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Las memorias de Pujol a examen

Hacienda no aclara cinco incógnitas sobre el 'expediente Pujol'

Anna Caballé

En el segundo volumen de la autobiografía del escritor noruego Klaus Knausgard, Un hombre enamorado, este atraviesa una crisis personal y un amigo le dice que debería irse a España. ¿Y qué tiene España de particular? pregunta alguien del grupo. “Allí puedes hacer lo que te dé la gana. Nadie se mete”, responde el amigo en cuestión. Es un comentario suelto, Knausgard seguirá con su vida en Estocolmo sin hacer caso del consejo y España no vuelve a mencionarse en el libro, pero no hay duda de la arraigada imagen de tolerancia e impunidad que ofrecemos fuera de nuestras fronteras.

Una imagen dolorosa que puede favorecer al turismo desbocado y a la corrupción, pero que no deja de humillar a una mayoría de ciudadanos ajenos a la vida excesiva y a los desórdenes del poder. Una mayoría que no hace lo que le da la gana y que en estos momentos está reflexionando muy seriamente, y desde muchas perspectivas, sobre las instituciones que detentan el poder y sobre cómo se ha venido ejerciendo hasta ahora. El más reciente de estos desórdenes lo ha proporcionado el antes Muy Honorable y hoy Muy Miserable Jordi Pujol Soley, presidente de la Generalitat de Catalunya entre 1980 y 2003 y un referente ético de la sociedad catalana hasta el 25 de julio de 2014, cuando agobiado por las filtraciones que hacían insostenible poder mantener su imagen pública de honestidad, admitió haber defraudado a la Hacienda española una cantidad indeterminada de dinero, a lo largo, como mínimo, de 34 años (es decir, desde la muerte de su padre).

Su declaración cayó como una bomba en todos los medios catalanes, independentistas o no, pues la idea arraigada era que Pujol soportaba en silencio el carácter ambicioso y temerario de sus hijos, dispuestos a enriquecerse gracias a la posición privilegiada que disfrutaban por ser hijos de Pujol. Pero una pregunta interfiere ya en este estado de cosas aceptado comúnmente hasta ahora: ¿es normal que los hijos de quien tanto ha presumido de adhesión personal al bien común demuestren sentir tan poco aprecio por él, lanzándose a los negocios sin el menor escrúpulo? ¿En qué lugar, al lado de qué personas respiraron el aire mefítico de la codicia y la extorsión como medio para satisfacerla? Estos días se está poniendo el foco sobre Marta Ferrusola, la matriarca del clan e indudablemente corresponsable de los penosos hechos ahora conocidos. Con el tiempo sabremos más sobre su peso en todo este asunto, pero ¿qué hacía la mujer del expresidente de la Generalitat, con más de 70 años, ingresando miles de euros en un banco andorrano? ¿Dónde está la vergüenza? En todo caso, antes de afear conductas ajenas, cosa que el matrimonio Pujol hacía a menudo, ¿no era esperable que revisaran la propia y la de sus hijos, prohibiéndoles a estos, si era menester, aprovecharse impunemente de su privilegiada posición política?

Las preguntas se atropellan ante el silencio con que se había preservado hasta ahora la corrupción sostenida del clan Pujol y es inevitable acordarse de una de las primeras lecciones que recibe el pícaro Lázaro de Tormes de su primer amo, un mezquino y avaricioso ciego que pone a prueba la lealtad de su pupilo invitándole a compartir un racimo de uvas, con la condición de que cada uno tome solo una uva cada vez. Cuando Lázaro ve que el ciego rompe el acuerdo y las toma de dos en dos, él pasa a comerlas de tres en tres. Es el silencio de Lázaro el que le indica que su pupilo tampoco está respetando el acuerdo, pues de hacerlo hubiera protestado al ver que su amo no lo hacía. Hay que otorgarle un sentido real al hecho de que el pícaro, y toda la literatura generada en torno al personaje, haya sido una aportación genuinamente española a la cultura europea. El pícaro es un ser avispado, de pocos escrúpulos, dispuesto a concebir ingeniosas tretas con las que salir adelante rehuyendo las responsabilidades. Es un personaje amargo, con una visión cínica de la vida, enfrentado permanentemente a la verdad.

Y si repasamos la historia de Pujol, está salpicada de episodios turbios resueltos con argucias que dejaron un raro sabor en la boca. Recuerdo a su hijo, uno de ellos, Oriol Pujol Ferrusola, este invierno, sonriente y aparentemente relajado, queriendo ofrecer una imagen de naturalidad al finalizar un acto cultural en la sede de RBA, mientras los asistentes hacían un discreto vacío a su alrededor, evitando saludarle -de nuevo el silencio como respuesta a una situación incómoda-. Mucho antes de que firmara aquella hipócrita carta de renuncia a su cargo de secretario general de CDC – “voy dejándolo todo para no perjudicar en nada” (cuando el perjuicio es inenarrable)-, el quinto hijo de Pujol, y su heredero, era ya un cadáver político. ¿Pero quién imaginaba entonces lo que ocurriría 10 días después?

La confesión del padre, redactada en un estilo borroso e impreciso, tuvo un efecto fulminante. Quizás porque en su declaración no había modo de hacerse una idea cabal de lo ocurrido, más bien el cálculo de quien aspira a contener los daños adelantándose a ellos. La misma confusa actitud mantuvo en sus primeras y dubitativas declaraciones a la prensa, en Queralbs, en el Pirineo. Como si desprovisto de la máscara que le ha facilitado todas las respuestas durante años, con el beneplácito general, emergiera un pobre hombre incapaz de saber qué era lo que se había torcido en su vida y en la de su familia. Por primera vez, el refugio en la hostilidad española no le servía para explicar su indigna conducta, aunque al parecer ya se ha rehecho, encontrando nuevos argumentos para deslegitimar a sus muchos acusadores, en lugar de deslegitimarse a sí mismo y enfrentarse al gravísimo error de creerse por encima de las leyes.

A un nivel puramente intuitivo creo que muchos de nosotros éramos conscientes de las sombras que envolvían al personaje. Su rostro, envuelto en una nube permanente de malestar y preocupación, dejó hace años de mostrar una expresión franca y los tics y contracciones que lo acompañaron muy bien podían reflejar la inmensa tensión interior con la que convivía. El hecho de hablar con los ojos cerrados sugería asimismo un aspecto ensimismado e infranqueable de su personalidad.

Qué decir y qué callar

A la luz de lo ocurrido es casi inevitable volver a sus memorias (en minúscula), redactadas por el periodista Manuel Cuyás y publicadas en tres volúmenes, entre 2007 y 2012. Un largo periodo de tiempo aparentemente justificado por la incesante actividad política que seguía manteniendo el expresidente y que le impedía dedicarse plenamente al proyecto autobiográfico. Ahora pienso que esa lentitud obedecía a la reserva mental con que debió acogerlo desde el principio, pues forzosamente le obligaba a tomar decisiones sobre lo qué decir y lo qué callar en el relato mesiánico de su vida.

Si cualquier hombre de Estado en sus memorias está más o menos obligado a ser prudente y explicarse hasta cierto punto, en el caso que nos ocupa no se trata de valorar esta o aquella omisión en su relato, sino que la obra, en sí misma, es una gran mentira y causa un grave daño a la cultura, al infringir los deberes más elementales con el mundo del libro, en general, y con el código de la autobiografía en particular. No es extraño que la editorial retirara las memorias de Jordi Pujol del mercado el mismo día de su confesión. Constituyen una afrenta para cualquiera que crea en la honradez y en la veracidad a la que toda persona está obligada cuando habla de sí misma.

No me gustan las memorias habladas. Si ya de por sí es delicado el trasvase de una experiencia vivida a la escritura, porque nuestras acciones y percepciones más básicas y cotidianas se encuentran constantemente mezcladas y confundidas con las acciones y percepciones de otros, extraer de todo ese magma un relato veraz y singular es una operación no sólo de gran envergadura literaria, sino moral. Cuando la tarea requiere de otras colaboraciones externas, ya no puede saberse a quién pertenecen las palabras. ¿Por qué Pujol requirió de un periodista la labor de escribir su historia, cuando él es autor de varios libros y ha demostrado sobrada experiencia con la escritura? No lo hicieron así dos de sus admirados políticos, Churchill o De Gaulle, ambos autores de sus propios relatos autobiográficos.

Ahora pienso que esa ambigüedad resultaba conveniente a la astucia del personaje, pues le permitía, en primer lugar, evitar la plena responsabilidad del contenido (quien dice yo no es propiamente un yo sino alguien que se atribuye ser el sujeto de la narración, en este caso Cuyás) y en segundo lugar, conseguir una cierta objetivación, desvincularse de algún modo de sí mismo. Objetivar una esfera dada del ser implica despojarla de la fuerza normativa que ejerce sobre nosotros y, por tanto, poder abordarla desde una nueva perspectiva. Facilita el poder hablar de uno mismo a otro como de quien se quisiera o se debió ser, por ejemplo. En su caso, un fraude puesto que no era quien decía ser.

El hecho de que las memorias (siempre en minúscula) fueran el fruto de unas sostenidas conversaciones con Cuyás explica su carácter esencialista. Más que un ejercicio autobiográfico marcado por la precisión de los datos o el análisis de los sentimientos, son la exhibición de una postura moral: un individuo vuelve sobre su pasado para juzgar aquello que, en su vida, vale como modelo de conducta y por tanto de ejemplaridad. Desde niño, se nos dice, ya trazaba en la tierra labrada de Premià de Dalt la silueta de su país, imaginando para él los mayores dones y reservándose la aplastante carga de ser el conductor que guía hacia ellos. Él, pues, y Cataluña. Una peligrosa fusión de su identidad con la identidad catalana que no le suscita el menor reparo. En el prólogo al primer libro, por poner un ejemplo, afirma que su objetivo es explicar el origen de sus convicciones “que hacen que yo sea como soy, y mucha gente sea como es, y el país sea asimismo como es”. Es decir, yo soy como el país y el país es como yo.

Si en cualquier circunstancia esta alegre y patológica identificación (Pujol no es Moisés) es peligrosa e inapropiada, pues se corre el riesgo de perder la noción de los propios límites, en su caso la conclusión no puede ser más desconcertante. Después del repetido engaño en que ha tenido a los catalanes sobre su participación en los negocios fraudulentos de sus hijos ¿qué es lo que nos está sugiriendo Pujol? Porque si él es como el país… ¿acaso somos todos del mismo país del 3%?

Lo más indignante de las memorias es su insistencia en los valores de Cataluña, que él dice representar. Su ideal moral es la persona seria, católica, productiva y nacionalista, ajena a la ostentación y solidaria con la comunidad en la que vive. Para él, el nacionalismo es una filosofía de vida que inspira a los individuos, establece su identidad, les proporciona una matriz en cuyo seno es posible ser la clase de seres humanos que son y donde es posible concebir los nobles fines de una vida dedicada al bien público. Por ello, le basta con decir que se siente satisfecho de sus hijos porque son “nacionalistas y trabajadores”.

Ahora estos calificativos causan una turbación indecible. ¿Trabajadores en qué sentido? Pujol expresa asimismo, y sin que nadie se lo demande, su nulo interés por el dinero y por el gasto, porque “pudiéndomelo permitir, no me he comprado nunca casas, ni masías, ni barcos, ni cuadros. Todo el dinero lo he invertido en producir. El productivismo llevado al extremo”. Es un comentario que podemos leer en clave literal: en efecto, el suyo ha sido un productivismo llevado al extremo. Todo el dinero lo ha invertido en producir más. Que no se comprara ningún barco es lo de menos, tal vez sólo fuera una cuestión de avaricia personal. Desde Plutarco la vida de los grandes hombres ha alimentado un arte de vivir y es evidente que Pujol, con aspiraciones a ser un “pequeño gran hombre”, se esfuerza en sus memorias por dar forma al suyo, exaltando la sobriedad de su vida y la voluntad de servicio a su país.

Pujol comparecerá en el Parlament el 26 de septiembre

Pujol comparecerá en el Parlament el 26 de septiembre

Un ejemplo: cuando se declaró a Marta Ferrusola, en una cafetería del centro de Barcelona, le advirtió que su pasión “primera y fundamental” era Cataluña y que habría momentos en que esta pasión se impondría sobre ella y sobre la familia. He aquí un ejemplo de honestidad, del hombre que creyéndose Moisés y, por tanto, con una tarea suprema que cumplir, no quiere engañar a nadie, tampoco a su futura esposa, sobre la prioridad de sus convicciones. Al parecer Ferrusola no se inmutó, ya le parecía bien que fuera de ese modo. Y así ha sido. Pero todo ese ethos defendido incansablemente, ese ardor patriótico supuestamente convertido en lealtad política a fin de construir la Cataluña actual sobre las bases de una sociedad ciertamente castellanizada en 1976 y que no creía en sí misma, ha resultado ser una inmensa estafa. Que nos advierte del peligro de la religión o de ideologías milenaristas como el nacionalismo, que de alguna forma se asemejan a la religión, al colocar la pasión moral por delante de las evidencias contundentes. En su nombre se han cometido muchas barbaridades.

Los ciudadanos españoles (incluyo a los catalanes) hemos visto caer en los últimos tiempos muchos mitos, tal vez demasiados para no pensar que la era de Plutarco –la de las grandes figuras capaces de iluminar una época- ha terminado. Creo que ahora la única ejemplaridad posible hay que buscarla en la práctica cotidiana de tantos ciudadanos de a pie que soportan pacíficamente y con entereza los contratiempos y reveses que los consumen. Pero en todo caso, si, como creía Nietzsche, la moral sólo puede ser impulsada negativamente, no cabe duda de la inmensa contribución a la cultura que tienen las memorias de Jordi Pujol, mostrando el camino de lo que nunca debería hacerse. Si la pregunta acuciante que se formulaba de joven era ¿qué puedo hacer por Cataluña?, mi respuesta es que ha llegado el momento de hacer algo por Cataluña: decir la verdad, reescribir sus memorias, esta vez sin intermediarios: en solitario, cara a cara con los lectores a los que engañó contando una historia que no era la suya.

Anna Caballé es profesora de la Universidad de Barcelona y experta en estudios biográficos.

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