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Simpatía por el viejo diablo

Simpatía por el viejo diablo

Philip Norman

La Academia Británica de las Artes del Cine y la Televisión no suele dar pie a grandes controversias. En febrero de 2009, sin embargo, fue blanco de la indignación de algunos tabloides. Para oficiar la ceremonia de entrega de sus premios anuales – al decir de muchos tan sólo inferior a los Oscars–, la BAFTA había elegido a Jonathan Ross, malhablado presentador de lacios cabellos devenido en célebre figura de la televisión británica. Y es que semanas antes, en un programa de radio de máxima audiencia, Ross había dejado ciertos mensajes obscenos en el contestador automático de Andrew Sachs, uno de los intérpretes de Fawlty Towers, telecomedia de los años setenta. Por culpa de la broma, la BBC le apartó tres meses de todas sus emisiones y presionó a su amigo el actor Russell Brand, copresentador del programa y cómplice en la payasada (que además se jactó en antena de haberse «tirado» a la nieta de Sachs), hasta el punto de que acabó cediendo y aceptó una rescisión de contrato. Desde los años noventa, en Gran Bretaña se viene diciendo de las telecomedias que son «el nuevo rock and roll». Ahora, al parecer, dos de sus más célebres figuras habían hecho lo imposible por imitar las travesuras de las viejas y malditas estrellas del rock.

La noche de los BAFTA todos los asistentes a la gala de la Royal Opera House de Covent Garden, famosos como Brad Pitt, Angelina Jolie, Meryl Streep, Sir Ben Kingsley, Kevin Spacey y Kristin Scott Thomas, se llevaron dos sorpresas que nada tenían que ver con los premios. La primera, que aquella noche la palma al vocabulario soez no se la llevó Jonathan Ross, sino Mickey Rourke, premio al mejor actor por El luchador. Desgreñado, sin afeitar y con dificultades para hilar dos frases seguidas – porque el cine también reivindica con insistencia el cetro del rock and roll–, el actor dio las gracias al director de la película por brindarle esa segunda oportunidad después de haber «mandado a la mierda» su carrera durante 15 años, y a su agente por decirle «adónde tenía que ir, lo que tenía que hacer y cuándo hacerlo, qué tenía que comer, qué tenía que ponerme y qué tenía que joder...».

Sólo el rostro traiciona los años de Jagger

Tras bromear diciendo que Micky Rourke sufriría el mismo castigo que él por el dichoso Sachsgate, y no volvería a aparecer en televisión durante tres meses, Jonathan Ross moderó el tono y optó a partir de ese momento por el halago y la reverencia. Para entregar la penúltima estatuilla de la noche, a la mejor película, llamó al escenario «a un actor y vocalista de uno de los grupos más grandes de la historia del rock», a alguien a quien tan distinguido y engalanado auditorio debía de parecer «un lugar de lo más normalito» (alguien, por cierto, que en sus buenos tiempos habría dejado en muy poca cosa el escándalo Sachsgate). Y a continuación, casi sacrílegamente, porque en ese templo de la acústica pura que es la Royal Opera House normalmente se escucha música de Mozart, Wagner y Puccini, empezaron a sonar los primeros acordes de guitarra eléctrica de Brown Sugar, himno de 1971 a las drogas, la esclavitud y el cunnilingus interracial.Brown Sugarcunnilingus Y es que el encargado de entregar el premio era Sir Mick Jagger. Jagger no entró en el escenario dando un salto desde el patio de butacas, sino por el fondo y sobre una larga alfombra roja, para que los telespectadores tuvieran tiempo de saborear el milagro: la melena todavía abundante y al estilo juvenil de los sesenta –no manchada con una sola hebra de cabello gris–, el traje a medida – discreto por respeto a la ocasión pero subrayando sutilmente un torso esbelto– y un caminar ágil y atlético. Sólo el rostro traicionaba los 65 años de Jagger – nació en mitad de la Segunda Guerra Mundial–: sus famosos labios, de los que alguien dijo que podrían «absorber un huevo del culo de una gallina», ya delgados y exangües; las mejillas, surcadas por arrugas amplias y tan profundas que parecían las cicatrices de una terrible pelea.

Le brindaron una ovación menos propia de la Royal Opera House o de los BAFTA que de grandes anfiteatros del deporte como Wembley o el Dodger Stadium. Aunque el «nuevo rock and roll» prolifere y se expanda en nuevos géneros, todo el mundo sabe que no hay más que un rock verdadero y que Mick Jagger es, todavía hoy, su inigualada encarnación. Mick saludó al público con una sonrisa encantadora, un ronco pero resonante «¡Hola!» y una improvisada muestra de esa actitud subversiva tan propia de los Stones: «¿Os dais cuenta? Todos creíamos que iba a ser Jonathan el que la acabaría jodiendo, y al final ha sido Mickey.»

Y cambió de tono. Siempre lo hace, para acomodarse a las circunstancias. Hace décadas que habla con ese falso acento cockney llamado mockney o Estuary English, cuyas vocales alargadas y deformadas y sus muy suavizadas tes son la seña de identidad de la juventud más in del Reino Unido.cockneymockney in Pero aquella noche, entre la flor y nata de la dicción inglesa, todas sus tes fueron perfectas y todas sus haches puntillosamente aspiradas al decir que era para él un honor estar allí esa noche y que iba a contar cómo empezó todo.

Siguió con una ocurrencia perfectamente modulada entre la deferencia y la burla. Había acudido a la ceremonia, dijo, «bajo los auspicios del Programa de Intercambio Estrellas del Rock-Estrellas del Cine. [...] En estos momentos, Sir Ben Kingsley [dando al título un énfasis irónico, por mucho que él mismo lo compartiera] debe de estar cantando Brown Sugar en los Grammy [...] Sir Anthony Hopkins se encuentra ahora mismo en un estudio de grabación con Amy Winehouse [...] Dame Judi Dench se divierte de lo lindo destrozando habitaciones en algún hotel de Estados Unidos [...] y no perdemos la esperanza de que la semana que viene Sir Brad y la familia Pitt se avengan a interpretar Sonrisas y lágrimas en los Premios Británicos de la Música». (Plano de Kevin Spacey y Meryl Streep partiéndose de risa y de Angelina explicándole el chiste a Brad).

A continuación abrió el sobre y anunció que el premio a la mejor película era para Slumdog Millionaire, de Danny Boyle – es decir, más o menos lo que mucha gente pensaba de él, de Mick–. Pero no había duda de quién era el auténtico ganador de la noche. Jagger había logrado su mayor éxito desde..., vaya, pues desde Start Me Up en 1981.Start Me Up «Era complicado superar el glamour que se daba cita en la Royal Opera House aquella noche», comentaría después un académico, «pero él lo consiguió».

Hace 50 años, cuando los Rolling Stones iban de la mano de los Beatles y la prensa lo acosaba en la eterna búsqueda de una respuesta jugosa o al menos interesante, el joven Mick Jagger era objeto de la siguiente pregunta más que de ninguna otra: ¿seguiría cantando Satisfaction cumplidos los 30?

Aura de pecado

En los inocentes sesenta, el pop pertenecía en exclusiva a la juventud y muchos creían que estaba del todo ligado a sus veleidades. Ni siquiera de los fenómenos de mayor éxito – ni siquiera de los Beatles– esperaba nadie que durasen en la cresta de la ola más que unos pocos meses antes de verse desplazados por un nuevo favorito. Nadie soñaba en aquellos días que muchos de los temas en apariencia efímeros que sonaban entonces seguirían haciéndolo una y mil veces, ni que tantos de aquellos cantantes que parecían de usar y tirar seguirían en el oficio llegados a la edad de jubilación y serían aclamados con la misma y fanática devoción mientras aún se tuvieran en pie sobre un escenario. En la carrera de la longevidad, hace tiempo que los Stones rebasaron todas las marcas. Como atracción internacional en vivo, los Beatles sólo duraron tres años, y en total sólo nueve (si descontamos los dos de su prolongada y amarga ruptura). Y los componentes de otras grandes bandas de los sesenta, como Led Zeppelin, Pink Floyd y los Who, se fueron distanciando con el paso del tiempo hasta separarse – eso cuando la fractura no fue causada por el alcohol o las drogas–; para luego, transcurridos unos años, volver a los escenarios, pero tan hartos de su viejo repertorio y de sí mismos que sólo un cuantioso caché mitigaba su mortal aburrimiento.

Únicamente los Stones, que en principio parecían el más inestable de los grupos, han seguido en activo primero de década en década y luego de siglo en siglo, superando la mediática muerte de uno de sus miembros y las resentidas dimisiones de otros dos (amén de ininterrumpidas maniobras internas que dejarían boquiabiertos a los mismísimos Médici), dejando atrás a generaciones de esposas y amantes y a dos mánagers, y a nueve primeros ministros británicos – y el mismo número de presidentes norteamericanos–, siempre inasequibles a las modas musicales, las políticas de género y los cambios de hábitos y costumbres. Son ya sexagenarios pero, no se sabe cómo, conservan aún la sulfurosa aura de pecado y rebeldía de sus 20 años. Si el encanto de los Beatles es eterno, la fuerza y vigor de los Stones también.

Un ícono sexual

En las décadas transcurridas desde el auge paralelo de ambos conjuntos, los fundamentos de la música pop apenas han cambiado. Las nuevas generaciones de cantantes emplean los mismos acordes, y en el mismo orden, y un vocabulario parecido para hablar del amor, el deseo y la pérdida. Las nuevas generaciones de fans buscan el mismo ídolo masculino y con el mismo atractivo sexual, el mismo repertorio de gestos y actitudes, y las mismas manifestaciones de frescura o descaro.fans La idea de banda de rock – conjunto de músicos jóvenes que goza de una fama, un dinero y unas oportunidades sexuales con las que históricamente ni soñaban sus homólogos de los regimientos militares o de los pueblos mineros del norte de Inglaterra– ya se había consolidado cuando los Stones se reunieron por primera vez, y no ha cambiado un ápice. Hoy sigue igual por mucho que la industria pop funcione ante todo a base de ilusiones, explotación y propaganda: el verdadero talento sobrevivirá y se abrirá paso siempre. Desde éxitos tan movidos como Jumpin' Jack Flash o Street Fighting Man hasta oscuros temas de su primera época como Off the Hook o Play with Fire, o las versiones de rhythm and blues que vinieron después, las canciones de los Rolling Stones siguen tan frescas como si hubieran sido grabadas ayer.

Un personaje inimitable

Los Stones son todavía un referente para todos los grupos que aspiran al éxito: niños ricos y mimados perezosamente recortados sobre un sofá en el momento en que prenden los flashes y los periodistas hacen las mismas preguntas de siempre y reciben las mismas y frívolas respuestas de siempre. Cualquier grupo de rock sueña con giras como las de los Stones de finales de los sesenta: avión privado, limusinas, séquitos, groupies y suites de hotel desordenadas – o destrozadas–. Ni las tan documentadas pruebas de lo pronto que ese estilo de vida se vuelve pernicioso para el alma ni la brillante parodia de tantos cantantes descerebrados del actor Christopher Guest en This Is Spinal Tap – la película semidocumental de Rob Reiner sobre un megagrupo ficticio de heavy metal en gira– acaban con la mística de la carretera, con el eterno atractivo de esa conocida terna: sexo, drogas y rock and roll. Pero por mucho que sus jóvenes discípulos se esfuercen, jamás podrán reproducir el profundo – y violento– tajo que las giras de los Stones abrieron hace más de 40 años en un mundo mucho más inocente que éste, ni alcanzar siquiera remotamente niveles comparables de arrogancia, autoindulgencia, histeria, paranoia, violencia, vandalismo y maliciosa alegría.

Y en la cima de todo eso está Mick Jagger, que, desde la perspectiva de cualquier época, es un personaje inimitable. Él, más que ningún otro, es autor del concepto «estrella del rock» en oposición al de simple vocalista y líder de una banda, es decir, alguien diferenciado de los demás músicos (gran innovación cuando Beatles, Hollies, Searchers y tantos otros iban casi uniformados) y capaz primero de suscitar mil fantasías entre la multitud y luego de invadir sus sueños y apoderarse de ellos. Keith Richards, la otra figura emblemática de los Stones, es un guitarrista de talento incomparable amén del superviviente más imprevisto del rock, pero pertenece a una tradición de trovadores que se remonta a Django Reinhardt y a Blind Lemon Jefferson y continúa con Eric Clapton, Jimi Hendrix, Bruce Springsteen, Noel Gallagher y Pete Doherty.

Un lenguaje inmejorable

Jagger, en cambio, es la figura seminal de una nueva especie a la que se ha dotado de un lenguaje que nadie podrá mejorar. Entre sus rivales dentro del rock espectáculo sólo Jim Morrison, el líder de los Doors, encontró otra manera de cantar con un micrófono: lo acunaba suavemente como a un pajarillo asustado en lugar de blandirlo como un falo, que es lo que hace Jagger. Son muchos los cantantes indudablemente carismáticos de las bandas internacionales surgidas a partir de los setenta: Freddie Mercury de Queen, Holly Johnson de Frankie Goes to Hollywood, Bono de U2, Michael Hutchence de INXS, Axl Rose de Guns N' Roses. Y en los discos todos tienen un estilo personal, distintivo, pero cuando suben a un escenario no les queda más remedio que seguir los pasos y contoneos de Mick Jagger.

La fama de Jagger como icono sexual sólo es comparable a la de Rodolfo Valentino, el Jeque, la estrella del cine mudo con quien en los felices años veinte las mujeres tenían el mismo y fogoso sueño: Valentino las echaba de cualquier manera en la silla de su caballo y se las llevaba secuestradas a una tienda beduina en pleno desierto. El aura de Jagger lo acerca más a grandes bailarines como Nijinsky y Nureyev, cuya espiritual liviandad desmentían sus lascivas miradas a las bailarinas y sus tensas y rellenas braguetas. Los Stones fueron unos de los primeros grupos de rock con logotipo, y hasta para los casquivanos primeros años setenta resultó temerariamente explícito y grosero: caricatura rojo intenso de la boca del propio Jagger con sus exuberantes labios separados y la lengua fuera ansiando lamer no se sabe qué – evidentemente, un helado no–. El «lengüetazo» adorna aún toda la bibliografía de los Rolling Stones y todo su marketing. Es el símbolo de quien en el seno del grupo lo controla todo. Desde la perspectiva actual, apenas podría existir monumento más patente al viejo machismo, pero lo cierto es que sigue llamando tanto la atención como siempre.

Las mujeres más liberadas del siglo XXI se sobresaltan al oír el nombre Mick Jagger, y las que cautivó en el XX aún le son fieles por todos sus poros. Al poco de empezar este libro, en una fiesta le mencioné a una vecina – digna y madura dama británica completamente serena– que estaba escribiendo una biografía de Mick Jagger. Me respondió imitando esa escena de Cuando Harry encontró a Sally en que Meg Ryan simula un orgasmo en un restaurante: «¿Mick Jagger? Oh..., ¡sí, sí, sí!».

Es notorio que en privado los iconos sexuales suelen dejar su imagen pública en muy mal lugar; recordemos a Mae West, Marilyn Monroe o, ya puestos, a Elvis Presley. Pero en el sobresexuado mundo del rock y en los anales del mundo del espectáculo en general, la reputación de Jagger como moderno Casanova no tiene parangón. Es cuestionable incluso que los grandes donjuanes de siglos pasados encontraran tan prodigiosa cifra de compañeras sexuales o pudieran ahorrarse con tanta frecuencia los cansinos preliminares de la seducción. Ciertamente, ninguno tuvo tanta capacidad y la mantuvo tanto tiempo como Jagger, que la seguía conservando en su madurez y casi también en su vejez (Casanova, reventado, lo dejó a los 35). Eso que Jonathan Swift llamó «el furor de las ingles» se denomina ahora adicción al sexo y se puede curar con terapia, pero parece que para Jagger nunca ha sido un problema.

Anticristo melenudo

Viendo su cara surcada de arrugas, uno trata de imaginar, y no lo consigue, el abundante banquete carnal del que se ha atracado sin llegar a saciarse..., la interminable galería de hermosos y radiantes rostros, las miradas de deseo..., las innumerables frases para ligar dichas y escuchadas..., las incontables y apresuradas uniones en camas, sofás, suelos, duchas o limusinas..., las siempre variadas voces, fragancias, tonos de piel, colores de pelo..., los nombres olvidados al instante, si es que llegó a saberlos... Los hombres mayores reciben con frecuencia en sueños – o en vela– la visita de las mujeres que han deseado. A Jagger debe de ocurrirle lo que a aquellos líderes soviéticos que pasaban revista al ejército en la Plaza Roja. La noche de los BAFTA al menos, una de esas preciosas soldados se encuentra entre el público que asiste a la ceremonia, y está sentada a no mucha distancia de Brad Pitt.

En justicia, hace muchos años que, habiendo prescrito tras los incontables pecadillos de supermodelos, futbolistas, estrellas del pop y protagonistas de los reality televisivos, tendríamos que haber olvidado los escándalos de Jagger en los sesenta. Resulta, sin embargo, que los sesenta gozan de una indestructible fascinación sobre todo entre quienes son demasiado jóvenes para recordarlos – es lo que los psicólogos llaman «nostalgia sin recuerdo»–. Para la juventud británica, Jagger es la personificación de aquella «desinhibida» época, célebre por su libertad y hedonismo y por la reacción en contra que finalmente provocó. Hasta los más jóvenes de los jóvenes saben que en 1967 le detuvieron por posesión de drogas, o saben, al menos, de la barrita de chocolate Mars con la que tan lascivamente lo relacionaron.

Pocos recuerdan, sin embargo, a qué extremos llegó en el llamado Verano del Amor el establishment británico en su afán de venganza, o que el hoy ingenioso y bienhablado caballero del reino fue injuriado, tachado de Anticristo melenudo, llevado con esposas ante un tribunal, y sometido a un juicio-espectáculo grotesco y cuasi medieval que dio con sus huesos en una celda.

Tesoro nacional británico

Jagger es tal vez el último ejemplo de ese estereotipo tan querido del mundo del espectáculo, el «superviviente». Pero mientras que la mayoría de los supervivientes del rock and roll acaban siendo unos carrozas barrigudos con colas de caballo canosas, él no ha cambiado – excepto de cara– desde la primera vez que subió a un escenario. Mientras los demás han ofuscado sus mentes con las drogas y el alcohol, sus facultades siguen intactas, por no hablar de su famoso instinto para saber qué está de moda, qué es cool y qué es pijo.

Mientras los demás se quejan del dinero que han perdido o que les han estafado, él lidera la banda que más ha recaudado en la historia, cuya supervivencia se ha debido únicamente a su determinación y astucia. Sin Mick, los Stones habrían desaparecido en 1968; él transformó un grupo de inadaptados andrajosos en un tesoro nacional británico tan legítimo como Shakespeare o los acantilados de Dover.

Y, sin embargo, tras tanta idolatría, riqueza y exagerada satisfacción, la vida de Mick Jagger es la historia de un talento insatisfecho, de promesas insistente y casi tercamente incumplidas. De entre todos sus coetáneos con una pizca de materia gris sólo John Lennon tuvo las mismas oportunidades de trascender los límites del pop. Porque, como dijo Jonathan Ross al presentarlo la noche de los BAFTA, Jagger es, innegablemente, un actor que ha interpretado papeles en cine y televisión, y podría haber tenido una trayectoria profesional paralela en la pequeña y en la gran pantalla, como Frank Sinatra o Elvis Presley, y quizá de mayor éxito que ellos. También podría haber aprovechado su atractivo para el público y entrar en política y tal vez convertirse en un líder como el mundo no ha conocido. Podría no haber limitado su talento literario a las brillantes letras de sus mejores canciones (detalle que tan a menudo se pasa por alto) y haber escrito prosa o poesía, como han hecho Bob Dylan y Paul McCartney. O al menos podría haberse convertido por propio derecho en un solista de primer nivel en vez de ser sólo la fachada de un grupo. Pero, por diversos motivos, ninguna de esas posibilidades tal vez ficticias llegó a cuajar. Su carrera cinematográfica se interrumpió en 1970 y no volvió a reanudarse, no, al menos, con un papel significativo a pesar de los muchos y muy jugosos que le ofrecieron.

En cuanto a entrar en política, coqueteó con la idea, pero nada más. Por otra parte, nunca ha dado señales de querer escribir nada serio aparte de sus canciones. Y en lo que respecta a cantar en solitario, esperó hasta mediados de los ochenta para hacerlo, pero suscitó tanto malestar entre los Stones, y sobre todo en Keith, que tuvo que elegir entre continuar o ver cómo su banda se destruía por implosión. Así que sigue siendo la cara visible de los Stones, es decir, el mismo chico de 18 años.

Parco en palabras

Y está también el enigma de que alguien capaz de fascinar a millones de personas en todo el mundo, una persona tan evidentemente superdotada y sensible, resulte tan poco fascinante cuando abre esos célebres labios para hablar. Desde que los medios le persiguen, sus declaraciones públicas son tan insulsas y poco interesantes como las que han dado fama a la monarquía británica. Echar mano a esas ya tan numerosas compilaciones tipo «Los Rolling Stones en sus propias palabras» es comprobar que, en las últimas cuatro décadas, Mick es siempre el más parco y el más anodino de todos. En 1983 firmó un contrato para escribir su autobiografía con la editorial Weidenfeld and Nicolson. Le adelantaron la exorbitante cifra – y mucho más en aquel entonces– de un millón de libras. Iban a ser las memorias del siglo dentro del mundo del espectáculo. Pero al editor el manuscrito – que no redactó Jagger, sino un profesional de la escritura– le pareció insalvablemente aburrido y Mick tuvo que devolver hasta el último penique.

Por toda explicación dijo que no recordaba «nada de nada»; y no se refería, naturalmente, a su lugar y fecha de nacimiento o al nombre de su madre, sino a los avatares personales por los que Weidenfeld había adelantado un millón y hoy cualquier editor pagaría gustoso cinco veces más. Y ésa ha sido su postura desde entonces cuando le han propuesto un libro o algún entrevistador ha insistido en que cuente algún episodio de su vida. Es una pena, pero todo su fenomenal pasado es sólo «un borrón».Y sin embargo, y cualquiera que lo conozca lo puede atestiguar, esa imagen de hombre que perdió la memoria hace 30 años cual víctima de una variedad precoz de alzhéimer no es más que una estupidez, una manera cómoda de salir del paso, habilidad que Jagger siempre tuvo y ha llegado a convertir en una de las bellas artes. Así se ahorra aburridos meses encerrado a solas con algún negro especializado en autobiografías, o responder preguntas incómodas sobre su vida sexual.

"Lo único que le interesa es el mañana"

Pero ese mismo olvido, esa misma niebla, oculta los altibajos de una trayectoria sin parangón en el mundo de la música popular. ¿Es posible, por ejemplo, que haya olvidado cómo conoció a Andrew Loog Oldham, primer mánager de los Stones, o a Marianne Faithfull? ¿O que un día se negó a subir al escenario giratorio del London Palladium? ¿O que lo encerraron en la cárcel de Brixton? ¿O que aparece en los diarios de Cecil Beaton, o que una vez en Nueva York le escupieron en plena calle, o que inspiró un editorial del Times, o que dejó en la estacada a una gran figura de la industria discográfica como Allen Klein, o que plantó cara a unos Ángeles del Infierno homicidas en el Festival de Altamont, o que se casó en Saint-Tropez ante reporteros llegados de todo el mundo, o que le tomaron las huellas dactilares en Rhode Island, o que Steven Spielberg se puso de rodillas ante él por pura veneración, o que fue uno de los protegidos de Andy Warhol, o que unas mujeres desnudas y con el vello púbico pintado de verde lo persiguieron en Montauk, o que una tarde en Hyde Park persuadió a un cuarto de millón de personas de que guardaran silencio para escuchar un poema de Shelley?

Es la eterna paradoja que pende sobre Mick, la de un supremo conseguidor para quien sus colosales logros no parecen significar nada, la de un supremo extrovertido que prefiere la discreción, la de un supremo egocéntrico a quien no le gusta hablar de sí mismo. Nadie lo ha expresado mejor que Charlie Watts, batería de los Stones y el componente a quien menos afectó tanta locura y desquiciamiento: «A Mick le importa un bledo lo que pasó ayer. Lo único que le interesa es el mañana.»Pero nosotros, ahora, vamos a desempolvar un poco tantos ayeres con la esperanza de refrescarle la memoria.

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