Lucha antidroga

“Instituto Nacional del Cannabis, buenos días”

ERC planteará una iniciativa sobre los beneficios de despenalizar el cannabis

Leila Guerriero

A los chilenos les gusta hablar mal de sí y propiciar que los extranjeros hablen mal de ellos. Si uno pasa un rato con un chileno, y no le habla mal de Chile, el chileno se sentirá ofendido y se las ingeniará para, con tono hastiado, decir “ya sabes cómo es en Chile”, y emprender una diatriba igual de furibunda contra Bachelet y contra Piñera, contra los pobres y contra los millonarios. A los argentinos, en cambio, les gusta hablar mal de su país pero, replicando a lo grande un síntoma de pueblos chicos, no les gusta que los que hablen mal de su país sean los otros: los que no viven allí. Por su parte, cuando los mexicanos dicen “México” parecen estar hablando de una etapa de la humanidad, de una capa de la atmósfera o de un estrato de la corteza terrestre: algo tan fundamental para la existencia que, sin eso, no se podría vivir. Así que no resulta tan sencillo saber si a los mexicanos les gusta, o no, que les hablen mal de su país, porque sería como hablar mal de una opinión de Dios.

Sea como fuere, contradiciendo o no a sus ciudadanos, hay gente dispuesta a hablar mal de México, de Chile, de Argentina, y de casi todos los países del mundo. Pero no puedo recordar haber conocido nunca a nadie que haya estado dispuesto a hablar mal de Uruguay. Los habitantes de Buenos Aires (donde vivo pero donde no nací) hablan de Uruguay con una suerte de paternalismo embobado que yo encuentro irritante, aunque comparto la parte admirativa del asunto. Los uruguayos son unas personas exquisitas y extrañas, mucho más prudentes que el humano promedio, que parecen tomarse todo bastante en serio, incluso las bromas, y, al mismo tiempo, todo bastante en broma, incluso las cosas que van en serio. Siguiendo con estas generalizaciones torpes e injustas, Uruguay podría definirse como un país en el que los gerentes de banco tienen el trato sencillo de los farmacéuticos de pueblo y los farmacéuticos de pueblo tienen opinión formada acerca de cuestiones tales como el conflicto entre Colombia y Nicaragua que se dirimió en La Haya en noviembre pasado.

Nunca escuché a un uruguayo vanagloriarse de nada –excepto que decirle “mar” al Río de la Plata que baña las costas de Montevideo cuente como vanagloria- aunque motivos tienen. De allí salieron bestias de la prosa y la poesía como Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Mario Levrero e Idea Vilariño, y criaturas tan extraterrestres como Marosa Di Giorgio y Armonía Sommers. Y eso sólo en el campo de la literatura. El país está gobernado por José Mujica, que declara un patrimonio de 215.230 dólares (incluyendo tres tractores y aperos agrícolas), se moviliza en un Volkswagen Sedan modelo 1987, vive con su mujer en una chacra y, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible de junio pasado, en un discurso pleno de hippismo épico pero carente de toda ingenuidad, dijo que “Cuando luchamos por el medio ambiente, tenemos que recordar que el primer elemento del medio ambiente se llama felicidad humana”.

Ese mismo mes el Estado uruguayo presentó un proyecto para la legalización de la marihuana, cuyo borrador se aprobó en noviembre en la cámara de Diputados y ahora debe pasar por la Comisión Especial de Adicciones. Uruguay comparte, con otros países de la zona, una legislación según la cual el consumo de marihuana no está penado por la ley, pero sí la compra, la venta y el cultivo. O sea: usted puede comer espárragos, pero si los comprare, los vendiere o los cultivare irá muy preso. El proyecto de ley incluye la creación del Instituto Nacional del Cannabis, que regulará la venta –no más de 40 gramos por persona por mes–, controlará el autocultivo –imponiendo un tope de seis plantas–, y llevará un registro de usuarios y cultivadores.

Leila Guerriero, premio González-Ruano de periodismo

Leila Guerriero, premio González-Ruano de periodismo

Cuando le preguntaron por qué había decidido avanzar con el proyecto, el presidente Mujica le respondió al diario brasileño O Globo que “alguien tiene que empezar en América del Sur. Porque estamos perdiendo la batalla contra las drogas [...] la vía represiva es una guerra perdida. Se está perdiendo en todas partes”. Quienes se oponen a la ley argumentan que esto producirá un aumento del consumo; y quienes se oponen a la ley, pero están a favor de la despenalización, argumentan que esto sólo implica un cambio de manos del negocio y que, si el derecho a fumar marihuana pertenece al ámbito privado, la obligación de registrarse y el tope de cuarenta gramos por mes atentan contra la libertad. Yo encuentro que este último argumento es razonable, entre otras cosas porque cualquier registro obligatorio ante cualquier Estado de Latinoamérica hace que a uno, latinoamericano al fin, se le ericen los pelos.

Pero, para ser sinceros, hay otras cosas que los erizan peor. Por ejemplo, la cifra de muertos por el narco en México: 47 mil según el Estado, 63 mil según el blog Nuestra aparente rendición, que sigue el tema desde la trinchera. O, por ejemplo, el hecho de que, en Monterrey –antes conocida como la capital industrial del país, ahora despedazada por el ejército, los Zetas y el Cartel del Golfo-, las salidas nocturnas incluyan, para quien nunca estuvo allí, una pasada por la puerta de un bar céntrico que los narcos balearon en julio de 2011 y donde murieron veintidós personas. O, por ejemplo, que en el mes de agosto, en Guadalajara, a la pregunta “¿Qué tal todo?” alguien me respondiera “Pues ayer hubo narcobloqueos, pero hoy ha sido un día bonito”.

No hay manera de saber qué pasará en Uruguay –si es que pasa– desde el momento en que alguien, al otro lado del teléfono, comience a responder: “Instituto Nacional del Cannabis, buenos días”. Pero desde Nixon, que la inspiró, llevamos cuarenta años perdiendo día tras día aquello que llaman “la guerra contra las drogas”: es bien difícil que pase cualquier cosa que resulte peor que eso. Por otra parte, la lógica detrás de este cambio de estrategia de Uruguay no es, precisamente, revolucionaria. Es lo que hacen los médicos cuando a los pacientes no les baja la fiebre: cambiar el método, subir la dosis de paracetamol. Dirán que no es lo mismo la droga que la fiebre. Okay. Pero al final, en ambos casos, el empecinamiento en lo que no funciona produce el mismo resultado: gente muerta.

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