A la carga

La “dialéctica” del liderazgo

Como la coyuntura política se ha vuelto átona y gris, sin que se atisben elementos de ilusión en el futuro inmediato, espero que los lectores sepan disculpar que en esta ocasión me vaya por las ramas ofreciendo unas consideraciones muy generales sobre las razones por las cuales la mayor parte de los líderes políticos termina defraudando a la ciudadanía. Que cada uno ponga nombres y apellidos a lo largo del argumento según le plazca, pues la tesis que quiero defender es de aplicación universal.

Comenzaré por una constatación poco controvertida: una de las cosas más difíciles en este mundo es ser un líder político. Claramente, hace falta estar hecho de una pasta especial. Desde el momento en el que alguien comienza a destacar en la vida pública, se va granjeando multitud de enemigos que envidian su éxito y, lo que es peor, los periodistas van afilando la atención, prestando una atención minuciosa y morbosa a todo lo que haga y diga la persona. Y en cuanto su presencia y sus tomas de posición sean motivo de disputa, la gente empezará a comentar sin freno, unos mostrando su acuerdo más entusiasta, otros haciendo oír su voz con críticas y ataques que pueden llegar a ser brutales. En poco tiempo, el público se dividirá en seguidores y detractores. El seguidor le colmará de elogios, el detractor tratará de destruir su reputación y credibilidad.

No todo el mundo está preparado para ser foco de atención permanentemente. Si alguien aguanta el escrutinio constante, la crítica acerba y el desprecio de muchos, ha de ser porque posea una extraordinaria seguridad en sí mismo y una voluntad de poder férrea. La gente normal no puede sobrevivir a una experiencia así. Si yo hubiera metido la pata como la metió María Dolores de Cospedal en su célebre discurso sobre el finiquito simulado y en diferido de Bárcenas, no me habría atrevido a salir a la calle en varias semanas, habría cancelado todas mis obligaciones sociales y me habría negado a hablar con amigos y familiares, muerto del bochorno por haber hecho el ridículo de manera tan patosa. El líder político, sin embargo, considera estos episodios como incidentes menores que apenas le afectan en su carrera por el poder.

En este sentido, cabe sospechar que los líderes políticos no son personas normales, pues tienen una capacidad de resistencia de la que carecen la mayor parte de los seres humanos. Ellos pueden blindarse ante el exterior de una forma que nos está vedada a los demás. La cuestión que se plantea a continuación es si esos rasgos de personalidad que debe reunir todo líder que quiera sobrevivir en la política no producen a su vez distorsiones en la toma de decisiones de la que el líder debe responsabilizarse.

El líder, enfrentado a las críticas injustas y groseras que recibe a diario, se consuela con el “ladran, luego cabalgamos”. Ahora bien, este principio es arma de doble filo, pues sirve para quitarse de encima tanto los ataques desaforados como las críticas razonables. Los mecanismos utilizados por los líderes políticos para protegerse frente al juicio diario de la ciudadanía consisten en aislarse progresivamente de las personas y las opiniones molestas.

El líder, al principio, cuando todavía no ha tenido muchas ocasiones de equivocarse, desea reunirse con todo el mundo, darse a conocer, establecer alianzas y complicidades, salir a la calle, que le vean cenando en un restaurante o asistiendo a algún acto cultural. Pero a medida que su figura va desgastándose como consecuencia de las críticas recibidas, inicia una vía sin retorno de creciente aislamiento: acepta que sus colaboradores le filtren lo que debe leer, se acostumbra a que las visitas se circunscriban a personas no especialmente hostiles y aprende a desviar la atención cuando le llegan mensajes negativos. Se pone en marcha entonces un proceso de creciente aislamiento de la realidad que produce incomprensión en la sociedad. Conserva, sin embargo, su voluntad de poder y su capacidad para arrastrar a los suyos e influir en el debate público. Esa combinación de liderazgo político y aislamiento progresivo de la realidad termina, en la mayoría de los casos, generando decisiones erróneas.

En la mente del líder, las críticas de la prensa se convierten en “los ataques de los de siempre”, las voces discordantes se interpretan como fruto de intenciones torcidas y los colaboradores que no le dan siempre la razón se vuelven a sus ojos traidores ambiciosos. Llegado a ese punto, el líder reduce sus contactos a unas pocas personas de total lealtad y confianza: el resto es solamente un molesto ruido de fondo. Las ganas de salir al exterior e interactuar con la gente desparecen: sabe que en la calle tendrá que enfrentarse a miradas aviesas y puede que reciba algún insulto o mofa. Mejor obtener el calor de los verdaderos amigos, un puñado de personas que le consuelan ante la incomprensión generalizada de los demás.

En la parte baja del ciclo de movilización

El líder, por tanto, consigue sobreponerse a las críticas que su gestión produce, pero lo consigue a un elevado precio, pues sus decisiones no pasarán por los filtros adecuados. Para minimizar los errores es conveniente atender a puntos de vista muy variados y someter los criterios propios a la información y datos disponibles. Pero todo esto es justamente lo que se pierde cuando el líder trata de protegerse de la hostilidad exterior. La información que le llega es sesgada y sus decisiones no se someten a un verdadero debate.

Con independencia de valoraciones ideológicas, creo que no es muy controvertido afirmar que todos los presidentes de nuestra democracia cometieron errores graves de gestión al final de su mandato. Todos ellos parecían haber perdido contacto con la realidad, tomando decisiones incomprensibles que acabaron produciendo una caída tremenda de su valoración en las encuestas. Algunos han hablado del “mal de la Moncloa”, pero creo que se trata de una simplificación. El proceso de desconexión de la realidad obedece a la “dialéctica” infernal del liderazgo que he tratado de describir en los párrafos anteriores.

De todo esto se sigue una consecuencia interesante. Cuanto más crispado y agresivo sea el debate político en un país, más rápido será el proceso de aislamiento del líder y antes comenzará a cometer errores. En países con debates y medios más civilizados, el líder tiene una menor necesidad de blindaje frente al griterío exterior. Que en España todos nuestros presidentes hayan quedado amortizados tras su experiencia de poder y no se planteen la posibilidad de volver a gobernar resulta indicativo del fuerte desgaste que produce nuestro debate público, que es uno de los más despiadados que he tenido oportunidad de conocer.

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