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El pin endémico

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José María Barrionuevo Gil

Hace poco tiempo tuvo que avisarnos una profesora de los desafueros, por reclamo de algunas empresas turísticas, a los que estaba acudiendo toda una juventud a la que no envidiamos, porque ya tuvimos la nuestra que estaba cortada al tamaño de nuestras históricas posibilidades. Aquella juventud nuestra no estaba tan traída ni tan llevada de excesos tan patentes como los que ahora cuentan con la patente de corso. La cuestión, con todas sus dudas y con todos sus interrogantes, salta ante nuestras, a veces, ya cansadas miradas con unas entretelas que hacen que el paño de la conducta juvenil no nos abrigue de tanta contaminación de prejuicios, que se cuecen y que hasta hierven incluso entre las mejores familias de las tan llamadas gentes de bien. Decimos mejores porque han superado ya todas las dimensiones de unos razonables comportamientos, que nos vienen exigidos por la actual situación de pandemia.

Es verdad que ante una situación que nos afilia a ciertos sacrificios, el comercio y la publicidad, astutamente, nos incitan a una revuelta y desacato ante las recomendaciones no tan tiránicas de las autoridades sanitarias. Los negocios que conllevan el triple salto mortal del ocio se confabulan con la rebeldía de los progenitores que desde hace tiempo han sido inoculados con el pin además de parental, tan endémico, de remar a la contra de la autoridad competente sanitaria, porque el Gobierno no está en manos de los nuestros, es decir, de los suyos.

Si todas las semanas, hasta en pleno confinamiento, nos llegaban noticias de jóvenes demasiado libres que se apuntaban a cualquier jolgorio o botellón, ya nos llamaba la atención el que chicos y chicas sin recursos económicos se apuntaran a un bombardeo de desafueros. Por todo ello comprendíamos que eran los progenitores los que afectados por el pin tan endémico y, por supuesto, tan nacional, los que soltaban la “guita gansa” para que sus retoños no les dieran la tabarra de puertas para adentro, pero sí que se lucían totalmente de puertas para afueras con sus constantes desafíos. El endémico pin de “yo hago lo que me da la gana” habría tenido menos acólitos si las familias pudientes, así como las no pudientes, se hubieran encerrado en banda, tan higiénicamente como se recomendaba, sin subvencionar a unos jóvenes que eran proclives al constante desafío ante la pandemia, que esa sí que no era ni nacional ni nacionalista, ya que lo que era verdaderamente nacionalista era nuestra endemia eterna del desafío político, sanitario y hasta moral. La pandemia no se tragó el endémico “Santiago y cierra España” y habitó entre nosotros.

Como era de esperar, la superprotección de los chavales y chavalas de este nuevo siglo se está dando de bruces con una realidad que no deja de golpearnos a diario con los balances de contagios y fallecimientos, que de ninguna manera podemos ignorar por mucho tiempo, a no ser que el tiempo se nos eche encima y nos arrolle de tal manera que, infectándonos a todos, ya no nos permita que puedan quedar suficientes testigos como para hacernos recapacitar.

El pin endémico, que nos contagia e inunda desde hace siglos, es el auténtico responsable de no haber entendido quiénes eran los causantes de nuestros males y de nuestras cortas libertades, y nos impedía ver claro, con nuestras cortas luces, que era un enemigo de fuera y no precisamente unos compañeros de vida y viaje que han tenido la suerte o la desgracia de haber nacido para poder reescribir nuestra historia patria, precisamente a nuestro lado, a los que por ahora saludamos con los codos, aunque parezca que no estamos obligados a trabajar codo con codo en favor de la salud de todos, a la que podemos llamar con todo respeto “salud nacional”.

Por el descrédito que se está alimentando constantemente, cuando se habla de la labor educativa de los colegios y el insano desafecto que sufre todo el personal educativo de esta nación, cada vez más nacionalista y menos abierta a los valores de una humanidad del siglo XXI, la labor del profesorado durante el curso pasado para educar a nuestros jóvenes en las pautas saludables que deben regir sus conductas ha quedado a los pies de los caballos de las fiestas y viajes del fin de curso, como si los valores educativos fueran solo obligatorios en los límites de los centros educativos.

La educación comporta una trascendencia que no puede ser ignorada por los padres y madres de esta sociedad ni por los hijos e hijas que, más allá de los lugares y tiempos escolares, supone un verdadero compromiso.

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José María Barrionuevo Gil es socio de infoLibre

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