Plaza Pública

El Tribunal Constitucional como barricada

Joaquín Urías

Cuando todo un pueblo quiere la independencia no hay quien lo pare. Si el deseo de independizarse de un territorio es masivo y evidente se convierte en una marea que arrasa a quién se ponga en su camino. La experiencia internacional demuestra que un grito popular de esa magnitud sólo se detiene con la violencia o la guerra; y sólo por un tiempo.

Pero ésa no es la situación de Cataluña. El movimiento catalán por la independencia ni es unánime, ni indubitado. Aunque sea la apuesta de una gran parte de la población catalana, no tiene por ahora la magnitud que alcanza en los pueblos claramente sometidos. Eso es, al menos, lo que deducimos a partir de los resultados electorales de las fuerzas políticas independentistas y de la participación popular en actos y  movilizaciones de esa

tendencia; parece que por ahora no hay otra manera de oír la voz del pueblo catalán sobre el tema.

En todo caso, a partir de la voluntad de gran parte del cuerpo electoral y tras unos resultados electorales favorables a los independentistas, las instituciones catalanas están intentado poner en marcha un proceso que podría llevar a la separación de España.

La independencia implica salirse del marco de aplicación de las normas españolas. Es decir, que la aspiración separatista sólo puede concretarse en una situación en la que en Cataluña no se aplique la Constitución española y tenga su propia norma fundamental. Cualquier proceso de emancipación territorial es también un proceso constituyente; y como tal implica crear una legitimidad nueva, que no es la de la Constitución existente. Por eso la independencia no es –ni puede ser– un proceso jurídico, sino político.

Sin embargo, en Cataluña quienes promueven en estos momentos la segregación son las instituciones políticas existentes. Que existen sólo gracias a la Constitución y al Estatuto de Autonomía y sólo en su marco. Esta peculiaridad implica que a la hora de poner en marcha lo que llaman el proceso de secesión, están sometidas a las normas españolas vigentes. Y de ahí que los tribunales puedan legítimamente controlar que en su actividad pro-independencia respetan las normas y los límites del ordenamiento español. Mientras no haya otra legalidad, es la única vigente.

Cuando en 2014 el Parlamento catalán quiso poner en marcha un referéndum consultivo sobre el tema, el Tribunal Constitucional en función de su competencia como juez de los conflictos territoriales lo anuló. Se trató de una decisión perfectamente legítima, ya que el argumento era que la actual distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas priva a éstas de la posibilidad de convocar referéndums. Perfecto.

Parece que esta decisión encendió alguna lucecita en el Estado. Las ventajas políticas de frenar el desafío soberanista mediante el Tribunal Constitucional son enormes. Se trata de un órgano jurisdiccional, aparentemente independiente del Gobierno. Contrariar sus sentencias puede presentarse como una falta de respeto a la ley. Además es el máximo intérprete de la Constitución, de modo que las decisiones que tome gozan del respeto de la propia carta magna, que representa al país entero; por encima de partidos, ideologías y territorios. Al mismo tiempo, la elección parlamentaria de sus miembros y el férreo control que de facto ejerce el Gobierno sobre ellos permite aventurar que estas decisiones se van a adecuar siempre a los intereses del ejecutivo.

Era, por tanto, la solución perfecta. El arma ideal para bloquear limpiamente cualquier iniciativa de los partidos catalanistas sin que el Gobierno se expusiera al mínimo desgaste político. Y así se hizo, pese a los terribles efectos que esa estrategia tiene en el funcionamiento y la legitimidad de nuestro más alto tribunal. Poco después el Gobierno impugnó ante el Tribunal Constitucional primero un procedimiento de consulta ciudadana a través de internet y después diversas declaraciones políticas del Parlamento catalán.

El inconveniente es que, a pesar del procedimiento de impugnación utilizado por el Gobierno, esta vez no había problemas competenciales. Ahora se trataba de cuestiones que sí son competencia del Parlamento catalán. Y ahí empezó el Tribunal Constitucional a meterse en un atolladero. Del tema de las consultas por internet salió diciendo que, directamente, hay cuestiones que no pueden ni preguntarse; que no cabe pedir un pronunciamiento siquiera indicativo sobre cuestiones ya resueltas en la Constitución. Ni siquiera para saber la opinión de una parte de la población antes de iniciar o no una iniciativa de reforma constitucional. Se inventó el dogma de la unidad del soberano para prohibir que se hable siquiera de una futura alteración territorial. Después de eso, ya lanzado al terreno de la política pura y dura, aceptó enjuiciar una declaración simbólica del Parlamento de Cataluña sin ningún efecto jurídico. El Parlamento expresó su postura favorable a la independencia y el Tribunal Constitucional anuló esa expresión. No anuló ningún acto jurídico, no sancionó ninguna infracción, ni evitó una situación en la que el Parlamento catalán estuviera abocado a saltarse las normas jurídicas españolas. Simplemente anuló una declaración retórica. Y lo hizo, nuevamente, tan sólo por su contenido.

Estas decisiones dañan la posición del Tribunal Constitucional como árbitro entre poderes y garantía de la Constitución. Alteran su función, que es la de identificar y anular actos jurídicos contrarios a la Constitución. El Tribunal Constitucional no puede ser un obstáculo para la reforma constitucional; tiene que asegurar que se haga con los procedimientos adecuados, pero no evitarla de raíz. Los pueblos tienen derecho a evolucionar y los doce jueces no deben impedirlo si se hace sin romper los procedimientos. Por eso el constitucional no puede ser el instrumento político que frene determinadas opciones políticas incluso antes de que transformen su ideología en hechos. Pero al colocarse como primera barricada frente al desafío político independentista ha hecho todo eso y está dañando de manera terrible su propia posición y legitimidad.

Aún así el Gobierno no se ha detenido ahí. Ha dado un paso más para conseguir que el alto tribunal pueda aniquilar cualquier brote independentista, eliminando hasta los obstáculos formales: ha reformado la Ley del Tribunal Constitucional para darle la capacidad, incluso sin que se lo pida nadie, de anular actos contrarios a sus sentencias y hasta de castigar a los cargos públicos desobedientes.

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Y el Tribunal ha usado esa nueva competencia sin el mínimo pudor y con un sentido perverso: puesto que el vicio de las declaraciones retóricas radica en la ideología que reflejan, ahora el Constitucional considera que cualquier nueva declaración basada en valores ideológicos similares constituye una desobediencia a su Sentencia anterior. Así que puede ser anulada por un trámite tremendamente rápido (la ejecución de sentencias) y sus autores castigados. En la práctica el Tribunal Constitucional ha dado la orden al Parlamento de no expresar su voluntad a favor de una futura e hipotética independencia; cada vez que lo haga, sus actos serán anulados y podrá ser condenado por desobediencia. Ni siquiera se le permite que abra cualquier tipo de proceso participativo, en el ámbito de sus competencias, para recoger opiniones sobre la posibilidad de una reforma constitucional que conlleve la separación de Cataluña.

Así, en un momento en que la irresponsabilidad de los políticos catalanes soberanistas exigía una respuesta jurídica, ponderada y neutral el Tribunal Constitucional ha preferido asumir un papel exclusivamente político. Ha decidido que de independencia no se puede ni hablar y con ello se ha colocado en una posición difícil. Deja de ser el garante neutral de la Constitución, entendido como marco para el desarrollo de ideologías muy diversas; se convierte en juez de lo simbólico e impone pro futuro una única interpretación política de la Constitución que no puede reformarse. Dejó de ser juez, y se convirtió en parte. ___________________

Joaquín Urías es profesor universitario de Derecho Constitucional y exletrado del TC

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