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Macromachismo

Verónica Barcina Téllez

Acertó Baudelaire al afirmar que el mejor truco del diablo es hacernos creer que no existe. Así, el grueso de los mortales se considera a salvo de sus tentaciones, de sus pompas y de sus obras, y peca feliz en la creencia de que dios, en su infinita bondad, todo lo perdona. Para quienes pisan suelo ateo, agnóstico o apóstata, suelo de civismo laicista, la cosa se ciñe a considerar sus acciones más o menos ajustadas a la ética y la moral, ese contrato cívico –no religioso–, que debieran regir la convivencia en cualquier estructura social estable.

Sacudirse los problemas es una aspiración social, entendiendo por problema cualquier actuación que genere cierto grado de conflictividad en la ética y la moral a nivel público o privado. El truco del diablo es eficaz en estos casos y fácil de asimilar personal y socialmente. La ofensiva diabólica de la extrema derecha contra la igualdad entre mujeres y hombres surte efecto incluso entre quienes hasta ayer defendían férreamente las conquistas feministas arrancadas tras siglos de represión, lucha, sumisión, reivindicación, derrotas y conquistas condenadas a la eterna dialéctica maniquea.

Pide la extrema derecha y concede parte de la progresía que vuelva el macho en pleno siglo XXI

Muchos hombres, desde la transición, apostaron por la igualdad y el feminismo bajo el influjo de una educación patriarcal recibida como legado envenenado de sus ancestros. Muchas mujeres también. No fue fácil ni cómodo para ellos renunciar a un estatus de superioridad muy cuestionado y combatido por amplios sectores económicos, políticos, mediáticos, religiosos y militares que veían peligrar el tradicional statu quo y la ideología conservadora que históricamente lo viene sosteniendo. Para buena parte de la progresía, el debate entre la realidad feminista y la herencia educativa recibida se tradujo en conflictos que minaban su apuesta por el feminismo.

No es fácil para un hombre renunciar al supremacismo que permite evaluar a la mujer en función de su capacidad para excitar y/o satisfacer el apetito sexual, para ejercer su derecho “natural” a actuar como un macho alfa sobre las hembras. Es el machismo, presente en la bragueta cultural, traducido en incómodos micromachismos que minan el feminismo militante con la persistencia de la estalagmita. No es nada fácil ignorar el atractivo y es muy incómoda y conflictiva la renuncia a verbalizarlo.

La extrema derecha ha movilizado a sus hordas políticas, económicas, mediáticas y clericales con un objetivo primordial: hacer creer a la sociedad que el machismo no existe. El medio empleado para ello es tan viejo como eficaz: convencer a la sociedad de que el feminismo y la igualdad son la prueba irrefutable de que existe el diablo. El método Goebbels es infalible y lo utilizan como nadie.

Tampoco es fácil para las mujeres, educadas por Disney las abuelas, por Nancy las madres y por el reguetón las hijas y nietas, renunciar al ritual inconsciente que las pone a los pies de los burros en celo con el previsible resultado de vejaciones y agresiones que salpican juzgados, hospitales y tanatorios, amén de portadas y telediarios, con la sangre de las víctimas y las lágrimas de los deudos.

En este ambiente negacionista, recula algún progre que adopta el micromachismo y repudia la cruzada feminazi que tantos quebraderos de cabeza le ha dado y tantas renuncias incómodas le ha exigido. El PSOE, por ejemplo, tras coadyuvar (otra vez) a demoler a la izquierda ha hecho algo muy parecido con el feminismo. Cierta progresía respira aliviada: ya puede hablar de lo buena que está fulana, besar sin permiso a mengana, arrimar cebolleta a zutana… y reivindicar a Arévalo, a Bertín, a Motos o al mismísimo Rubiales. Pide la extrema derecha y concede parte de la progresía que vuelva el macho en pleno siglo XXI.

Verónica Barcina es socia de infoLibre.

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