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La mujer del ‘parking’

Mayte Mejía

«Saber lo que tienes, saber lo que necesitas, saber de qué podemos prescindir: eso es control de existencias». Justin Haythe.  A Amaia López de Munain, periodista, amiga que siempre me alienta a seguir escribiendo.

Según dejaba el coche en el aparcamiento del centro comercial, para realizar la compra grande de la semana, se repitió por enésima vez, tal y como hacía en los últimos meses: “Necesito con urgencia tomarme unas largas vacaciones y meterme en un avión que aterrice en la otra punta del mundo”. Aumentaba día a día el ambiente de crispación en el trabajo. Numerosos compañeros a los que apreciaba, y que en su opinión eran valiosísimos para el empleo que desempeñaban, ingresaban de ayer para hoy en la lista del paro, franquicia sujeta a las condiciones de la mala suerte, vulnerando la capacidad de razonar que tenemos las personas. En la actualidad, en la fábrica, ocupaba la dirección de Recursos Humanos y, aunque probablemente su puesto fuera de los últimos en desaparecer, no podía evitar sentir miedo a perderlo. O quizá era la excusa perfecta para enmascarar lo que en realidad le producía desánimo: la derrota continua de la noche solitaria, provocando en ella la sensación de ser o sentirse como una pyme emocional, con perfil de quiebra y un superávit de inseguridades y de amarguras que la bloqueaban.

El hipermercado estaba en el nordeste de la zona de chalés de clase media alta, donde se trasladó a vivir cuando pensó que reforzaría así la apariencia del nuevo estatus social alcanzado. Más tarde, el tiempo, y plantar los pies en el suelo, le harían ver que en la sencillez encontramos pequeños atajos que conducen a la felicidad, disfrutada de cuando en cuando. Antes de atravesar la doble puerta de acceso al interior, vio a una mujer que se ofrecía para cargar las bolsas en los maleteros, y que lo hacía con absoluta dignidad y educación, a cambio de la moneda introducida en el carro para utilizarlo, y que seguramente recibiría los insultos y desplantes de algunos clientes desconfiados. “Que no esté cuando salga, por favor”, pensó para sí cruzando los dedos. Pero, a decir verdad, había algo en ella que le resultaba conocido. Tras pagar y colocar todos los artículos en el carro metálico, pensó salir por uno de los laterales que dan directos al aparcamiento, pero finalmente no lo hizo y no supo por qué.

Aunque nunca volvió siquiera por las cercanías de su antiguo barrio, el paso del tiempo no pudo borrar el recuerdo entrañable de algunas personas. Podría tardar más o menos en ubicarlas, pero al final lograba hacerlo. Así que no le quedaba ninguna duda de que la mujer del parking, la que con timidez y vergüenza ofrecía su ayuda, era la vecina que, años atrás, vivía en el piso contiguo al suyo; la misma que, a pesar de sus esfuerzos por hacerlo, no lograba ocultar su desdicha, causada por un marido adicto a las putas y al juego. La cafetería del autoservicio estaba casi vacía. Había pasado la hora de la merienda y tan sólo algunos rezagados permanecían sentados. Pagó en caja dos botellas de agua, un bocadillo de tortilla, un café con leche y un bollo, y lo llevó todo a la mesa donde la mujer esperaba hambrienta y deseosa de compartir con alguien su dolor.

Con dos horas de diferencia, tres años atrás, perdió al marido y el empleo. Trabajaba de pinche en un buen restaurante cuyo dueño era un canalla. Hacía más de seis meses que no pagaba las nóminas, a pesar de que la cadena funcionaba perfectamente. Sin embargo, uno a uno, fue deshaciéndose de la plantilla, hasta que, declarándose insolvente, cerró. Aquella mañana, a medias de ponerse el uniforme, cuando el jefe de cocina le entregó la carta de despido, le sonó el móvil. Uno de los hijos había encontrado una nota del padre en el cuarto de baño, donde decía que no le esperaran a cenar. El chico, bastante alarmado porque en la familia nunca hacían las comidas juntos, se lo comunicó de inmediato a la madre, quien comprendió el abandono desde las primeras palabras.

A partir de entonces todo fue a peor. Apenas pudieron vivir con el subsidio del desempleo. Cada día se tiraba a la calle a buscar trabajo y regresaba, no sólo con los pies doloridos, con la frustración de sentirse uno más en el camino del censo de las personas invisibles. Primero se fueron los hijos, luego le embargaron el piso, no quedándole otro remedio que dar tumbos por los albergues sociales.

Cuando se despidieron sacó de una de las bolsas un paquete de galletas de chocolate y se lo dio junto con los billetes que le quedaban en el monedero. No quiso que la acompañara. Se metió en el coche y permaneció dentro bastante rato, quieta, pensativa, enfadada consigo misma, con esa incapacidad tan absurda de desaprovechar lo que tiene, con ese egoísmo convertido siempre en queja, en insatisfacción… Minutos después de arrancar el vehículo para irse a casa, se incorporó a una de las salidas de la carretera de Burgos. Sintonizó en la radio una de las emisoras programadas de solo música. Sonaba la canción Botas de anda, de Pablo Guerrero y Javier Álvarez, “…Botas de buscar mi huella en otras huellas,/de atreverme a pisar los caminos de estrellas,/duras botas de los días que no tengo,/botas que desean la piel de otras botas,/que me llevan a beber amor gota a gota/botas de donde voy de donde vengo…”. Entonces se echó a llorar. Lloraba por su cobardía, por la lección que acababa de recibir, por la mala baba que tiene la vida con determinadas personas que no merecen su cruel destino. Lloraba también de alegría por la decisión que tomaría en breve. Y, sin lugar a dudas, de las muchas enseñanzas que había aprendido de aquella mujer, una era que estamos obligados con nosotros mismos a cumplir los sueños en la medida de lo posible; así que se dijo: Mañana, en cuanto abran la agencia de viajes, saco un billete para Egipto y hago posible esa realidad.

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