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Entre el pacto y el choque

Miles de personas se unen en la cadena humana de la Diada, en el paseo de Gracia de Barcelona, el pasado miércoles.

Pere Vilanova

Aplicado el concepto de relatividad al llamado proceso soberanista, a cada vez más gente le parece que empezó hace muchísimo tiempo, o quizá es que se le está haciendo todo muy largo. En otras palabras, mucha gente dentro y fuera de Cataluña empieza a tener la sensación de que estamos en pleno día de la marmota. Los argumentos de unos y otros se repiten sin pausa pero sin prisa, todos invocan una voluntad de diálogo directamente proporcional a la inmovilidad de las posiciones respectivas. Y al final, ¿qué? Dicho de otra manera, estamos cada vez más “entre el mantra y el vudú”. Si vamos repitiendo conceptos y vamos reiterando hechizos, al final «algo sucederá». O no.

Según los expertos del Consell Assessor per a la Transició Nacional, ese órgano creado por el Govern en su día para presentar las diversas vías jurídicas, internas e internacionales, que supuestament dan cobertura al proceso soberanista, existen cinco vías legales para la consulta. Desbrozada la literatura al uso, se reducen a una: puede haber consulta si hay pacto, un acuerdo legal negociado con el Estado, y ya sabemos que no lo habrá porque los votos del Congreso no cambiarán. Quedan entonces las famosas «elecciones plebiscitarias», que, según dijo el presidente Artur Mas hace unos meses al diario francés Le Figaro, son el escenario más probable. Su convocatoria es competencia exclusiva del presidente de la Generalitat, y por tanto es legal. Pero son simplemente elecciones al Parlament de Cataluña, y algunos partidos las considerarán plebiscitarias (y así lo dirán en sus programas), y otros no.

En paralelo sale de de vez en cuando como Guadiana tenaz el tema de una supuesta «legalidad internacional», que Mas invoca con tono misterioso y el Consell Assessor per a la Transició Nacional expone varias razones -de nula consistencia con el Tratado de la UE- por las que... el Govern no puede garantizar ninguna. Bruselas ha vuelto a repetir que, separada de España, Cataluña de entrada queda fuera de la Unión a todos los efectos. Y recordando de paso que los catalanes, por muy europeos que se sientan,son titulares de los derechos de todo ciudadano de la UE en tanto son ciudadanos de un Estado miembro. Gustará poco o nada, pero la cosa es así: los catalanes son ciudadanos europeos porque son…ciudadanos españoles.

Este bucle ya lo vivimos en septiembre de 2012: manifestación multitudinaria de la Diada (las cosas claras, fue un éxito de convocatoria apabullante, y tanto CNN como BBC abrieron con este tema); el presidente bajando a la plaza de Sant Jaume, donde un curioso parterre de intelectuales le esperaba como a Moisés bajando del monte Sinaí, y largos meses de invocaciones: «Acudiremos a instancias internacionales». Luego, las elecciones anticipadas de noviembre de 2012 y el descalabro del candidato Mas y su campaña electoral hiperpersonalizada, hasta la Diada del 2013, el éxito de la cadena humana y de nuevo el mantra de «habrá consulta el 9 de noviembre». Este año hubo elecciones europeas (por cierto, ¿y la candidatura única soberanista?, ¿y su programa unitario?), y en 2015 elecciones municipales y elecciones generales, además, quiza, «elecciones plebiscitarias» en Cataluña. Muchas elecciones como para evitar que el ciudadano medio empiece a tener “fatiga de combate”…

Todo esto impulsa a los partidos a competir ferozmente, no a fusiones, programas únicos o soberanismos liderados por un líder aceptado sólo por su propio partido (no sin tensiones internas, con Unió Democràtica y dentro de la propia Convergència). Y todo esto, para sonrojo del Parlament, sin ley electoral de Cataluña (la única de las 17 comunidades autónomas que no la tiene), sin junta electoral propia para organizar la consulta, sin disponer del censo y sin ley de consultas, que no llegará casi ni a ver la luz porque será recurrida y suspendida cautelarmente por el Tribunal Constitucional.

Eso no hace mejor a la otra parte. El espectáculo del Congreso de los Diputados y de la clase política española (con muy pocas excepciones) suele ser la otra cara de la moneda, una pobre reedición del «España una y no 51», con Rosa Díez en el papel de policía malo, Rubalcaba antes y Sanchez ahora de policía federalista, y Rajoy de policía aburrido. Tampoco ayudan pronunciamientos como el  Manifiesto de los libres e iguales.Manifiesto de los libres e iguales El texto es pretencioso, pomposo, y pretende ser intimidatorio. Además, resulta chocante ver juntas algunas firmas de personas dignas con otras francamente indignas. De la misma manera que no te manifiestas junto a según quién, una persona sensata no debería firmar con según quién. Manifiestos aparte, hay un problema de fondo, pero el instrumento para resolverlo es su principal obstáculo: una clase política ensimismada, fragmentada, centrada en la competición por su cuota de poder institucional como única hoja de ruta.

Veamos con mayor detalle. A mediados de enero de 2013, a primera hora de la mañana, la radio pública catalana anunciaba que habían entrado en el registro de la Mesa del Parlament cuatro resoluciones o proposiciones no de ley relativas al derecho a decidir, y al cabo de uno o dos días entraba una quinta, la del PSC. Un ciudadano medio podría haber pensado, en pleno desayuno, que cuando se produce un momento histórico debería notarse. Pero tantas propuestas de resolución como grupos tiene el Parlament, menos dos, parecen demasiados momentos históricos. Y al final alguien recordó que nuestra Cámara parlamentaria ya ha hecho otros pronunciamientos similares media docena de veces en años recientes. Sin más consecuencias, ni jurídicas ni políticas.

Por un lado, porque desde el mismo 12 de septiembre cada año los partidos (todos) siguen con el más clásico y previsible juego político según el cual su máxima prioridad es diferenciarse unos de otros, competir ante un supuesto electorado en disputa y mantener una retórica elevada en torno a elevados principios abstractos, sin dejar de acusarse unos a otros de prácticamente todos los defectos y malas intenciones. Este es el territorio de la famosa deconstrucción del fenómeno de la Diada desde 2012 hasta hoy.

Desde entonces se han agudizado las contradicciones y tensiones entre todos los partidos, y dentro de ellos, entre sus dirigentes y sus cuadros, o entre el aparato y simplemente su gente, y en este punto las encuestas son abrumadoras. Y estas tensiones y divisiones son exponencialmente mayores en el campo soberanista que en campo contrario. Cada día y en cada ocasión sabe el ciudadano lo que cada político va a decir aunque el televisor se quede sin audio.

O en otras palabras, el problema no es que alguien -desde la sociedad civil, la intelectualidad o los comunicólogos- descubra alguna idea inédita para que desaparezca esta degradación democráticas, o una de sus peores derivadas, la corrupción. El problema es mucho más grave: se ha quebrado lo que en última instancia es el contrato social, es decir, el conjunto de mecanismos por el que una sociedad democrática delega en una serie de personas (para entendernos, la clase política) la delicada tarea de gestionar el interés general.

Y aquí aparece otro problema. Habrá quien diga que a fin de cuentas la propia sociedad ha fallado, que en democracia tenemos los gobernantes que elegimos... Cierto, pero la responsabilidad a la hora de corregir el desastre no es simétrica. No está al alcance del ciudadano corregir el comportamiento de la clase política, al menos a corto plazo. Porque el objetivo de dicha reforma son los propios encargados de llevarla a cabo: los partidos. Y, francamente, no se les ve por la labor. Su cleptocracia no se refiere aquí a ambiciones económicas de tal o cual individuo, aunque ello sea un triste espectáculo cotidiano. Cuente el lector el tiempo que cualquier noticiario dedica a ello, comparado con la totalidad del resto de las noticias, Messi y Neymar incluidos. En este sentido, imposible no tomar nota de que el caso Pujol, además de salvar la temporada periodística agostal, ha tenido un efecto devastador sobre el proceso soberanista en general, y sobre Convergència en particular.caso Pujol

La cleptocracia se refiere al control absoluto que quieren seguir manteniendo sobre la totalidad de instituciones públicas, desde el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional a los consejos de administración de los medios de comunicación públicos. Por tanto, no se trata de ideas sino de comportamientos. La quiebra del contrato social es devastadora. Y ello no es exclusivo de Cataluña y su proceso soberanista, va mucho más allá. Pero, claro, y volviendo al símil ya clásico, lo que para muchos iba a ser un imparable y espléndido soufflé parece llevar camino de acabar como una espesa fondue. No es que sea mala, pero es de pesada digestión.soufflé fondue

En resumen, todo este proceso político en curso, está sometido a varios factores de estrés estructrural, que se agravan año tras año. El primer factor de estrés es, por supuesto, la crisis. Coincide la fecha de 2012 con la formalización de un rescate pedido según normas establecidas fuera de Cataluña (y de España): en Bruselas. Este rescate tuvo varias lecturas políticas posibles, pero su necesidad era obvia y vino dictada por urgencias económicas cuya solución era inaplazable. Por tanto, los que dicen que la solución estructural de tal crisis está en que, para el 9 de noviembre de este año Cataluña proclame unilateralmente su independencia, simplemente, viven en otra galaxia.

El segundo factor de estrés es que nunca desde 1977 el contexto general y la propia naturaleza de esto que se llama Unión Europea han sido tan poco favorables a unilateralismos económicos o políticos. ¿Alguien cree que Bruselas, Durao Barroso, Van Rompuy, Draghi, Schulz, Junker y Merkel lo que necesitan ahora es una secesión conflictiva en uno de sus Estados clave? ¿Y una nueva ampliación, después del dudoso balance de la ampliación a 28 miembros?

El tercer factor de estrés estructural viene de lejos. Lleva años creciendo, pero la crisis y su versión catalana y española lo han convertido en el problema principal: el naufragio de nuestros sistemas de representación política. Es decir, nuestros sistemas de representación de intereses sociales, que por definición son muchos y muy diversos. Esta tarea, en democracia representativa, corría tradicionalmente a cargo de partidos, sindicatos, asociaciones y grupos de presión. La crisis ha evidenciado un desajuste estructural sin precedentes, del que hay tres síntomas (que no necesariamente soluciones): el desprestigio galopante de la partitocracia y su apropiación cleptómana de instituciones y organismos de todo tipo; el conglomerado 15-M + indignados, que no consigue (a pesar del fenómeno Podemos) pasar decisivamente de la protesta a la propuesta; y el malentendido de fondo sobre la sociedad civil, tan invocada por unos y otros, y por cierto tan plural por definición que sólo en la Federació Catalana de ONG hay casi un centenar de asociaciones.

Esto plantea un problema, muy decisivo en lo que será el desenlace del proceso soberanista: cómo se mide la representación. Es legítimo que el ciudadano descontento con la situación actual pregunte: «De acuerdo, pero ustedes, señores del 15M, ¿a cuánta gente representan?». En 2014 las elecciones europeas aportaron un inicio de respuesta, importante, incluso espectacular, pero medible en su justa proporción: se llama Podemos. Es mucho, es nuevo, es sociológica y políticamente fascinante. Pero es lo que es. De momento, es lo que hay y habrá que esperar a sucesivos procesos electorales para pasar de las emociones a las cuentas claras.

Para volver al caso de Cataluña, un día de 2012, en TV3, una señora afirmaba con mucha convicción: «Es que nosotros somos la Assemblea Nacional Catalana», y de ahí pasó a decir lo que tienen que hacer el Govern, el Parlament, el Congreso de los Diputados y todo hijo de vecino ante la manifestación del día 11 de septiembre de aquel año. Pero, por mal que funcione y defectos que tenga (y tiene un montón), la asamblea nacional de este país, Cataluña, es el Parlament. Así lo dice el Estatut y así lo establece el principio de democracia representativa: se puede verificar que al actual Parlament lo han votado 3.130.276 ciudadanos, mientras que tal o cual ONG, sea cual sea su número de socios, representa a ese número de socios aunque pueda a la vez tener una considerable, creciente o decreciente influencia social. Pero está por demostrar que por autodefinirse como «sociedad civil» se tenga la misma o más legitimidad que el Govern y el Parlament, votados por los ciudadanos.

Al final, las decisiones políticas, legislativas, presupuestarias, nos guste o no, se toman en las instituciones apropiadas y no deberían esperar. Ya hubo una gran manifestación en julio de 2010, después de la que se dijo: «Nada será igual». Según se mire, no es igual sino peor. Pero puestos a medir, en las elecciones que hubo cuatro meses después ese mismo año, CiU sacó el 38% de los votos; PSC, el 18%; y el PP, el 12%. En cambio, los partidos que parecían estar al frente de un movimiento tan supuestamente unánime llegaron, sumados, al 10%.

Para las elecciones autonómicas que Artur Mas, imprudentemente, convocó anticipadamente en 2012, los resultados variaron mucho o bastante para determinados partidos, pero el total de votos sumados, siguió siendo muy alto. No cabe duda, los votantes existen, y eligen. El 15M, como la ANC, se autoadjudican representación, sobre todo a la hora de contar manifestantes.

La ciudadanía se manifestará (o no, y es igual de legítimo), pero la clase política tiene un largo camino por recorrer para hacerse perdonar su responsabilidad primordial en el desajuste estructural que vivimos.

Apuntábamos hace meses que este era el principal motivo de que «el soufflé se esté convirtiendo en fondue». Mucho más que hace un año, las tensiones y divisiones entre los partidos, e internamente en varios de ellos, son percibidas cada vez más como el principal obstáculo para el proceso en curso. El test de las sucesivas Diadas (2012/2013/2014) no es unívoco, el problema de fondo (la relación de Cataluña con España) es todo menos binario, no se lee ni se soluciona con partituras en blanco y negro. La sociedad catalana es mucho más compleja, plural, fragmentada, de lo que unos y otros afirman o pretenden. Y sobre todo un éxito de participación cívica en una o dos o tres Diadas no garantiza que la sociedad y la clase política se reconcilien. Algunos soberanistas inteligentes apuntan, con razón, que si estas conclusiones son ciertas la cosa va para más largo. Eso no se improvisa, porque los instrumentos del proceso (los partidos) son percibidos cada vez más como el principal obstáculo al proceso.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona y experto en procesos electorales.

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