Líneas medio blancas sobre un fondo negro

Sandro Luna

Siempre quiero ser lo que no soy

Aloma Rodríguez

Editorial Milenio (2021)

Leí en algún sitio, probablemente en algún suplemento cultural, algo así —cito de memoria—: “Fabular con la verdad es una de las aspiraciones más antiguas que legitiman la necesidad de ficción del ser humano”. Desconozco al autor de esa cita y el nombre del suplemento, pero es de las primeras reflexiones que me ha venido a la cabeza tras leer Siempre quiero ser lo que no soy de Aloma Rodríguez (1983) publicado por la Editorial Milenio (Lleida). Y sé que hay mucha de esa verdad con la que confabulamos los que leemos y escribimos en este libro de relatos. También mucha ficción. Y un equilibro difícil de encontrar entre la una y la otra.

Siempre quiero ser lo que no soy atrapa muy sutilmente las contradicciones de la vida. Y lo hace sin altanería ni grandilocuencia, con una ligereza y una expresividad narrativa tan dinámica que casi es imposible no formar parte de ese universo que la autora crea dando pequeños pespuntes aquí y allá: en la muchacha de trece años que acaba en el abrevadero, en el final de la juventud, en la afilada punta del botón de piña, en el pueblo de los veranos, en el entierro de Pluto, en la mercería de la Corredera de San Pablo, en el sexo inesperado y sin remordimientos, en ese sofá de Ikea donde murió el amigo o en el agujero que atraviesa la pared de la vecina, de la desubicación nuestra de todos los días, de querer estar siempre en otro sitio o ser, a veces, lo que no somos, por ejemplo.

Se lee, como advierte en la contraportada Ignacio Martínez de Pisón, como si fuera una novela (yo añadiría, también, una especie de diario o libro de memorias o un difícil y extraño fruto híbrido) en la que se mezclan humor y melancolía y, cómo no, una agridulce despedida del final de la juventud que se parece mucho a la despedida del verano cuando éste roza sus últimos días en nosotros.

El libro consta de dieciséis relatos, casi todos breves o muy breves; su extensión responde, en cierta medida, a la necesidad de crear pausas y engranajes que ayuden al entramado del libro a reforzar su estructura. Y lo consigue.

La ligereza de este libro, en realidad, lo es tan sólo en apariencia. Las imágenes se suceden creando un espacio común con el lector, una especie de camaradería que acaba irremediablemente convirtiéndote en cómplice. Y ese es otro de los logros del libro.

Cómo no sentirse, de algún modo, identificado con gran parte de los personajes que desfilan por estas páginas…

Muchos de estos relatos, tal vez porque pertenezco a la época de la autora, ponen voz, una especie de voz en off mientras los leemos, a toda una generación que dejó atrás hace mucho la adolescencia y la juventud. Y recordamos ese tiempo porque lo vivimos tan intensamente como pudimos y supimos. Y para que no lo olvidemos del todo, de alguna forma, Aloma Rodríguez nos lo trae de nuevo en este libro… quien ha vivido su juventud a conciencia, ha pensado también en múltiples ocasiones que siempre “la diversión está en otro sitio” (“Todas las nocheviejas de mañana”).

Así que el lector puede, fácilmente, reconocerse en un puñado de relatos de este Siempre quiero ser lo que no soy; reconocer su imaginario, su educación sentimental, quiero decir. O, dicho de otro modo, hilvanar la propia historia personal con cada uno de los personajes del libro y, porque no, también con la historia de la autora y con su imaginario.

Uno de los relatos que hace cumbre es “Viene a por ti”. En él una niña le pide a su madre que le cuente una historia de miedo. La madre del relato no conoce ninguna, pero la niña insiste y le invita a inventarse una. En ese trasiego entre la madre y la niña el lector —y más si es madre o padre— ya está con ellas, sentado en el sofá o a los pies de la cama. Y se produce la magia, Aloma Rodríguez nos ha metido, otra vez, dentro de uno de sus relatos. En este en concreto, entre otras muchas cosas, habla de un loco que asesinó a su padre. Ese loco vivía en el pueblo de los abuelos de la madre del relato que, recuerda también, que cuando éste cumplió condena y volvió al pueblo, los niños bajaban corriendo hasta su casa, le chillaban para provocarle— entre risas y miedo, seguramente— y escapaban. Y él, el loco, como amenaza y dura advertencia, acabó matando al gato al que los niños alimentaban.

Ante este relato uno, casi inmediatamente, recurre a ese imaginario del que he hablado antes y al que Aloma Rodríguez nos lleva (sabe muy bien captar con sutileza nuestra atención y hacernos partícipes de la acción dirigiendo con naturalidad y belleza nuestra mirada). Y al sentir el miedo imaginado de esos niños y de ese gato muerto del loco, uno piensa inevitablemente en otros locos… cómo no recordar, por ejemplo, al perturbado de Perros de paja de Peckinpah o a Robert Duvall en Matar a un ruiseñor y en la distancia que a uno y otro separa. El de Peckinpah, en este caso, aterroriza; el de Mulligan, llegado el desenlace, nos llena de ternura y reconcilia con el mundo y la vida. El loco de Rodríguez, sin embargo, nos recuerda —ahí está su gran acierto— que también fuimos niños y hubo en nuestra vida un loco que, en algún momento, también nos atemorizó.

Otro de los relatos cenitales es “La mercería”. Y lo es porque de una manera sencilla, y a la vez profunda, describe lo que es ser madre. En él, la protagonista va a una mercería a comprar botones. Dos botones, nacarados, pequeños, para una chaqueta de lana que hizo la abuela (una lana que unos amigos enviaron para la niña desde Nueva Zelanda). Una vez allí, ante el infinito muestrario, nuestra protagonista (lleva a la niña en el fular portabebés) duda: había, cómo no, “botones de todos los tamaños, colores y formas”. La dependienta sacó dos modelos ante la demanda de ella, “unos eran lisos, aunque con una línea que los dividía en diagonal. Los otros tenían forma de piña. Eran graciosos, pero pensaba que se le podían clavar las hojas de la piña a mi bebé y hacerle daño”. Finalmente se llevó los dos, pero no le dijo a su abuela nada de los botones afilados con forma de piña y los guardo en el bote de los botones, alejando así el posible peligro de su pequeña. Y ahí está, de nuevo, esa sutileza… quienes tienen hijos, lo saben.

Hay libros que nos alejan de nosotros hasta que nos hacen desaparecer y entonces ya no nos reconocemos. Y hay otros, sin embargo, que nos acercan tanto a quienes somos, nos hacen tan reales, tan ordinarios que no podemos más que tomar conciencia de nuestra pequeñez y aceptar nuestra historia.

Consumir vida

Lo que Aloma Rodríguez consigue en estos relatos es tremendamente difícil: un bello y armónico equilibrio entre esos libros que nos hacen desaparecer y entre esos otros que nos encuentran. Y por eso leemos.

 

* Sandro Luna es poeta y profesor, su último libro publicado es El monstruo de las galletas (Hiperion, 2020).

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