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De la España 'una' (y sola) a la cohesión de las Españas

Joaquín Farinós Dasí

La ruptura del orden y estado natural del sistema mundo, allá por la década de los años 1980 (si bien los primeros cimientos para la rápida y vertiginosa carrera hacia lo neoliberal en un mundo global ya se iban asentando a finales de la década de los años 1970, especialmente en países como Reino Unido y los Estado Unidos de América), se traducía en la difundida idea de que el Estado-nación había entrado en crisis. Este iba perdiendo su poder (en lo público e institucional) hacia arriba (organismos supranacionales) y hacia abajo (regiones y espacios locales). Menos se reparaba en todo lo referente a la privatización de lo público.

De este modo, el Estado del bienestar, argumento principal de la socialdemocracia, se había logrado tambalear, sin que hasta hoy se haya conseguido encontrar una adecuada solución a su tercera gran crisis (definitiva por el momento). Desde entonces se ha venido transitando desde la mal llamada nueva gerencia pública (reducida a la ya fracasada iniciativa del ciudadano-cliente) al universalismo comunitario, pasando por el neoinstitucionalismo y la defensa de lo público, en una reconsideración de la burocracia y la incorporación de nuevas formas de gobernanza (un término que ha resultado especialmente sospechoso para los defensores del papel del Estado).

Parece, sin embargo, que el objetivo ha estado desenfocado. La cuestión crítica no es el mantenimiento del Estado (que interesa a cualquiera de los grupos de interés que persigan obtener seguridades y legitimidades), sino de qué tipo debe ser. En el actual momento de transición (muchas transiciones, si es que no se quiere hablar de una nueva gran transicióngran transiciónhomologable a la de los años 40 de pasado siglo), que explican la globalización, las nuevas tecnologías y los nuevos modelos energéticos y del capitalismo financiero, equivocamos el tiro si pensamos en mantener unas formas y funcionamientos del Estado que fueron pensadas para otros momentos históricos y en otras condiciones. Hoy, sin embargo, se demuestran incapaces de poder afrontar y resolver los nuevos, provocando la sensación de frustración que, convenientemente alimentados, nos conducen, en lo social, a las llamadas primaveras y, en lo político, a los nuevos movimientos de renacionalización y al conflicto, azuzado como maquinaria generadora de votos (de Trump al Brexit, del Frente Nacional a Vox y pasando por todos los demás en Italia, Grecia, Holanda, Dinamarca, Alemania, Brasil…, del separatismo a la primera aplicación y reiterada demanda del artículo 155).

De igual manera que el concepto de desarrollo se identificaba monolíticamente como modernización (un desarrollo económico que, en una comprensión simple, e interesada, era interpretado como un proceso de transición a una economía moderna, siguiendo y reproduciendo un modelo de desarrollo óptimo que los países avanzados usan antes y los nuevos países en evolución debían imitar y emular), el Estado-nación moderno también resulta, ya, reduccionista e insuficiente para la nueva realidad. El viejo Estado moderno surge con el auge del nacionalismo del XIX, se identifica a través de la soberanía territorial definida por las fronteras (una territorialidad posesiva y excluyente –mercados interiores-) y en una convivencia ciudadana ordenada mediante el equilibrio de poderes y la fuerza concentrada en unos determinados cuerpos legitimados para detentarla y combatir lo que amenaza al propio sistema en su organización fundamental.

Por su parte, el Estado posmoderno, homologable a lo que también se conoce como nuevo Estado-red, supone una reinterpretación de las soberanías; la coexistencia de las multiterritorialidades (sin renunciar a la que resulta propia a cada cual en su propio espacio de vida -ya multiescalar y multidimensional gracias a los medios de transporte y las NTIC-); la reconsideración de los perímetros y fronteras bien definidas del espacio impermeable ahora como nuevo espacio permeable y límites difusos. Por tanto, en esta nueva realidad, la soberanía se vuelve flexible y compartida. Ello es posible renunciando (por acuerdo, fedus) al uso de la fuerza, definiendo en su lugar nuevos códigos compartidos y pactados, basando la convivencia en la conjunción estable de intereses (ya no unilaterales).

Por tanto, la cuestión no es si más o menos Estado, sino qué tipo de Estado queremos, y necesitamos, para España; o para las Españas, como se denominaba con normalidad nuestro país a lo largo de nuestra historia. Del mismo modo que sucede en otros Estados que en su constitución se autocalifican de plurinacionales, reconociendo grupos y territorios singulares, sin que esto afecte en absoluto a su unidad y voluntad de permanencia. Es el caso de los EEUU o de Suiza, o de México, o de Ecuador, o de Bélgica, o de Canadá, entre otros; justo lo contrario de lo que sucede cuando en su lugar se pretende homogeneizar los hechos diferenciales, provocando con ello el consiguiente efecto muelle. En estos momentos empieza a cobrar fuerza de forma preocupante la alternativa excluyente (y polarizante en el caso de la segunda de las dos) de si avanzar hacia uno de tipo postmoderno, de soberanías compartidas, en red, o, por el contrario, hacia el viejo Estado moderno, en un nuevo proceso interno de recentralización (concentración de poderes) y de repliegue a nivel exterior (si es que el ámbito internacional contradice las formas que se consideran nacionales, optando entonces por reducir las relaciones exclusivamente a lo que nos interesa). Valgan como ejemplo del segundo las intervenciones de la presidencia estadounidense en la reciente convención de Naciones Unidas en Nueva York o las reuniones del G20, o el Brexit y los problemas internos para el Reino Unido, que obligaban a Theresa May a posponer el preceptivo trámite parlamentario en el Parlamento británico y someterse a una moción de confianza por problemas dentro de su propio partido.

El reto del Estado postmoderno es ser capaz no solo de articular un poder en lo económico y financiero local (algo que no resulta fácil en el nuevo imperio de los organismos económicos internacionales) sino también en lo social y territorial, a partir del propio carácter. También el de ser capaz de atraer a una mayoría de ciudadanos, esta vez ya no a partir de la fuerza sino a partir de un programa de valores sociales y objetivos institucionales donde territorios y comunidades (sociedades) locales e individuos se sitúan en plano de igualdad. Lo hacen mediante relaciones de cooperación o, en su caso, de coordinación, pudiendo ejercer de coordinador cualquiera de las partes integrantes de la red, de acuerdo con los principios de subsidiariedad y proporcionalidad (sobre los que justamente se basa la asignación y desarrollo de las competencias). Por tanto, en el nuevo Estado red posmoderno, el poder no reside en la capacidad coercitiva de la autoridad, sino en los vínculos horizontales y en pie de igualdad. En el caso de la política española, ¿hay alguien ahí? ________________

Joaquín Farinós Dasí, geógrafo y catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universitat de València, es socio de infoLibre

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