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El hombre que pudo reinar

Lleva tiempo Trump dando pistas de su concepto de poder. Desde el principio ha quedado claro para cualquiera que no quisiera ver otra cosa, que su idea de gobernar un país o influir en el gobierno del mundo no iba a desviarse de la forma en que gestiona su imperio empresarial. Un tipo con rasgos evidentes de ser inmaduro, iletrado, gestual y anímicamente violento, intolerante a cualquier insinuación de cambio de opinión, vanidoso hasta el empacho y convencido de que él es el centro del Universo sólo puede mantenerse en el poder en un escenario político de dictadura, de liderazgo imperial como el que ejerce sobre sus empresas.

Pero gobernar un país no es gestionar una compañía: en una democracia, incluso aunque ésta sea imperfecta o esté contaminada, hay contrapesos de poder y convenciones formales que salvaguardan el sistema e impiden que los poderosos traspasen la frontera hacia la dictadura. Insisto, por muy discutible que sea el régimen, por influyente que sea una minoría social, o un sector como las finanzas, o un colectivo como el religioso, la formalidad democrática tiene reglas y éstas han de cumplirse.

La impresión que transmite hoy el empresario que preside los Estados Unidos es que no sólo no ha tenido en cuenta el más elemental criterio de prudencia en su actuación, sino que está abrazando comportamientos de primate acosado, de generalote en dificultades que se ahoga en el fango de su propia megalomanía, como esa respuesta a la presión  proclamándose el “político más acosado de la historia”. Lo cual resultaría inquietante si los resortes de contrapoder en Estados Unidos no funcionaran adecuadamente, o, si prefieren los menos ingenuos, si la élite de poder en el país de Trump no estuviera empezando a tomar cartas en el asunto de la peligrosa continuidad del tipo que se les coló en la fiesta inesperadamente.

El nombramiento del fiscal especial para investigar el culebrón de la pasión rusa, y la intempestiva reacción del neomonarca absoluto de la Casa Blanca, apuntan en la buena dirección, en la del engrase del contrapoder y ofrecen la esperanzadora y saludable perspectiva de un juicio político que acabe con la carrera de este tipo de talante bananero y aparentemente dispuesto a hacer y deshacer sobre la vida y hacienda de sus conciudadanos siguiendo y persiguiendo únicamente los caminos sugeridos por su limitadísima visión de la realidad.

Hace un par de semanas los sesudos expertos en la política estadounidense y los más críticos estudiosos de la personalidad y la historia del señor Trump nos asustaban aireando que lo de este caballero iría para largo e incluso podríamos tener otros cuatro años más para arrasar con lo poco que social y económicamente había conseguido avanzar Obama.

Pero hoy ya no. Las bolsas caen, cunde la inquietud entre los propios republicanos, y se extiende una impresión en la sociedad estadounidense de que la alternativa a los viejos políticos de Washington puede salir más rana que la legión de asesores de Esperanza Aguirre.

Hay un añadido más, si usted quiere, amable lector, hasta extrapolable: la pobreza funcional de este populismo que se vende como apolítico o contrapolítico cuando llega al poder, su actuación errática en torno a los grandes temas, su incapacidad para abordar con criterio los problemas que se supone han venido a resolver. Aquí lo contó el refranero hace tiempo recordando que no es lo mismo predicar que dar trigo.

No se trata de ser alérgico al cambio ni demonizar la revolución, de hecho estamos en constante evolución y las grandes mejoras sociales de la historia suelen ser hijas de cambios bruscos impulsados por los más lúcidos y los más valientes. La cuestión es saber dónde queremos ir y mirar bien con quién y cómo viajamos.

Ojalá no se equivoque quien atisba ya en el horizonte el final político de Donald Trump, que probablemente no nos traerá un mundo mejor ni recuperará la esperanza de una sociedad más abierta y generosa para los estadounidenses, pero nos permitirá vivir con la tranquilidad de que el que maneja los botones nucleares no va a iniciar una guerra porque se ha cabreado con la prensa o ha tenido una mala tarde. Y acaso sirva de lección a quienes siguen pensando que ante la necesidad imperiosa de cambiar las cosas, vale cualquier camino aunque no se sepa quién lleva los mandos ni lo que detrás de la curva nos vamos a encontrar.

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