Librepensadores
Una nevada sin caceroladas, pero ¿qué le pasa a España?
Una semana de distancia, siete días después, y la nieve, convertida en hielo, sigue alfombrando mi calle, como si fuera una condena que se suma al covid-19 y ahora a la “boina” de contaminación que nos acompaña por estas fechas. Previsión de las autoridades, prácticamente ninguna: los responsables municipales y regionales de Madrid se ufanaron anunciando que, ante la nevada, cuyo riesgo extremo ya venía siendo anunciado por la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) desde el 1 de enero, tenían los medios materiales y personales para hacer frente a un desafío minusvalorado. Como si el desafío mismo fuera una experiencia que nuestros gobernantes hubieran transitado ya en el pasado. Nada fue como ellos pronosticaban; y nada fue así no solo por la contingencia a la que enfrentamos constantemente nuestras vidas, sino también por el ensimismamiento insultante con el que determinados gobiernos se miran al espejo, como si su palabra fuera profecía bíblica.
Luego de tanta desidia e incapacidad, aparece un nuevo acontecimiento: el silencio de los vecinos de esta ciudad. Cierto, no de todos los vecinos, pero sí de esa vecindad que durante algunos meses sustituyeron, en aquel triste y primaveral confinamiento domiciliario, el aplauso merecido a nuestros sanitarios por las cacerolas golpeadas desde balcones y terrazas. ¿Quién no recuerda ese tañer desagradable, desplegado con la intención de denunciar por ilegítimo al gobierno central? Fue aquella una actitud bien ilustrativa de esta derecha tan española, tan nacionalista, tan heredera de franquismo y tan diferente de los conservadores que gobiernan o han gobernado en los países de nuestro entorno. La suya es la interpretación del poder como propiedad inalienable, la mirada inquisitiva hacia una izquierda que consideran heredera de quienes, se supone, ya habían sido vencidos en la guerra de 1936. Ver al presidente casi rogando al parlamento la prórroga del estado de excepción es toda una señal que indica que, quizá, deberíamos haber emprendido la transición a la democracia de otro modo (y ver al PSOE evitando comisiones de investigación sobre el empleo ilícito de recursos económicos por parte del viejo monarca, es una marca adicional. Hay otras muchas).
Este silencio de las cacerolas propicia el surgimiento de contrafácticos. Ahí va uno: ¿qué hubiera hecho esta derecha tan nuestra en el caso de que la familiar borrasca Filomena se hubiera desatado en un Madrid gobernado por Manuela Carmena? ¡Madre mía! Uno se puede imaginar –todos tenemos algo de poética en nuestra vidas- a los medios de comunicación recalcitrantes arengando a esos vecinos indignados sobre la incompetencia de la izquierda, animándolos a buscar en sus armarios sus viejos cacharros de cocina y salir a sus balcones o por sus ventanas para golpearlos hasta que nos reventaran los oídos. Incluso, podríamos pensarlos reunidos, convocados en alguna calle, en avanzadilla para protestar contra la desidia y, por consiguiente, la ilegitimidad del ayuntamiento o la comunidad autónoma gobernada por la izquierda al grito extemporáneo de “¡Váyanse, social-comunistas!”. Dudo, con todo, que esta manifestación en las calles fuera probable: el frío los habría mantenido a resguardo porque el frío solo afecta a quienes habitan la pobreza, como en la Cañada Real. ¡Qué vergüenza compartir las temperaturas gélidas!
No se puede negar: muchos vecinos de Madrid hemos conformado cuadrillas y nos hemos enfrentado al hielo y la nieve en las calles con el noble fin de salvaguardar el bien común, para que nuestros mayores no se cayeran y engrosaran las filas de los centros de salud y hospitales cada vez más colmatados de enfermos del covid-19; o para que tiendas y supermercados no quedaran desabastecidos; o para que se cumplieran determinados servicios esenciales. Con estas prácticas, ponemos de relieve que, a veces, somos algo más que meras víctimas de un individualismo consumista que nos tiene atrapados; que transitamos vidas más allá de los derroteros del progreso entendido como un sinvivir en el que solo deseamos acumular objetos mientras la vida se nos escapa como agua entre los dedos.
Ahora bien, no olvidemos: quienes continúan exhibiendo aquellas ahora descoloridas banderas, quienes tañeron sus cacerolas durante los meses primaverales con el ánimo de hacer caer un gobierno supuestamente fraudulento, son los mismos que hoy callan porque, aunque les moleste el acontecimiento sobrevenido, la persistencia del desastre provocado por la gran nevada, lo asumen como mal menor de un ayuntamiento y una comunidad que no discuten porque ambos están arropados con la natural autoridad que la derecha se arroga. Su autoridad. La autoridad. Y no hay cacerolas porque estas clases medias construidas principalmente durante el franquismo desarrollista –y, a la vez, creador de barriadas enteras de pobreza–, en su condición de punta de lanza de una derecha obsesionada con el poder, no ha recibido consignas de medios o partidos para desatar el griterío y el ruido con los que enfrentarse a otras maneras de entender la política y la sociedad. Como ocurrió en los meses de confinamiento, los más ricos seguirán cobijados en sus casas, a la espera de volver a arengar a sus huestes cuando la ocasión se tercie. Podrán colocar banderas y crespones en sus fachadas, pero la carne de cañón está formada por esos subalternos que no se reconocen como tales. Es el sino de la clase media: el miedo a su origen y la obsesión por un futuro prometedor que encarnan quienes más tienen, a los que admiran.
Es la vieja historia reciente de este país, una historia sobre la incapacidad de una gran parte de la derecha –y parte de la izquierda- para reconocer la “alteridad”, para asumir que el otro es algo más que la imagen reflejada de uno mismo. Que los otros tienen maneras de pensar y hacer que son diferentes y que en su diferencia está su legitimidad. Si vivimos en sociedades pluralistas hagamos de ellas una bandera. Pero aquí seguimos, en esta España eterna que evita la mezcla con el otro –el distinto-, no vaya a ser que acabe mestizándose. Para esta derecha tan nuestra, la interculturalidad no tiene cabida, como tampoco el dialogismo, la hibridez. El miedo a perder la hipotética esencia.
La nieve se ha extendido por la capital, por la Comunidad de Madrid, por una gran parte del país, pero, para la derecha de las cacerolas, de las banderas, de los crespones, la nieve es ahora responsabilidad de la divinidad o un mero efecto natural. En sus causas y en sus efectos. Nada hay que decir, nada hay que hacer porque sus desastrosas consecuencias no están vinculadas ni a las mujeres ni a los hombres que nos gobiernan en ayuntamiento o comunidad. Y estábamos tan bien preparados que, paradójicamente, ahora debemos declarar ciudad y región como zonas afectadas por una emergencia. Y mientras el gobierno central no asuma su responsabilidad para afrontar las consecuencias, la presidenta Díaz Ayuso lo seguirá tildando de “manirroto” por su disposición a gastar “enloquecidamente” (me pregunto a qué se refiere la presidenta) en partidas espúreas.
¡Qué hemos hecho para merecer todo esto! Es como si todas las plagas bíblicas hubieran caído sobre nuestras cabezas. Y el mito vuelve a aparecer, como si la razón se hubiera disuelto en un mar sin fondo. No es que uno pretenda eludir las responsabilidades que tocan al gobierno central o a otras instituciones locales. Si somos ciudadanos debemos denunciar la irresponsabilidad de los gobernantes, de todos los gobernantes. Pero cuando una parte de la ciudadanía calla a conveniencia de una ideología incrustada hasta en el cerebelo, es que el país ha transitado a la democracia por el barrizal de un fundamentalismo irreflexivo e inaceptable. Y esta lacra se aferra a nosotros como la nieve convertida en el hielo, la que se amontona en nuestras calles, a pesar de la excavadora que observo desde mi ventana, luchando por hacerse un hueco en el firme de una calle apenas transitada. Esto es Madrid.
Jesús Izquierdo Martín es socio de infoLibre