Maleta de libros

‘Todo lo que sucedió en el valle’, de Ramon Solsona

Portada de Todo lo que sucedió en el valle, de Ramon Solsona.

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Quizás el nombre de Ramon Solsona no sea el más vistoso entre las novedades de septiembre. Pero la nueva novela del escritor catalán, por la que ha apostado la editorial Tusquets (6 de septiembre en librerías) se ha hecho su propio espacio en las estanterías. Todo lo que sucedió en el valle se sitúa en los años sesenta, en la construcción de las grandes obras hidroeléctricas de los Pirineos. En ellas, en Vall de Cardós, se reúnen miles de obreros, contrabandistas y fugitivos que esperan encontrar una vida mejor en esos espacios inhóspitos. 

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Iba a nevar, todo el mundo lo sabía. La madrugada había sido turbia, legañosa, el sol salió sólo un momento, justo después del primer toque de oración, como si las campanas hubiesen asustado a las nubes. Recuerdo perfectamente que se vio el Pui Tabaca cubierto de una capa de nieve. Era la primera nevada del año y, cuando el cielo se volvió a tapar, ya se intuía que la nieve no tardaría en llegar al valle. El frío era cada vez más intenso y las nubes se habían unido en una sola panza de plomo que parecía que tuviera que caer sobre el pueblo. La vaca está preñada, decía un hombre que señalaba el cielo con la punta del bastón.

Todo el mundo lo sabía, pero la nieve no llegaba. La vaca preñada no se decidía a alumbrar, y el día fue muriendo sin que hubiese caído ni un solo copo. Cuando sonó el toque de oración del atardecer ya era noche cerrada y había un silencio precoz. Era extraño no oír ninguna guitarra ni los habituales cantos de los andaluces, que se resguardaban en los bares hasta que los echaban. Era como si hubiese sonado una señal de alerta por la nevada que todos afirmaban inminente. O era quizá que el párroco se había salido con la suya y a base de sermones y de rosarios había conseguido que la gente se fuese a dormir pronto. El día siguiente iba a ser el último de un alboroto religioso al que llamaban la Santa Misión, pero no, no creo que el párroco tuviese tanta influencia, ni tampoco que la gente fuese tan religiosa.

A las once de la noche aún no nevaba, lo sé porque a aquella hora salí a la carretera. Me habían desvelado un murmullo de voces y unos pasos amortiguados que había creído oír, como si alguien hubiese entrado por la cuadra. Me levanté bruscamente y bajé con sigilo para salir de dudas.

El corazón me palpitaba con una violencia desbocada. Estaba haciendo lo que hasta aquel momento había evitado con una disciplina de hierro. Ninguna imprudencia, ningún paso en falso en presencia del marido, me decía a mí mismo, y aún menos delante del sargento de la Guardia Civil. Yo intentaba que nadie advirtiese la furia vengativa que crecía en mi interior y que me empujaba a rebelarme, pero cada día me resultaba más difícil callar y simular que no pasaba nada. La rabia se había apoderado de mí de tal forma que aquello no era vivir. Estaba todo el día inquieto, cada vez me resultaba más insoportable luchar contra dos impulsos opuestos, el de la cautela absoluta y unas ganas irreprimibles de enfrentarme a aquella situación a pecho descubierto, de hombre a hombre. Pero habría sido una insensatez. Yo no era nadie, y el sargento tenía la autoridad del uniforme y de la pistola. Ante sus abusos, sólo podías bajar la cabeza y morderte la lengua hasta sangrar.

El marido y el sargento eran dos adversarios demasiado poderosos para mí. Clamar justicia contra los ultrajes es muy noble, pero había algo más que rabia dentro de mi pecho. Y he de admitir que la víctima era ella, no yo. En rigor, yo no podía exigir nada a nadie. Es una ley elemental que el amante de una mujer casada no puede invocar ningún derecho. Yo estaba condenado a sufrir en silencio, a sentir más culpa que alegría en las pocas ocasiones en las que nos llenábamos de besos apresurados. No tengo ninguna duda de que yo era mucho más digno de ella, yo no veía al marido como a un rival, sino como a un imbécil que se merece la infidelidad. Tenía un tesoro y no sabía apreciarlo, por eso al principio yo no sentía celos sino indignación, una rabia que se fue incrementando a medida que yo me convencía de que él estaba al corriente del chantaje al que era sometida su mujer y que incluso lo consentía. Sus ausencias parecían calculadas para favorecer los encuentros con el desalmado. El dolor que me provocaba la bajeza de aquellos dos hombres me llegaba hasta la médula, hasta el fondo del pensamiento, hasta las entrañas.

Las últimas semanas, el marido estaba siempre de mal humor. El negocio de la madera no funcionaba bien y se desahogaba riñendo a su mujer por cualquier cosa. La situación era cada vez más tensa, la atmósfera de la casa era cada día más inflamable, pero ella no respondía nunca, callaba para no encender la chispa que lo haría explotar todo. Yo también me mordía la lengua, iba con pies de plomo para no perjudicarla aún más, pero por la noche no podía evitar pensar en ella con la persistencia obsesiva de una fiebre. Fue en uno de los desvaríos que me llevaban a imaginar conversaciones y gemidos inexistentes cuando salté de la cama, me vestí y bajé por la escalera de atrás intentando no hacer ruido. Quería atrapar al canalla en plena intrusión, pero no sé qué habría hecho si lo hubiese sorprendido entrando subrepticiamente por la puerta del callejón, como solía hacer. El caso es que no había entrado nadie.

Yo estaba muy alterado, pero recuerdo perfectamente todos los detalles de aquella noche. A las once salí a caminar un rato para intentar calmarme y sé que entonces aún no nevaba.

No se oía ni un alma. Fui hasta la carretera y seguí adelante casi a tientas. Agradecí el aire helado que me hería las mejillas, era como un antídoto contra la fiebre de mis pensamientos. Me ayudaba a desviar la atención hacia cosas tan concretas como intuir el curso de la carretera en plena oscuridad. A pesar de que el arcén estaba lleno de materiales de obra alineados, yo caminaba a buen paso, como si me persiguiesen, como si el agua del río que corre al otro lado de los prados me marcase el camino de huida. En aquel momento tuve la clara sensación de que desertaba. Pasé a toda prisa junto al campamento, que de noche parecía un campo de concentración mal iluminado. Allí dentro había vida, se oían voces apagadas, quizá de algunos trabajadores que jugaban a las cartas mientras apuraban una botella de Soberano.

No me quedé tranquilo hasta que estuve lo bastante lejos. Si alguien me veía, me preguntaría qué hacía en la carretera a esas horas, y yo no habría sabido qué responder. No sé si les pasa a todos los adúlteros, pero yo vivía con el corazón en un puño, cualquier contratiempo, por pequeño que fuese, parecía que iba a delatarme, porque la culpa del amor prohibido se extendía a todos mis actos.

Había dejado atrás el campamento, sólo era una burbuja de luz que iba haciéndose pequeña a medida que me alejaba. Me senté en un montón de grava que había en una curva de la carretera. Habría dado cualquier cosa por poder fumar, pero me había dejado el mechero en la habitación y aspiré profundamente varias veces, inhalando un humo ficticio. Permanecí allí un buen rato. A pesar de que el frío se apoderaba de mí, su intensidad me ayudaba a serenarme. Y la calma, aquella quietud de las noches que sólo rompen los ladridos de perros lejanos y el rumor de los animales invisibles. Estaba atento a esos ruidos cuando cayó sobre mí el primer copo de nieve.

Volví al mismo paso vivo de la ida. A la altura del campamento, el aire parecía esponjarse con una lluvia de copos finos, que se hacía invisible bajo los faroles. Ya no se oían las voces apagadas de los trabajadores, quizá nadie

más se había dado cuenta de que nevaba. En aquel momento, pensaba que yo era la única persona que había visto empezar aquella nevada que todos daban por segura. Me equivocaba. Me sobresalté cuando vi una figura que atravesaba la carretera. Era alguien que venía de la iglesia o del otro lado del río. Me sorprendió que no entrase en el pueblo por la calle del medio, sino que parecía que quería evitarla. Y también esquivar la luz mortecina del único farol. Sólo se mueve así alguien que no quiere ser visto, pero sin duda no debía de contar con que un insomne exaltado había salido a la carretera a una hora intempestiva para desahogarse y que volvía justo en aquel momento. El corazón me dio un brinco. A pesar de que nos separaba una buena distancia, no tuve ninguna duda. Era él.

Esta vez no eran imaginaciones mías, estaba allí, enfilando el camino de Llurri, bien protegido de la nieve por el tricornio y el capote. No estaba claro que subiese hacia Llurri. A cualquier otra hora no habría sido nada raro, no tenía por qué esconderse, tenía potestad para ir a donde quisiera, para hacer, deshacer, atropellar y extorsionar sin tener que dar explicaciones a nadie. Pero era noche cerrada y no iba por el medio del camino sino muy arrimado a la pared. Está maquinando algo, pensaba yo, algún negocio sucio de los suyos. Me preguntaba quién podría ser la víctima y me mortificaba la idea fija de que quizá se dirigía a la Taverneta. Pero iba casi en dirección opuesta.

Después de tanto rato en la carretera, los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad y veía cómo se movía con la astucia de un gato, despacio y deteniéndose de vez en cuando para escuchar con atención. Todo mi ser se

había reducido a una palpitación frenética. Tenía miedo de ser descubierto y al mismo tiempo deseaba seguirle, espiarle, sorprenderle en un mal paso. Lo miraba tan fijamente que no me di cuenta de que delante de mí había material de las obras de la carretera y tropecé con un montón de arena. Fue un pequeño golpe que a mí me pareció un estruendo. Él debió de oírlo porque se resguardó un buen rato en un portalón. Yo no lo veía, pero sabía dónde estaba, lo tenía controlado. Él no se movía y yo tampoco. No me atrevía a moverme. Si me descubría, era capaz de dispararme a bocajarro sin dar el alto. Yo temblaba de frío y de miedo, pero estaba dispuesto a plantarle cara si se abalanzaba sobre mí. Agarré una piqueta de las obras y no la solté. En aquel momento la nieve ya caía con fuerza y empezaba a formar una capa finísima fosforescente.

Salió del escondite y continuó cuesta arriba. Yo, detrás de él, intentando avanzar con suavidad y sin perder de vista aquel capote tres cuartos. En lo alto del pueblo, cuando el camino se bifurca después de las últimas casas, dobló a la derecha. Estaba claro, pues, que no subía a Llurri sino que daba la vuelta al pueblo por la parte exterior. Toda la vuelta, un rodeo para no ser descubierto.

Mi exaltación se redobló. La posibilidad de que fuera a la Taverneta por detrás, como hacía otras veces, era totalmente real, pero yo no estaba dispuesto a consentirlo. No entrarás, me decía. ¡Te juro que no la tocarás! Yo no desvariaba, no eran fantasías de la imaginación. Estaba poseído por una ira incendiaria que había transformado el miedo en temeridad. Yo asía la piqueta con fuerza, pensaba que en cualquier momento perdería la sombra de vista y que de repente podía atacarme por la espalda. Pero él continuaba caminando con la misma precaución y también con aplomo sobre la nieve que ya empezaba a cuajar. Debía de conocer palmo a palmo los caminos a fuerza de ampararse en ellos de noche para sus trapicheos. Si no, ¿de dónde venía? ¿Qué había ido a hacer a los alrededores de la iglesia o al otro lado del río en plena noche? ¿Tenía tratos con contrabandistas? ¿Había ido a recoger una recompensa por hacer la vista gorda en algún negocio? ¿Venía de amenazar a alguien? ¿De humillar a otra mujer con sus abyectos chantajes? No sé de dónde venía, pero no soportaba tener que adivinar adónde iba. ¡No entrarás! ¡No la tocarás! Era mi firme propósito.

Lo recuerdo todo perfectamente. Que yo estaba ofuscado, que los celos se habían convertido en un impulso justiciero, que cada vez estaba más cerca de él y que no acababa de decidirme a plantarle cara con la piqueta. Que en la última esquina se detuvo a fumar. Que durante aquella pausa inesperada me fijé en los hombros del capote, totalmente blanqueados ya por la nieve. Que la pequeña luz de la llama hizo brillar ligeramente el tricornio. Que con la maniobra se le cayó un guante o el encendedor o las cerillas. Que se agachó. Que tomé impulso y descargué la piqueta en su espalda con todas mis fuerzas. Que el filo de la herramienta entró muy hondo. Que sentí que se le rompían los huesos, seguramente las costillas. Que él profirió un gemido sordo y que cayó primero de rodillas y despuésde bruces. Que llevaba el tricornio bien encasquetado, porque no lo perdió. Que me agaché para arrancar la piqueta, que retrocedí porque él quería levantarse y no lo conseguía. Que se arrastró un trecho muy corto. Que seguramente quería pedir auxilio pero sólo le salían unos ronquidos muy débiles. Que entonces huí corriendo y me escabullí en la Taverneta por detrás, por la puerta de la cuadra. Que subí en cuatro saltos, que me eché en la cama jadeando y con unos temblores que me hacían castañetear los dientes. Que me preguntaba si me habrían visto, si el guardia civil había conseguido levantarse, si lo había matado. Que tenía mucho miedo.

El día siguiente se levantó con una luz oscura y al mismo tiempo viva. Bajo un techo de nubes negras el valle fulguraba con los casi dos palmos de nieve fresca que parecía emitir luz propia. Lo recuerdo perfectamente.

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Todo lo que sucedió en el valle

Ramon SolsonaTraducción de Victoria Pradilla CanetTusquets6 de septiembre de 201620 euros

La editorial

'¡De rodillas, Monzón!'

‘¡De rodillas, Monzón!’

Si se tuvieran que señalar cinco sellos que levantaran la industria editorial española después de la dictadura, sin duda Tusquets sería uno de ellos. Fundada en 1969 por Beatriz de Moura y Óscar Tusquets, fue la última de las editoriales clásicas en conservar la independencia económica, al incorporarse al Grupo Planeta en 2012, lo que De Moura veía como "el final de un ciclo para las editoriales independientes". En 2014, la fundadora pasó a ser presidenta de honor de la compañía, dejando a Juan Cerezo como director editorial

Tusquets tiene más de 2.300 títulos en catálogo, entre los que figuran nombres clave de la última literatura en español, como Almudena Grandes, Luis Landero, Eduardo Mendicutti, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa, y de autores internacionales como Ian McEwan, Milan Kundera o Haruki Murakami. Sus libros más vendidos, según datos de 2009, han sido Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez (900.000 ejemplares), y La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera (700.000 ejemplares).

 

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