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Casos aislados

Hay algo peor que el desprecio contenido en la violencia contra el otro, y es la cobardía de ejercerla contra quien es más débil y no puede defenderse. El abuso sobre el débil es uno de los más miserables rasgos de la condición humana en lo que tiene de consciente y antinatural. El impulso violento es un resorte animal vinculado a la supervivencia, pero los humanos la hemos ejercido casi siempre para someter y castigar.

Esta última semana, en que un tipo ha matado a su mujer y al hijo de ella, en que un cretino ha pegado un puñetazo a una chica con síndrome de down, en que un memo violento se muestra menos racional que su propio perro, en que la policía ha ido de oficio contra un salvaje que la emprendió a golpes contra un hombre en Bilbao, nos ofrece en medio del ya cansino soniquete de la política que va de presupuestos a primarias pasando por mociones y otras aventuras, ejemplos palmarios de lo que podemos llegar a ser cuando la violencia forma parte de nuestro paisaje mental, de nuestra relación con los demás.

Nos conviene creer que todo este cúmulo de los últimos días es una sucesión de hechos aislados. Es más sencillo, emocional e intelectualmente, tirar de la manida excusa política de las manzanas podridas en un cesto limpio y observar estas miserias como explosiones individuales de sujetos violentos. Pero no es del todo así.

Escucho por la radio mientras escribo esta columna la tremenda historia de una niña de 13 años que apuñala a un compañero de colegio. Trece años, lo repito por si el lector piensa en una errata. Que lo es, pero no del lenguaje.

El impacto de esta noticia, añadida a lo que hemos vivido esta semana, refuerza la incómoda impresión de que acaso no estemos hablando de hechos aislados. Que quizá esta niña ha aprendido que a golpes o puñaladas se puede castigar, o que el agresor de Bilbao lleve años exhibiéndose como violento y machista en las redes sociales, o que el del puñetazo a la niña con síndrome de down no haya sido capaz de desarrollar algo parecido a la empatía con cualquier otro ser humano. En todos los casos se han apropiado del espacio y el cuerpo de alguien más débil. En todos estos casos han mostrado una esquinita de la parte más miserable de la condición humana.

Pero estos cobardes no están solos. O al menos no son los únicos que ejercen violencia o que la ven en los medios o la disfrutan y ejercen en las redes sociales.

Hay un clima global, una atmósfera de violencia social contenida en lo verbal que lamentablemente anticipa estallidos como éstos. Hay unas redes sociales que airean, alimentan y justifican la violencia, que la convierten en contenido sin que aparentemente nadie pueda o quiera hacer algo; hay una violencia en la disidencia política –que curiosamente se manifiesta con más virulencia también en las redes- que lleva al linchamiento dialéctico, y hasta la amenaza física, a cualquiera que se atreva a cuestionar a quienes cuestionan el sistema; hay cierta violencia en los medios de comunicación que se sirven de ella como contenido de ficción y la manipulan, y ofrecen sin filtro ni explicación violencia real como argumento de audiencia; hay una violencia palpable en ciertas relaciones laborales o de pareja en la que una de las partes, casi siempre la mujer o el que depende del otro, sufre sin que casi nadie haga nada por remediarlo.

No se trata de justificar crímenes o acciones violentas extremas en las que las responsabilidades deberían señalarse entre quienes los ejercen. Pero tampoco es cosa de dejarlo en hechos singulares, en estallidos individuales, porque eso sería engañarnos, mirar para otro lado.

Si no tenemos responsabilidad directa, como medio, como ciudadanos, como militantes o activistas, en los excesos de algunos sujetos, sí es posible que la tengamos en aceptar, mantener o hasta avivar una violencia más soterrada, la verbal, la violencia en la actitud, la disposición a devorar al otro porque no nos gusta o piensa de otra forma, o a despreciar al que consideramos rarito. Ahí sí podemos encontrarnos. Ahí si debemos empezar a cambiar las cosas. Desde el principio.

Aceptar cualquier expresión violenta por pequeña que sea, nos pone en el camino de convertirnos –si no lo somos ya- en una sociedad enferma que normalice esos comportamientos que de momento seguimos condenando casi todos.

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