Telepolítica

Este es el artículo sobre la 'pena de telediario' que escandaliza a Esperanza Aguirre

Esperanza Aguirre aseguró que alucina "en colores" con la corrupción.

Esperanza Aguirre se mostró “escandalizada" el pasado viernes durante una reunión en su casa de Madrid con un artículo de infoLibre sobre la llamada pena de telediario. Así lo recogió este martes una información del diario El Mundo. El artículo es el siguiente:

---------------------------------------

Esta semana hemos asistido a un capítulo más de nuestra reciente historia política, la esperada detención de Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, que tantas noticias había protagonizado como recurrente sospechoso de haber cometido numerosos actos delictivos, sin que hasta ahora la ley hubiera actuado contra él. Una cámara de laSexta pudo conseguir las únicas imágenes de su captura por las fuerzas de seguridad.

No hay duda de que uno de los momentos televisivos preferidos de muchos espectadores es el de poder ver la llamada “pena del telediario”. Son esas imágenes, desgraciadamente repetidas en multitud de ocasiones, en las que algún expoderoso corrupto es introducido en la parte de atrás de un coche policial tras su detención. Siempre me llama la atención su reacción, que de manera casi milimétrica suele reproducirse de forma cotidiana. El personaje en cuestión suele caminar atropelladamente con la cabeza baja, incluso cubierta, y busca meterse en el vehículo que se convierte en una especie de último refugio donde cree poder terminar con su agonía. Dentro del coche, intentan ocultar su rostro con manos y brazos o con alguna prenda de vestir o se esconden detrás del asiento.

Viendo esas imágenes suelo detenerme en pensar en el porqué de ese comportamiento. Se trata de personajes extraordinariamente conocidos, por lo que es evidente que no les debe preocupar que todo el mundo se entere de su nueva situación. A esas alturas es ya inevitable. Sólo se me ocurre una posible justificación. Tiene que ver con un último acto de egolatría que les lleva al intento de negar el fin de su vida de poder omnímodo y de impunidad prolongada. Hay una especie de rechazo desesperado a ser mostrado públicamente como lo que son: manifiestos delincuentes a los que la avaricia ha acabado por llevar a una caída que nunca imaginaron que pudiera suceder. El comportamiento no deja de recordar la clásica reacción infantil de buscar protección física escondiendo la cabeza debajo de una almohada, en el intento de negar la existencia de la realidad que le amenaza.

Es una pena que las fuerzas de seguridad suelan colaborar en ese comportamiento que impide que algún reportero, de forma calmada, pudiera acercarse al detenido y preguntarle sobre las razones de su ocultamiento, aclarándole que, aunque se tape la cara, todos le estamos viendo y, sobre todo, todos sabemos perfectamente quién es y qué ha hecho.

El fenómeno es más que una anécdota. Hace ya bastantes años, mientras realizaba un trabajo de investigación universitario sobre comunicación política, se produjo un hecho que me resultó en su momento enormemente llamativo. El 20 de diciembre de 1989 el ejército estadounidense invadió Panamá con gran virulencia para derrocar el régimen del dictador Noriega, que había sido tiempo atrás estrecho colaborador de la CIA. El gran fotógrafo español Juantxu Rodríguez murió allí esos días abatido por disparos de soldados norteamericanos. La tarde de Nochebuena, el general Noriega tuvo que buscar refugio para evitar su detención y acabó en la Nunciatura del Vaticano en Panamá. Tras una intensa negociación diplomática, decidió por fin entregarse a primeros del mes de enero. Tenía poca capacidad de pedir nada, porque sabía de sobra que le esperaban años de cárcel, acusado de sus vinculaciones con el cártel de Medellín, entre otros delitos. El aspecto que me llamó la atención es que su única exigencia final para subirse al helicóptero, que desde el patio de la Nunciatura le iba a trasladar a una prisión de Miami, fue la de aceptar la entrega siempre y cuando ninguna cámara de televisión recogiera la imagen de la rendición y su entrada ya detenido en el aparato.

Efectivamente, así se acordó y así se hizo. No existe esa histórica imagen. La única venganza de los captores fue la de hacer pública la foto de su ficha policial al entrar en prisión ya en Florida. Esa instantánea es el único documento gráfico que recuerda aquel acontecimiento.

Un dictador, todopoderoso apenas unos días atrás, se plantea en el momento en el que todo su mundo se derrumba, que lo importante es que no quede una imagen televisiva de su rendición. Como si la verdad histórica fuera su reproducción electrónica y no el mundo real en sí. Como si, al no quedar grabado, nunca hubiera sucedido.

Es habitual escuchar voces públicas que defienden la eliminación de las penas del telediario. El argumento de base es que esas imágenes suponen una condena social de facto, que ignora el principio de la presunción de inocencia. La cuestión no puede ser más absurda. Las imágenes no reflejan la condena sino la detención, porque hay firmes indicios de que ha cometido algún delito. Si el principio de presunción de inocencia se antepusiera a todo, ni siquiera la detención debería tener lugar puesto que no ha habido aún condena. Un disparate.

Lo que sí reflejan esas voces es el daño moral que parece infligir a los corruptos detenidos esas imágenes difundidas incesantemente en las televisiones. He de reconocer que en mi caso me provocan un efecto hipnótico. Siento un alivio cuando las veo. Por un momento, esa reproducción electrónica de la realidad me hace creer que quizá hay justicia y que, de vez en cuando, el que la hace la paga. Pienso que ese castigo público debería formar parte de cualquier condena por un delito que supone el enriquecimiento ilícito, el haber sacado provecho, quebrantando la ley, de la confianza de los ciudadanos y de transformar el servicio público en vehículo para el robo de bienes ajenos.

Propongo por tanto regular un protocolo especial para llevar a cabo la detención de los corruptos. Puedo llegar a entender que se impida el contacto directo a reporteros y ciudadanos con los acusados para evitar altercados e incidentes. Se deberían habilitar unas vallas de seguridad que facilitaran la visibilidad del público asistente. Sin embargo, el paseíllo hasta el vehículo policial habría que reglamentarlo. Deberíamos dejar al menos 200 metros de recorrido obligado, para que el detenido, convenientemente esposado, se dirigiera hasta el coche. Propongo que el desplazamiento lo hiciera en solitario y sin elementos que entorpecieran su marcha. Todo ello, eso sí, perfectamente televisado, con posibilidad de utilizar diferentes tomas y repeticiones con cámaras superlentas, al estilo de los encierros de San Fermín. Incluso, propondría la colocación de una mini cámara que portara el detenido en su solapa que nos permitiera tener una toma subjetiva de gran valor emocional. Una buena selección musical difundida con megafonía sería el toque final perfecto. El denostado reggaetón de Luis Fonsi, Despacito, sería una banda sonora perfecta con esa simbólica estrofa final:

Pasito a pasito, suave suavecitoNos vamos pegando, poquito a poquitoHasta provocar tus gritosY que olvides tu apellidoDespacito

Más sobre este tema
stats