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Quien toma la realidad

José María Agüera Lorente

"La realidad hay que tomarla o dejarla, y nadie puede transformarla

si primero no la toma".André Comte-Sponville:

Invitación a la filosofía

En la muy oscarizada película Alguien voló sobre el nido del cuco (producción estadounidense de 1975) su director, Milos Forman, nos narra la historia de un irreverente truhán –interpretado por un Jack Nicholson en estado de gracia– que, por su libertina conducta sexual rayana en lo delictivo, acaba siendo internado por orden judicial en un manicomio con el fin de que se evalúe su estado mental, presuponiéndose así por parte de la autoridad la coincidencia de lo moral con lo legal y con lo normal (lo cuerdo). MacMurphy, que así se llama el personaje sobre el que recae la sospecha de insania, se ve obligado a convivir con un grupo de internos, supuestamente aquejados de algún tipo de trastorno mental. La sección del centro psiquiátrico en el que transcurren sus vidas alienadas, al margen de un mundo exterior del que se les ha retirado por tiempo indefinido, es gobernada con disciplina militar por una estricta enfermera en cuya recta dirección confían ciegamente los responsables médicos que gobiernan la institución. La dama vela con rigor por que los pacientes cumplan a diario con la rutina que se les impone para alcanzar el restablecimiento de su salud mental. En el programa de actividades es obligada la celebración periódica de una especie de asamblea de internos donde éstos deben intercambiar cuitas. Es en una de ellas precisamente que descubre MacMurphy que aquellos con los que comparte encierro se hallan internos por voluntad propia. El truhán no puede dar crédito a lo que oye de labios de sus compañeros; ¿cómo es posible que alguien renuncie voluntariamente a la libertad, a moverse sin restricciones, a hacer con su vida lo que le venga en gana?, ¿cómo puede admitir el tutelaje de alguien que le trata como un menor de edad carente de criterio propio?

Son estas preguntas que se plantea el personaje desde su vivencia personal y que, no obstante, trascienden en su significado profundo los límites de la situación concreta que se expone en la película. A partir de ellas son varios los derroteros por los que podría transcurrir nuestra reflexión; todos la mar de prometedores y ya explorados, pero –eso sí– nunca suficientemente. Y todos seguramente van a perderse inexorablemente en el abismo insondable de la libertad. Porque ¿qué es lo que consigue que esos personajes de la película se recluyan voluntariamente intramuros del manicomio? Su convencimiento de que están locos, es decir, de que han perdido el criterio necesario para juzgar la realidad. De tal modo que se hace preciso, en aras de la sensatez, el sometimiento al juicio ajeno de quienes sí que mantienen el contacto con ella, y que, en consecuencia, deben tomar las decisiones por ellos. Pero, paradójicamente, es esta precisamente, la forma más potente de enajenación (¿o valdría decir mejor de alienación?), pues supone ceder la propia capacidad analítica, renunciando con ello al libre pensamiento. La realidad es lo que dicen los normales que es; discutirlo es síntoma evidente de demencia. Moraleja: si quieres perder la libertad, empieza por darle la espalda a la realidad.

Ahora bien, darle la espalda a la realidad, dado que ésta siempre es esquiva (si no, la historia de la filosofía habría finalizado al poco de comenzar), implica una autoenajenación como la que tan bien se ilustra mediante la secuencia de la película mencionada. Hay que hacer dejación del juicio de realidad, el que según el ya difunto –y prolífico intelectualmente– psiquiatra Carlos Castilla del Pino es imprescindible “porque es la condición básica, necesaria, sobre la que basamos nuestra relación con esa realidad y con los objetos que la componen” (palabras extraídas de su librito El delirio, un error necesario, en realidad una reflexión filosófica construida a partir de la práctica clínica). Huelga decir que la realidad es lo que es, lo que quiera que esto sea; y que se constituye en situación o en contexto cuando se vincula con lo humano.

Uno puede negar la realidad, distorsionarla, confundirla con lo deseado o imaginado; pero estas son ciertamente actitudes poco inteligentes dado que la realidad de suyo se desentiende de nuestros gustos, por lo que en cualquier momento estaremos expuestos a que nos de un disgusto. Para hacerla nuestra, para tomarla, y así ser capaces de transformarla, es menester pensarla. Y –ojo– no parar nunca de pensarla, pues no hay modo de saber a priori en qué punto se agota el desafío cognoscitivo que representa. A este respecto, el fin de la historia, la tesis pseudoprofética de Francis Fukuyama, de tan explosivo éxito en los mercados de ideas de los líderes de la opinión pública de principios de la década de los noventa del siglo pasado, representa la prueba insuperable de que la historia no se termina por mucho que lo decrete un ideólogo miope que –como advirtió certeramente Ortega y Gasset– confunde el blando y dilatable horizonte con lo que es el orbe cerrado del mundo. Esta idea finisecular es doblemente peligrosa, pues, por un lado, incentiva únicamente políticas conservadoras y, por otra, promueve la reificación de la democracia, lo que inexorablemente conlleva su esclerosis.

Los llamados intelectuales, esos profesionales del pensamiento, tienen en el desempeño de su rol social, la obligación de pensar sin perderle la cara a la realidad en ningún momento, y no parar nunca de hacerlo. Si otros hacen dejación de ese juicio de realidad que antes señalaba como vital, ellos no deben hacerlo. La honradez intelectual, que es requisito esencial para el ejercicio de su actividad, es incompatible con componendas ideológicas más o menos pragmáticas. Cuando parezca que todos se han vuelto locos ellos deben mantener lúcidas sus cabezas. El bien de la civilización lo exige, y la política debería ser muy consciente de ello, no dejando de nutrirse en ningún momento de las ideas que se aplican a y brotan del continuo análisis de la realidad, evitando reducirse a fórmulas anquilosadas que constriñen la inteligencia creadora imprescindible para mantener viva la historia y abierta al horizonte del progreso humano (sí, progreso, ese anatema decretado por la posmodernidad). Cuando esto no ocurre, como puede haber estado ocurriendo últimamente y aún hoy por hoy, el precio que se acaba pagando antes o después es muy alto.

Seguramente esta es la explicación del momento histórico tan difícil por el que transitan las opciones políticas etiquetadas tradicionalmente como de izquierdas –al menos en Europa–. Ha habido una relajación intelectual durante décadas; se renunció a tomar la realidad y, por ende, a transformarla, lo que se traduce de facto en la desactivación política. Un pensamiento débil el suyo, relativista, que repudió la verdad (objetiva) y que se enredó en manierismos conceptuales pergeñados para fruición onanista de las élites académicas puso en entredicho la pretensión inveterada del conocimiento; posmodernidad, constructivismo, frívolas justificaciones, al fin y al cabo, del todo vale, que es el lema sofista del que se acaban beneficiando dogmáticos y reaccionarios, los cuales siempre se encuentran muy animados a imponer su propia realidad, tachando de anormales o poco serios a todos aquellos que no comulgan con su juicio (político) de realidad. Según él no son reales los desequilibrios económicos globales que ponen en peligro la convivencia pacífica de la humanidad, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, el deterioro medioambiental, el incremento de la desigualdad con los riesgos que conlleva de tensiones sociales, la existencia de poderes que aún escapan al control jurídico basado en un ideal de justicia universal... Realidad a la que no presta atención un paradigma reduccionista de la economía ciento por ciento positivista, el cual Thomas Piketty –para muchos el economista del momento– somete a análisis en su reciente libro El capital en el siglo XXI, en el que propone repensar el método de estudio de la economía, la cual nunca debió desconectarse epistemológicamente del resto de las ciencias sociales; lo que conlleva que, si no quiere darle la espalda a la realidad, tendrá que avanzar conjuntamente con ellas.

A la elaboración de ese pensamiento fuerte que tome la realidad tampoco ayuda la sociedad de la transparencia, como la ha denominado el filósofo de moda en Europa, Byung-Chul Han, donde la claridad es un simulacro de efecto tan seductor gracias a la tecnología de la información y la comunicación, que tiene el poder de apantallar la realidad, pues, en efecto, ésta es suplantada por la pantalla que nos muestra lo que hay y, en consecuencia, torna prescindible el juicio de realidad a la par que perezoso el pensamiento. Como, por otro lado, advierte Nicholas Carr, crítico de la cultura digital, en su libro Superficiales, los fines industriales y económicos nos someten a un continuo bombardeo de información, de modo que –en palabras suyas– “mentalmente, estamos en locomoción perpetua”. En estas condiciones pocos remansos se pueden encontrar para pararse a pensar.

Y a pesar de todo lo dicho, y precisamente por todo lo dicho, es imperativo contar con un pensamiento fuerte, esto es, que tome la realidad y haga posible su transformación.

José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de eseñanza secundaria, licenciado en filosofía y en comunicación audiovisual y

socio de infoLibre

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