Carretera imanta

Apenas un barrunto de la Highway 1

El Golden Gate, en San Francisco.

Estados Unidos, país continente en el que automóvil se escribe con b de libertad, el tren es un medio de transporte casi exótico, los viajes se miden en horas y no en kilómetros, y los pueblos que se asoman a las calzadas arraciman sus moteles a la entrada para que el viajero no tenga que entrar, sólo dormir y seguir… Los Estados, decíamos, están unidos por carreteras. Cosidos por ellas.

Algunas de esas vías han entrado en la leyenda. La Ruta 66, madre de todas las carreteras (The Mother Road), Calle Mayor del poblachón americano (The Main Street of America); la Scenic Byway 163, que desde la frontera con Arizona atraviesa Monument Valley; la Great River Road, que flirtea con el Misisipi de Minnesota a Nueva Orleans… Y en esa nómina de míticas está también la Pacific Coast Highway o Highway 1, que dibuja la costa oeste del país entre México, es decir, entre el sur de California (allá Tijuana, aquí San Diego) y el norte del Estado más al norte, Washington, pasando por Oregón.

El recorrido que aquí proponemos, y que hicimos en invierno, está anidado en esa gran ruta, que abandonamos para completar un círculo muy imperfecto que nos llevó a los parques nacionales de Secuoya y Yosemite, al Lago Tahoe, Santa Rosa y de vuelta a San Francisco.

Let's go!

Cruzar el Golden Gate en coche es, ya perdonarán el tópico, una asignatura pendiente que el viajero sobre ruedas ha de aprobar. Llevábamos varios días en la ciudad, y pasamos a este lado del puente, a Sausalito, con el único objetivo de conocer ese pueblo de sabroso nombre y catar unas hamburguesas que, según una amiga, no tienen parangón. Fue como dar un paso atrás para tomar impulso… porque la Pacific Coast Highway se coge justo en la otra punta de la ciudad.

Poner rumbo al sur significa ribetear un océano en el que haga frío o calor, haya viento o calma, los californianos y quienes les visitan se dedican al surf.

La carretera parece entretenerse vigilando a los surfistas y encadenando parques estatales: Pigeon Point, Año Nuevo, Coast Dairies y Wilder Ranch, que ofrecen excelentes puntos panorámicos, alardean de litorales espléndidos y permiten conservar una costa que se quiere agreste.

Y así, de parque en parque, llegamos a Santa Cruz, donde la playa parece sólo un escenario para plantar otro parque, pero de tipo diferente: uno de atracciones, el Beach Boardwalk, conjunto de estructuras y edificios con estética retro asomados al Pacífico para brindar a aquellos a los que el mar no basta atracciones de todo jaez, incluida una montaña rusa de madera construida en los años 20 y un tiovivo de 1911 que tiene la consideración de Monumento Nacional.

La 1 sigue cortejando al océano hasta Monterey, ciudad de resonancias hispanas que presume de acuario e historia, y asienta su prosperidad turística de hoy en las sardine canning factories de ayer, industrias de enlatado de sardinas que se apiñaban en la conocida como Ocean View Avenue. La vía urbana, eso sí, cambió su nombre en 1958 para honrar a John Steinbeck, el escritor que hizo de las conserveras decrépitas un lugar de leyenda: Cannery Row.

Steinbeck, nacido en la cercana ciudad de Salinas, vecino de Pacific Grove, escribió su novela mucho antes de que la última industria cerrara, en 1973, privándonos para siempre de lo que él describe como «un poema, un hedor, un chirrido, una cualidad de la luz, un tono, un hábito, una nostalgia, un sueño».

Aunque si de soñar se trata, Carmel parece una opción más segura…

En este pueblo, que entre nosotros es conocido no tanto por sus bondades naturales y urbanísticas como porque Clint Eastwood ejerció de alcalde, jamás viviría Harry el Sucio: pulcro y selecto, lleva a gala ser considerado una de los mejores de Estados Unidos, y estar en la lista de los mejores lugares del mundo para el amor: un lujoso paraíso, un monumento a la buena vida, una gozada híper civilizada al borde de una gran playa semisalvaje de arena blanca.

También un lugar con una misión: la dedicada a San Carlos Borromeo de Carmelo. Creada en 1771, hoy es parroquia, escuela, museo y un homenaje perpetuo a su fundador, Fray Junípero Serra.

Para no despertar bruscamente del sueño carmelita, retomamos nuestra ruta siguiendo la coqueta 17 Mile Drive, una carretera panorámica favorita de las guías turísticas que parece el camino principal de una gran urbanización y por la que los coches sólo pueden circular previo pago, mientras que los ciclistas y los andarines pueden recorrerla sin desembolso alguno. No todos los puntos señalados en el circuito como de interés realmente lo tienen, pero sorprenden y mucho el islote cubierto de elefantes marinos y el campo de golf, cuyo obstáculo de agua no es otro que el Océano Atlántico.

El paisaje va cambiando, la vegetación se achica, las playas mutan en acantilados, y antes de llegar al punto en el que abandonaremos esta ruta aún nos queda un hito: el puente sobre el Bixby (Bixby Bridge), inaugurado en 1932 para alivio de los habitantes de Big Sur, que antes de la construcción quedaban prácticamente aislados en invierno.

Todavía hoy, pasado casi un siglo, la estructura de hormigón, un único arco sobrevolando el mar a una altura de 98 metros, sigue impresionando. La costa y el puente se han hecho inseparables.

El pulpo en el garaje

El pulpo en el garaje

Llegadas a este punto, toca decir adiós a la Pacific Coast Highway, de la que apenas hemos recorrido un retazo. La ruta autoimpuesta nos aleja del mar. La ciudad que nos espera, ya en el interior, se llama Mariposa. Cosas de yankis.

Fotografía: Ingenio de Contenidos

Ingenio de Contenidos

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