Manuel

Javier C. Fernández Niño

El domingo 19 los andaluces están llamados a las urnas para elegir a su nuevo Parlamento, y, por ende, a su próximo presidente autonómico.

Todas las encuestas dan un resultado claramente favorable al candidato del PP, aunque no parece que los votos que coseche le sean suficientes para formar su deseado gobierno monocolor, con lo que, ineludiblemente, habrá de conformar su mayoría buscando apoyos externos.

Las cuentas son las que son y no hay más: el hundimiento de Ciudadanos (si se pide el voto para gobernar con Moreno Bonilla, es más práctico darle directamente el voto a Moreno Bonilla), no da otra salida que al pacto PP-Vox. Un pacto que, por más que el educado candidato de la derecha supuestamente moderada niegue, habrá de producirse sí o sí. También lo negaron en Castilla-León.

Y es en esta realidad en la que surgen los recuerdos, y se hacen presentes imágenes de telediarios en blanco y negro, y me descorazono al pensar en lo mucho luchado para llegar a un resultado tan triste.

Manuel, aquel sindicalista de 18 años que fue asesinado por la gris Policía Armada y desalmada que respondió a tiros a los “tumultos” de los 200 mil andaluces que se concentraron en Málaga aquel 4 de diciembre de 1977 para reivindicar la propia esencia de Andalucía, demostrando su españolismo en la reclamación de las justas demandas de esa tierra: no se rompe España cuando se fortalece una parte.

Los que entienden la lucha por la libertad como una disputa con un camarero para obtener una caña más fría, no sabrán de lo que estoy escribiendo. Los que entendemos la libertad, individual y colectiva, como un comportamiento cotidiano en la defensa de unos ideales y en la conquista de derechos para todos y todas, tomando al desconocido que se sitúa a nuestro lado como compañero, no nos podemos rendir a la teoría de que la meritocracia tantas veces heredada sea el determinante de nuestro status.

Cierto que la Andalucía de hoy en poco se parece a la de los tiempos de Manuel: los obreros, los proletarios, se están convirtiendo en rara avis, sustituyendo sus monos de trabajo por modernísimos looks; las fábricas y las industrias al uso devienen en fábricas e industrias de ocio, y entre sus empleados se instala la suprema aspiración de ser los próximos clientes; los jornaleros andaluces han desparecido, importando mano de obra de otros países y, desde El Ejido a Lepe, los invernaderos se abarrotan de inmigrantes contra los que “la gente de bien” brama porque usurpan su seguridad y su autóctona, verdadera e intransferible raza española, con todo lo que ese concepto conlleva.

Vuelve con fuerza el “señorito andaluz” -o de Alicante- al que hemos de agradecer sus desvelos en pos de su prosperidad, en la ilusa esperanza de que mientras mejor le vaya a él, es posible que al resto le toquen algunas de las migajas de su banquete.

En la Alameda de Colón quedó tu cuerpo, Manuel, pero no tu ejemplo. No debemos permitir que nos lo vuelvan a matar en La Carolina o en Montoro, en Baza o en Río Tinto, en San Roque o en Adra. Como nos mataron a Blas, fusilado por comunista; o a Federico, por rojo y maricón, haciéndonos ver que si la vida no vale nada, al menos tenga valor la muerte.

Ni puedo ni quiero creer que Andalucía no se levante este domingo como tantas veces lo ha hecho, y se muestre sumisa y callada ante los que se visten de faralaes para desnudarla, los que tocan palmas en su desgracia y los que se aproximan a una vaca para ordeñarla al máximo.

No debemos permitirlo. No vamos a permitirlo.

Javier C. Fernández Niño es socio de infoLibre

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