ventajas e inconvenientes actuales. Quizás así nos entendamos mejor.”

Amén, o como dirían los liberales gaditanos para mostrar su conformidad con lo escrito por José Álvarez Junco: “¡Qué arte, Pepe, picha!”

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