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@cibermonfi

La primavera en Lisboa

Podemos parece haber salido de Vistalegre II menos dañado de lo que la mayoría de los analistas preveíamos. Puede servir de indicio el indisimulado despecho con que el resultado de ese congreso ha sido acogido por los políticos, tertulianos y medios del régimen. No se produjo la desintegración de Podemos que deseaban, ni tan siquiera la victoria o gran exhibición de fuerza de la candidatura con la que simpatizaban a ojos vista.

Intuyo que el principal mérito estriba en la militancia de ese movimiento. Dentro de su pluralidad de ideas y sentimientos, la mayoría expresó un claro deseo de unidad y un rechazo a las operaciones conspirativas y politiqueras. Señaló también que no ve incompatibles la acción en las instituciones y la acción en la calle. Y descartó la posibilidad de domesticarse.

Los portavoces del régimen emplearon de inmediato el arsenal de estigmas que dedican a aquellos que les dan susto: radicales, izquierdistas, bolcheviques, rojos, leninistas… ¡Habrían sido tan felices si Vistalegre II hubiera terminado como el rosario de la aurora! Su esperanza no era absurda: había sido alimentada en las semanas anteriores por el espectáculo de narcisismo adolescente protagonizado por ciertos dirigentes de Podemos.

Podemos, no obstante, no debería cometer ningún error en bastante tiempo. Ha perdido plumas en los últimos meses del pasado año y comienzos del presente. Un velo de desconcierto y desilusión empaña ahora la mirada de parte de su público.

¿Qué significa el resultado de Vistalegre II para el porvenir del conjunto del campo progresista español? Se me ocurren tres respuestas. La primera es que, a trancas y a barrancas, sigue en pie el principal pilar político del deseo de un cambio profundo expresado por el 15-M. A diferencia del resto del planeta, el justo cabreo de las clases populares y medias con la desvergüenza de las élites económicas y financieras continúa expresándose en España de un modo progresista, y no ultraderechista.

La segunda es que resulta difícil imaginar que Podemos y sus actuales aliados logren constituir por sí solos una mayoría social, cultural y electoral suficiente para llegar a La Moncloa en dos o tres años. Es algo improbable, salvo que se produzca una grave recaída en materia de corrupción o injusticias, o algún otro tipo de desastre colosal.

Supongamos que un Podemos que a partir de ahora fuera irreprochable –me refiero a los reproches que pueda hacerle su gente, no Inda o Cebrián- terminara conquistando los corazones y las mentes de un cuarto del electorado en las próximas elecciones generales. Sería un resultado excelente, pero insuficiente para gobernar en solitario.

Coronación en Madrid

Así que la pelota ha pasado al terreno del PSOE, y esta es mi tercera conclusión. Los socialistas tienen que decidir si quieren volver al Gobierno por la izquierda o por la derecha. Aliados con Podemos, Izquierda Unida y compañía, o socios de uno u otro modo del PP y Ciudadanos. Para comenzar la reforma a fondo del régimen del 78 o para mantenerlo con apenas un ligero maquillaje. Para hacer una reforma fiscal mínimamente justa o dejar las cosas como están. Para construir una España federal o mantener este modelo. Para intentar impulsar una nueva Europa de los ciudadanos o seguir apuntalando la decadente Europa de las élites.

Más allá de los debates sobre nombres contingentes –Pedro Sánchez, Susana Díaz o Perico de los Palotes-, la militancia socialista va a tener que escoger en los próximos meses entre dos vías: cambio o statu quo. Y con ello va a tener que definir su voluntad de alianzas. La idea de que pueden recuperar en esta legislatura buena parte de sus 5 millones de votos perdidos, volviendo a convertirse así en una fuerza autosuficiente como en tiempos de Felipe y Zapatero, parece tan quimérica como la de que Podemos pueda pasar de un cuarto del apoyo electoral. Al menos, insisto, en esta legislatura. En uno y otro caso.

Intuyo que, como ya ocurrió el pasado año, cualquier futuro candidato verdaderamente progresista a La Moncloa necesitará cocinar un puchero a la portuguesa para desalojar al PP.

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