Librepensadores

Emancipación laicista

José María Agüera Lorente

El pasado jueves 14 de diciembre tuve ocasión de asistir al acto de celebración del día internacional del laicismo y la libertad de conciencia organizado por Granada Laica y el seminario Galileo Galilei de la universidad de Granada. Consistió en una disertación a cargo del filósofo francés de ascendencia española Henri Peña Ruiz, destacado activista del laicismo en su forma plena tal como le gusta destacar a él mismo.

Fue una delicia escuchar a alguien que construye un diáfano discurso en el que se percibe el latido vivo de los ideales de la ilustración francesa y mediante el que se hace resplandecer una concepción humanista de vocación universal. Su fe en la racionalidad de los valores republicanos por los que apuesta sin ambages como inspiración a la hora de ordenar la vida política es conmovedora. Hay pasión en su discurso y destellos de sabiduría.

El profesor Peña fundamenta su concepción del laicismo sobre tres pilares, a saber: la libertad de conciencia, la igualdad y el universalismo de interés general. Son tres principios esencialmente conectados entre sí. La libertad de conciencia exige una igualdad de derechos efectiva, pues sólo así se garantiza en la práctica el derecho fundamental de la libertad de pensamiento. No se trata –como se suele decir demasiado a menudo– de promover la tolerancia, pues ésta implica que hay quien tolera y hay quien es tolerado, y ello conlleva necesariamente una asimetría de planteamiento; la igualdad real no casa con la tolerancia, sino con el respeto. Mientras que la tolerancia es una gracia que se nos concede a voluntad por parte de quienes tienen esa potestad por hallarse en situación de privilegio en el contexto de la convivencia compartida, el respeto es un derecho entre iguales. Y esto no es algo que tenga que estar sujeto a las corrientes relativistas que soplan caprichosas en las diversas atmósferas culturales, porque no es asunto que dependa de un sistema de creencias –religioso o no– sino que es intrínseco a nuestra condición humana (aquí apeló nuestro filósofo al derecho natural). La humanidad es esencialmente una, por lo que a todos universalmente nos interesa la instauración efectiva de los principios recién referidos someramente. Hermoso, me permito decir, siendo consciente de que es la mía una valoración puramente subjetiva, y que en todo lo dicho hay mucha enjundia filosófica que requeriría un análisis más riguroso. Pero valga lo dicho para seguir adelante con mi reflexión.

Para mostrar la bondad del laicismo apeló el profesor Peña a las enseñanzas de la historia. En efecto, en asuntos como este, que entra en el ámbito de las opciones colectivas y que tienen una repercusión trascendental en la convivencia de las personas y que están sujetos siempre a la diversidad de pareceres difícilmente objetivables, el único recurso útil es el que representa la historia, el laboratorio de las ciencias sociales y las humanidades. ¿Qué encontramos en él? Los hechos históricos parecen dejar poco margen de duda: cuando se ha mezclado religión y política se ha generado un estado de cosas dañino para el bienestar de aquellos que se han hallado inmersos en él. Aún hoy tenemos las pruebas que nos ofrecen los estados teocráticos de lo que significa en lo práctico unir esos dos aspectos de la vida humana (pensemos sin ir más lejos en los efectos sobre la vida de las mujeres). En su resumen histórico de cómo en Europa fue el laicismo plantándole cara a la ideología del sometimiento, producto del imperio de la religión y de la monarquía absoluta, señaló el ponente que el momento en el que se produjo la inflexión en ese enfrentamiento fue la Ilustración. Aquí fue desgranando las principales aportaciones de la constelación de estrellas de la razón con las que cuenta en su genealogía de las ideas el republicanismo francés –lo que no viene al caso que yo haga aquí–. Para él la sentencia de la historia es inapelable: el laicismo es sinónimo de emancipación; garantía de libertad de pensamiento. Fue congruente con su discurso, pues, su reivindicación de la que llamó «emancipación laicista», su invitación entusiasta a convertirnos todos los que en ella creemos en activistas que la hagan efectiva, para lo cual –dijo– hemos de ganar la «batalla de las ideas». Hermoso, vuelvo a decir; pero aquí tengo que declarar mi escepticismo. Expondré mis argumentos.

En el preámbulo de su disertación –por lo demás inspiradora– Henri Peña nos obsequió con una de esas perlas filosóficas que se enuncian en forma de aforismo (y como reza el dicho: las mejores esencias se guardan en frasco pequeño). Nos dijo a los que nos reunimos para escucharle –y anoté sus palabras porque me pareció al instante una frase redonda–: «el hombre sólo tiene identidad narrativa». Ciertamente. Y esa narrativa tiene su lógica, una lógica mitogenética que excluye –a mi modesto entender– la lógica de la razón. La identidad tiene mucho, por no decir todo, de mito. Un libro cuya lectura me resultó interesantísima hace años lleva por título El cerebro y el mito del yo del neurofisiólogo de origen colombiano Rodolfo Llinás. Sin entrar en honduras propias del ámbito de la filosofía de la mente, el libro sí que da motivos de sobra desde la perspectiva de la neurociencia para atisbar lo mucho que de ilusión construida tiene nuestra identidad, la cual, en efecto, es producto en gran medida azaroso de una serie de ingredientes heterogéneos. Sin embargo, nada con mayor apariencia de sustancia fija (recuerden la res cogitans cartesiana) que lo que cada uno es. Y uno es musulmán o es del Atlético de Madrid o es de su padre y de su madre. Se puede decir que la identidad es un mito porque es un constructo de naturaleza narrativa con un alto porcentaje de ingredientes de naturaleza ilusoria, y que más que incidir en la semejanza fundamental existente entre todos los individuos, y que constituye la esencia de lo que somos, humanos, tiene por finalidad, consciente o inconsciente, la demostración de la singularidad de cada cual o la diferencia de una colectividad respecto de otras (el dichoso «hecho diferencial» de los nacionalistas). La religión como la nación son temas siempre delicados de tratar, por encima de otros, dentro de los márgenes del discurso racional por cuanto forma parte intrínseca de ellos el componente emocional (ya lo advirtió el mismísimo Papa Francisco: quien se meta con mi madre…). Sobre ellos poco poder tiene el conocimiento, pues es el sentimiento de pertenencia a un grupo humano cuyos miembros comparten las mismas creencias el que determina el sentido de identidad, conformando la base que necesita toda perspectiva sectaria, la cual se caracteriza por seccionar (de este verbo el sustantivo «secta») la fraternidad humana. Esto es contrario al internacionalismo humanista que el profesor Peña postula como uno de los principios que otorgan su efecto emancipador al laicismo.

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Hoy, en nuestro actual contexto, la globalización es un proceso arrollador y para muchos grupos humanos traumático, que lleva aparejada una reacción de refugio en lo tribal. Así, la identidad se revela como una cuestión de primer orden que en bastantes ocasiones se manifiesta a través de tensiones que tienen que ver con un choque de creencias, mayormente religiosas, étnicas o políticas. Es este problema el que puede hallarse entre las causas que provocan la radicalización express de ciudadanos europeos provenientes genealógicamente de otras culturas como la musulmana y que se sienten en tierra de nadie; el que un grupo, como cualquiera de los que se encuadra en la corriente ideológica del yihadismo, ofrezca un asidero al que agarrarse para fijar su identidad, puede resultar de un gran atractivo para esas almas atormentadas. ¿Puede resultar de interés para ellas la emancipación laicista? ¿Su mensaje internacionalista y humanista tiene ese poder de dar certeza a quienes la buscan desesperadamente, angustiados como están en un mundo preñado de incertidumbres? ¿Hay alguna posibilidad de que su mensaje racionalista conmueva el espíritu de quienes sólo se dejan seducir por experiencias emotivas?

Tengo para mí que no se puede obligar a nadie a emanciparse de aquello que le resulta vital, ya que además es contraproducente. Claro que hay que prevalecer en la lucha de ideas, pero los que ponen las semillas del fanatismo no juegan según las mismas reglas que el laicismo y me temo que tampoco en el mismo campo, que para él es el de la razón. Por ejemplo, las alumnas musulmanas que en los institutos de educación secundaria llevan el hiyab declaran ponérselo porque quieren, que para ellas es un signo de identidad. Por experiencia sé que es raro que puedan incidir en su costumbre las referencias críticas al componente machista del discurso religioso que la avala. Esto suele ser común a los creyentes de todas las confesiones religiosas al respecto de lo que ellos sienten constitutivo de su identidad. Cabe preguntarse si la emancipación laicista no será producto de una evolución cultural, y que como tal tiene que surgir por así decir de manera natural en cada sociedad para que resulte verdaderamente efectiva, como elemento que se percibe parte de su identidad narrativa. De otra forma podemos correr el riesgo de convertir en dogma la laicidad y de cometer el pecado tan europeo de incurrir en una perspectiva etnocéntrica de la historia, denunciado por Georges Corm (léase su libro Europa y el mito de occidente). Dicho con otras palabras: creo que el del laicismo es un mensaje que no se puede predicar como hicieron nuestros antepasados con los evangelios en el nuevo mundo hace siglos. ___________________ 

José María Agüera Lorente es socio de infoLibre

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