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Librepensadores

Una empresa democrática

Santiago Ipiña

En repetidas ocasiones, he soñado con una empresa cuya estructura organizativa no era diferente a la de la mayoría, es decir, que estaba compuesta por un nivel de dirección, diferentes niveles subdirectivos y trabajadores pertenecientes a dos categorías, los que realizan su labor de forma continuada, denominados fijos, y aquellos otros que lo hacen temporalmente.

Lo que me llamaba la atención de esta empresa, por tanto, no era su composición estructural sino más bien la funcional. En efecto, el nivel de dirección, en donde se elaboran y generan las decisiones que marcan la línea de actuación empresarial, lo componían personas que raramente pertenecían a la categoría de trabajadores fijos. Al contrario, el procedimiento para seleccionar a los integrantes del nivel directivo era una consecuencia inmediata de la elección por parte del ciudadano que habitaba en la sociedad donde la empresa desarrollaba su labor y quien, con su voto, optaba entre una pluralidad de candidatos por aquellos que ocuparián cargos políticos en la democracia representativa de la que se había dotado la sociedad. Me refiero tanto a elecciones generales, convocadas con el propósito de elegir a los miembros de los poderes legislativo y ejecutivo, como a elecciones locales, de ámbito municipal o regional.

Me resultaba incluso provocativo advertir de que el anterior procedimiento de selección de los miembros del nivel directivo no llevaba implícita la necesaria convocatoria de concursos oposición donde se evaluaran los méritos de los candidatos, más bien era el cargo político elegido por el ciudadano el que atendiendo a sus legítimos intereses ideológicos, nombraba directamente al integrante de la dirección empresarial. Asimismo, me pareció realmente desconcertante observar que el conjunto del nivel directivo cambiaba, en general, cada cuatro años, hecho que implicaba una obviedad, a saber, que la línea de actuación empresarial resultaba tranformada, no raramente, en profundidad.

En el sueño, he observado situaciones excepcionales cuya frecuencia de realización era alta, contraviniendo así la esencia del calificativo excepcional. Por ejemplo, los miembros de la dirección, como los parlamentarios o los alcaldes, fijaban su propio sueldo, lo que suponía que disponían de recursos suficientes como para fijar también el sueldo de sus subordinados. Así las cosas, pude constatar como cierto que una cronista ubicada en un país asiático percibía mensualmente más de una decena de miles de euros, o que la presidenta de una federación deportiva cobraba anualmente más de un centenar de miles de euros. El elenco de excepcionalidades era tan amplio que, con el propósito de resumir las consecuencias que se derivaban de tal realidad, recuerdo que una y otra vez me asaltaba la idea de que estaba presenciando el modo en que personas que pertenecen sólo temporalmente a una empresa disponían de sus recursos, legal y legítimamente según los principios de la democracia representativa, como mejor les convenía. Y me preguntaba si este tipo de organización funcional se daba en el resto de las empresas de la sociedad específica en la que se ubicaban. ¿Actuaban de igual manera la mayoría de los medios de comunicación masivos (televisión, periódicos, radios)? ¿Una empresa de telecomunicaciones era paragonable?¿La compañía que nos suministra la energía eléctrica se organizaba de modo similar?

Un día, al despertar, me di cuenta de que la empresa con la que soñaba existía en realidad. Y que adopta diferentes nombres: Estado, comunidad autónoma,  ayuntamiento. Y pensé si este modo de funcionar era, inevitablemente, una consecuencia de la democracia representativa pues, de ser así, entendería a la perfección la famosa sentencia de W. Churchil (1947): "La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando".

Sin embargo, me produjo un cierto optimismo saber que, hasta donde he podido comprender (T. Ojer, 2010, Universidad de Navarra), una empresa pública como la BBC británica no esta sometida a los avatares de las elecciones democrático-representativas, o que en ciertos países del norte europeo se producen dimisiones del cargo público si de la dimisionaria se ha sabido que cargó en la visa oficial un par de chocolatinas (caso Toblerone) o, por citar sólo unos pocos ejemplos ilustrativos, que una ministra de educación de la Europa central ha sido obligada a dejar de serlo por plagiar su tesis doctoral.

Y, en la euforia del momento, soñé de nuevo, esta vez despierto, con un Estado compuesto de trabajadores honestos, un Estado no sometido al resultado de elecciones democráticas cuando de sus líneas maestras de actuación se trata. Líneas de actuación que consideré eran, en lo esencial, tres: la sanidad, la educación y la justicia. Y que, seguramente, pueden condensarse en una, la educación, ya que de ella derivan las demás. Una educación universal, objetiva, de aquí acofensional, que estimule tanto el placer de saber como la virtud de crear, que evidencie que se aprende para vivir y no al contrario, que impulse en el ser humano su sentido ético (G. Hegel), en resumen, que sea para la esencia del ser humano lo que la escultura es al mármol del que está hecha (J. Addison). _______________

Santiago Ipiña es socio de infoLibre

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