Qué ven mis ojos

No hace falta haber estado en la escena del crimen para haberlo cometido

“La política es el arte de pasar de las palabras a los deshechos”.

Solemos decir que tenemos cinco sentidos, pero es nada más que por resumir y porque nos centramos exclusivamente en los que van de fuera a dentro: el olfato, la vista, el gusto, el tacto y el oído se despiertan sólo si hay algo que saborear, que escuchar, que acariciar, etcétera. Pero hay otros sentidos que van de dentro a fuera, a los que no puede darse una explicación física sino moral y que se pueden tener o no tener, según la condición de cada persona, sus niveles de inteligencia, honradez o  dignidad: el sentido común, el del deber, el de la proporción, el de la justicia o uno del que se habla mucho y sin embargo abunda poco: el sentido de la responsabilidad. Por haber, existen hasta los sinsentidos e incluso, según se nos dice con frecuencia, hay líderes políticos que tienen sentido de Estado. Aunque de estos últimos conviene no fiarse: cuando nos juran que si los seguimos llegaremos a un paraíso donde sean iguales las hipótesis / y las profecías, como dice en su último libro, O Futuro, recién publicado por la editorial Pre-Textos, el poeta Abraham Gragera, lo que en realidad quieren decir es que pase lo que pase, aunque eso sea justo lo contrario de lo que pronosticaron, ellos tendrán razón. El cinismo es el primer mandamiento de esa gente envuelta en una bandera.

En España, el sentido de la responsabilidad y el de Estado son muy populares, se invocan continuamente, sobre todo por parte de los partidos de toda la vida, que parecen creerse sus propietarios, y de vez en cuando son su as en la manga, su última bala: tengan cuidado, lo que van a elegir es entre nosotros o el caos, el sistema o su destrucción. Es normal: dejar las cosas tal y como están supone que sigan saqueando el país y salvándose de la cárcel, porque aquí el agua sucia se queda en los charcos de la calle, nunca crece hasta alcanzar los despachos más altos. De hecho, nunca llega ahí, la jefa o el jefe lo son a la hora de los discursos, cuando llega el tiempo de repartir las culpas, se quedan al margen, señalan con el dedo a sus subordinados y quedan impunes. ¿No es un poco raro que en un lugar donde se roban tantos millones de euros de dinero público haya tan pocos cargos públicos entre rejas? El dinero va a Suiza en línea recta, pero el camino a prisión de quienes se lo llevan está lleno de curvas.

La antigua alcaldesa de Valencia, tristemente fallecida, Rita Barberá, no se enriqueció personalmente, se afirma, pese a que lo hiciesen todos los que estaban bajo sus órdenes; su colega en la Generalitat, Francisco Camps, tampoco; Esperanza Aguirre, en la Comunidad de Madrid, lo mismo, y cuando alguien se atreve a sospechar de ella, se defiende jurando sobre una Biblia, si es necesario, que lo que pasó es que algunos colaboradores le salieron rana; y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, tampoco: sus tesoreros vaciaban las cajas, su partido se financiaba ilegalmente, se hacían chanchullos por tierra, mar y aire, se otorgaban obras de forma fraudulenta y se cobraban comisiones… pero él no se enteró de nada. Ni él ni nadie. Claro, y Charles Manson no estuvo en la casa de Polanski y Sharon Tate en Beverly Hills, pero lleva cuarenta y cinco años en prisión, como líder de la banda satánica que le obedecía e inductor de los crímenes que allí se llevaron a cabo. No hace falta haber estado en el lugar del crimen, para haberlo cometido.

Ahora, el juez Eloy Velasco ha tomado la decisión de seguir investigando lo ocurrido en la Comunidad de Madrid durante el mandato de la condesa de Bornos, y va a llamar a declarar como imputados del caso Púnica a dos altos cargos del PP en esa época y a algunos empresarios que expliquen las irregularidades cometidas en Fundescam y el cobro de mordidas gracias a los contratos de publicidad que se hacían para vender diferentes obras que, en muchos casos, nunca llegaron a terminarse: en los solares de la famosa Ciudad de la Justicia saltan hoy felices las liebres, pero en su momento pasearon de norte a sur los maletines llenos de dinero negro. La caja B es una caja de Pandora, y si de verdad se abre, desencadenará una catástrofe en la calle Génova. “No se dejen asustar”, dicen los autores y los presuntos cómplices del desfalco, “otros lo habrían hecho aún peor y han venido a poner en peligro nuestra democracia, y ellos son el verdadero enemigo”. Aún hay quien les cree, de buena fe o porque son los suyos y, por lo tanto, el resto son el adversario. Tantos no caben / en la palabra prójimo, dice Abraham Gragera.

Las pesquisas que sigue de nuevo el tribunal van en uno de los sentidos que antes enumeraba y que, como suele decirse, es el menos fácil de encontrar en la mayoría de las personas: el sentido común. Porque es de cajón que lo único que hace falta para demostrar de qué modo funcionaba el mecanismo de la corrupción es relacionar las donaciones recibidas por el PP con las adjudicaciones de contratos públicos a quienes las realizaron. Se trata de establecer una simple relación de causa y efecto. Sin embargo, parece fácil y hasta hoy ha sido imposible. “Ellos nos daban los billetes a cambio de nada y nosotros les dábamos el trabajo con el que se enriquecían, pero sin que una cosa tuviera nada que ver con la otra”, repiten una y otra vez, quizá porque de tanto dedicarse a la construcción se les ha vuelto la cara de cemento.

Las cloacas del poder están arriba, en los despachos de la planta noble de los edificios; pero lo que ocurre una y otra vez es que la policía llega, en el mejor de los casos, hasta las puertas de los subjefes, nunca hasta las de quienes estaban por encima de ellos. Y después, cuando la cosa se pone fea, unos son la coartada de los otros y si se han visto, no se acuerdan. Será que son iguales que los protagonistas de otro de los poemas del libro de Abraham Grajera, y por eso se comportan lo mismo que ellos, como dos que soñaran / el uno con el otro / sueños distintos / y al mirarse dijeran / qué extraño / que sólo uno de los dos recuerde / lo que los dos hicimos.

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