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Por qué la destitución de Rousseff es un golpe

Himar Reyes Afonso

El impeachment es un juicio político contemplado en la Constitución brasileña ante un posible “crimen de responsabilidad”. Es un recurso constitucional y que debe ser avalado por las instituciones. En este caso, lo ha sido tanto por la Cámara del Congreso como por el Senado. Todo legal. ¿Cómo, entonces, hay tantas voces que hablan de “golpe de Estado”?

Ahondemos antes en la definición de “golpe de Estado”; históricamente, se trata de un alzamiento armado ante un régimen político. La tradición golpista en América Latina es amplia, a veces contra dictaduras –para instaurar nuevas y peores– y a veces contra democracias, y va desde el alzamiento militar contra Joao Goulart en Brasil, que inició la dictadura del mariscal Castelo Branco, hasta los golpes de Alfredo Stroessner en Paraguay, Hugo Banzer en Bolivia, Jorge Rafael Videla en Argentina o Augusto Pinochet en Chile. Por citar algunos.

Quizás por eso la presencia militar se establezca como condición sine qua non para identificar un hecho como “golpe de Estado”, pero la cuestión es más amplia. Si entendemos que un “golpe” es un atentado contra un régimen democrático, o contra su Constitución, la presencia militar ya no es imprescindible para la definición. Si ustedes quieren, podemos hablar de “golpe institucional”, “golpe parlamentario”, “neogolpe” (como dice Boaventura de Sousa Santos) o, como está más extendido, “golpe blando”.

Por “golpe blando” se entiende mejor lo que ha pasado en algunos países latinoamericanos. Hay que entender que un golpe militar sólo se diferencia de cualquier otro por la actuación de militares, pero antes de eso, se suele dar una serie de pasos que son comunes a prácticamente todos los golpes, también a los no militares: la presión mediática, la subversión política, el sabotaje empresarial, la conspiración… y casi todos ellos se dieron en el caso de Dilma, igual que pasó con Manuel Zelaya en Honduras (hoy uno de los países más inseguros del mundo) y con Fernando Lugo en Paraguay.

A Dilma, al contrario de lo que muchos creen, no se le acusa de corrupción. El proceso se inauguró con la votación en el Congreso, donde pudimos ver cómo le decían “ciao, querida” a la presidenta, así como fervorosas declaraciones a favor del juicio “por la familia” o “por los evangelios”. Así está el nivel.

Siendo Brasil un caldo de corruptos hasta el tuétano, Dilma Rousseff no está siendo investigada por ninguno de los múltiples casos de corrupción que azotan la política brasileña (a su partido y a los de oposición). De lo que se ha acusado a Dilma es de firmar tres decretos presupuestarios en los que habría maquillado las cuentas para poder obtener nuevos préstamos bancarios sin haber terminado de pagar los anteriores. En el proceso, además de disfrutar del comentario del senador Roberto Requiao, que decía respetar a Dilma “como madre y como abuela”, resulta que en el juicio apenas se ha hablado del “motivo” del impeachment, sino que se ha reprochado a Dilma su mala gestión económica, llevándola a un supuesto desastre que, en cualquier caso, tendrían que juzgar los ciudadanos en las urnas. Y además (ya para echar una carcajada), el 60% de los senadores que la han juzgado están siendo investigados por uno o más casos de corrupción, incluida la Operación Lava Jato que parece que afecta a todo Dios en el país del Cristo Redentor.

Según algunos expertos, incluso los que niegan que se trate de un golpe, hay un abuso democrático en este impeachment que se ha usado para tumbar a una política sin acusación suficiente para poner en marcha dicho proceso. Y además, como dice Boaventura, realmente han existido elementos del golpe tradicional, sea la manipulación mediática (un clásico en América Latina), la conspiración o la presencia más o menos evidente de militares en las calles ante las múltiples manifestaciones a favor y en contra del proceso.

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Sí, hablamos de golpe. Parlamentario, blando… lo que quieran, pero golpe. Y es por tres razones: 1) el uso torticero del recurso constitucional para sacar del poder a la presidenta, 2) la desproporción del castigo ante el “crimen” cometido y 3) el escándalo de las grabaciones telefónicas en las que queda más que demostrada la conspiración contra Dilma por parte de Michel Temer y sus compinches, con la única intención de acabar con la “sangría” que las investigaciones de corrupción estaban haciendo en sus putrefactos partidos.

Con este triste episodio, no sólo queda consolidada la nueva contra neoliberal que está sufriendo América Latina (limpia o suciamente, según el caso), sino que Brasil se convierte en un país donde los corruptos juzgan a los honrados. __________

Himar Reyes Afonso es socio de infoLibre

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