Qué ven mis ojos

Esa gente que sólo pone su grano de arena si es para enterrar a otro

“No hay peor sed que la que se tiene en un desierto con vistas al mar”.

En un país devorado por los saqueadores, la corrupción tiene mil rostros, los de quienes planean juntos el golpe y se reparten el botín, los de quienes encubren, callan y otorgan, miran para otro lado o se llevan su parte; gente tóxica, cínica, pérfida y, en resumen, esdrújula en el mal sentido de la palabra; altos cargos de bajos instintos, cuyos nombres y apellidos repiten los medios de comunicación "igual que los espejos rotos muestran / cien caras más pequeñas" del que se mira en ellos, como dice el escritor John Donne en uno de sus poemas, una vez más puestos a mano del lector gracias a la Antología bilingüe que acaba de publicar la editorial Alianza.

El autor londinense, que publicó su obra en la misma época que Shakespeare y Cervantes, compuso muchos versos memorables, en los que hay expresiones que han hecho fortuna, como “por quién doblan las campanas” o “ningún hombre es una isla”, y si en lugar de inglés hubiera sido español, no desentonaría entre sus contemporáneos del Siglo de Oro, lo mismo que la propia España no lo haría entre los Gruyere, Valle d'Aosta, Emmenthal y otros quesos con agujeros, gracias a la plaga de ladrones que a menudo nos gobierna. Sólo en el Partido Popular, hay más de ochocientos casos, según ellos, todos aislados.

Hay un proverbio que dice que se puede impedir que alguien robe, pero no que sea un ladrón. Seguro que es verdad y lo que está en la naturaleza de las personas no se puede evitar, pero también es cierto que la falta de honradez es una enfermedad contagiosa y muchos meten la mano en la caja fuerte del dinero público tal vez porque se lo han visto hacer a sus jefes sin que les pasara nada.

¿Qué iban a hacer algunos en Cataluña, por ejemplo, cuando allí cualquier hijo de vecino sabía de sobra lo que estaba haciendo el clan Pujol mientras su patriarca repartía desde el altar en el que le habían puesto lecciones morales, agitaba banderas y se ponía medallas en la solapa? ¿Qué tentaciones no iban a sufrir quienes veían que a un individuo como Rodrigo Rato se le bañaba en oro igual que al becerro ante el que los israelitas se postraban al pie del monte Sinaí, se le sacaba en procesión como autor de un milagro económico, se le premiaba con puestos deslumbrantes en el Fondo Monetario Internacional, en Bankia o en el Santander? Un fantasma recorre los despachos de Europa: se llama impunidad.

Sin embargo, y por encima de las presiones y palos en la rueda que llevan poniéndole a la Justicia durante tantos años los dos partidos hegemónicos y una serie interminable de banqueros, empresarios y pícaros de mil clases que exigían sacrificios a los demás al tiempo que les cavaban una tumba, porque esos bribones sólo ponen su grano de arena si es para enterrar a otro, al final los tribunales hacen su trabajo y, aunque sea con cuentagotas, los delincuentes terminan entre rejas.

Los últimos casos aislados de Génova, tras Rato, Matas, Mato, Fabra, Granados, Bárcenas y el larguísimo etcétera que marca la historia de esta legión de patriotas evasores, son los de los hermanos González, que tras su paso imponente por la Comunidad de Madrid y la compañía Mercasa, han dado con sus huesos en la misma celda de una prisión, donde estarán pensando con otras palabras lo que pensaba melodramáticamente John Donne, al verse caer tan bajo desde tan arriba: “ya privados de aire los dos, / en una misma tierra estamos ambos, / los dos a los que un fuego devoró / y el mismo agua ha ahogado”.

La pelea la ganó el árbitro

La pregunta de estos días es: ¿lo que han hecho e intentan tapar, confundiendo los votos que inexplicablemente reciben con alfombras bajo las cuales barrer sus vergüenzas, merece o no merece una moción de censura? La sucesión de escándalos que demuestran a todas luces que han arrasado el país para enriquecerse de manera obscena, al mismo tiempo que desahuciaban a las personas decentes, las mandaban al paro o dinamitaban la sanidad y la educación, ¿es motivo para exigirles que se vayan? ¿Es tolerable el ataque feroz del PP a la independencia de los magistrados, que ha puesto al número uno de Anticorrupción bajo la lupa de la sospecha, por hacer cosas como torpedear la Operación Lezo o por el motín que está causando en su departamento, con episodios como la petición de amparo que han tenido que hacer tres de sus subordinados, a los que él pidió investigar tras la denuncia de unos imputados por corrupción, y que han firmado veintiún fiscales?

La iniciativa de Podemos no tendrá éxito, naturalmente, entre otras cosas porque para eso tendría que contar con el apoyo de los mismos grupos que le han servido en bandeja las llaves de la Moncloa a Rajoy, pero la cuestión no debería ser tanto si prosperará o no como si es o no es lógico que el número uno de una formación plagada de malhechores y que ha saqueado el país, deba pasar por ese trago que, por amargo que le pueda parecer, no es nada comparado con lo que han padecido y lo siguen haciendo millones de mujeres y hombres a los que sus políticas y el latrocinio de sus compañeros de viaje han arruinado. Tarde o temprano, alguien iba a rebelarse, porque el pavoneo de los canallas era ofensivo y no hay peor sed que la que se tiene en un desierto con vistas al mar.

Mientras tanto, en las sedes de algunos ya empiezan a llegar cajas de seda, alfileres y bolillos, para que puedan hacer encaje en sus discursos y encontrar argumentos que justifiquen que lo indeseable y lo aconsejable pueden ser la misma cosa. "Podría disputar y vencer, si quisiera, / más me abstengo de hacerlo / pues mañana podría pensar igual que tú", dijo John Donne en el siglo XVII y, por desgracia, parece que lo hubiera dicho ayer.

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