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Los diablos azules

Uno más uno es uno

El escritor Isaac Rosa.

Epílogo. No sé si ustedes lo saben, pero por si acaso es que no: hay que leer a Isaac Rosa sin excusas de ninguna clase. Hace años —desde su principio— que sigo todo lo que cuenta este escritor, casi irrepetible, que funde como casi nadie el grumo plomizo de las obviedades literarias, que despliega a cada texto una mirada nada complaciente sobre lo que nos pasa, que no se aleja —antes, todo lo contrario— del abismo que se abre después de la palabra FIN que cierra todas las novelas, no solo las suyas. De esas suyas, la última se titula Feliz final y la edita, como las anteriores, Seix Barral.

3. El amor se hunde en una profundidad oscura de alacranes. El amor o lo que fuera eso que juntó a Ángela y Antonio hace trece años. Dos hijas: Ana y Sofía. Un hijo de Antonio con su exmujer Teresa, que se llama Germán. Hablan los dos por separado. Lo que se dijeron y ofende es repetido como un estribillo a dos voces, sin contemplaciones ni paños calientes. Sale un relato de James Joyce en uno de los párrafos que me ha parecido el más devastador de la novela: “Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que en verdad estábamos muertos, Ángela. Muertos. En el último año habíamos envejecido décadas, un siglo, y ya estábamos muertos”. El amor es un campo de batalla. Ya sé que esto que acabo de decir es un tópico de los más impresentables para definir una de las claves de esta magnífica novela: los tópicos a que la destrucción del amor somete a quien sufre esa destrucción. Y ahí aparece el oficio, que es la manera mejor que tiene quien escribe de salvar el abismo a que antes me refería, con un pie en el aire y el otro en el alambre siempre inseguro del funambulista. Una escritura sin riesgo es una impostura, un manual de autoayuda, las cartas marcadas en una partida de tahúres, el final feliz que traicionaría las cicatrices que se esconden en los pliegues de ese “feliz final” que subvierte con un jijijí de hienas todos los finales felices de todas las malas novelas del mundo.

 

2. Progresa esto que escribo hacia atrás, como avanzan hacia atrás, en la novela, las voces en dueto alterno de los protagonistas. Cuando la producción del deseo se acordaba más o menos con la gestión (palabra odiada por la mujer en el diálogo imposible) de ese deseo y de todo lo que con el tiempo iría condicionando la relación de la pareja. Enamorarse —en este regreso al principio que diría Eliot— es anticipar las trampas de la nostalgia. Eso podría suceder en otras historias de amor, pero no en esta. El tiempo pasado ya anunciaba un remake de la película Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini, y la cojera del sofá familiar seguiría ejerciendo de metáfora implacable de unas vidas sometidas a los estragos de una cotidianeidad en que cada uno de sus rincones se convertía en una emboscada. La retórica de una queja que acaba siendo como ese sonajero que no consigue tranquilizar el llanto a gritos de quienes saben que no hay respuesta a la pregunta que, en mi lectura seguramente torpe, insuficiente, augura la derrota: “¿Nos amamos tanto como para justificar el destrozo provocado?”. Y si la hay, si existe esa respuesta, será la que lleve a ninguna parte, si acaso a lo más embarrado y oscuro en las profundidades del pozo donde las lamentaciones suenan a canción antigua, a bailongo por las pistas de un verano cuando aún lo que se dice tenía que ver con el amor romántico, a la mirada melancólica detenida en las ruinas de una casa que vuelve a ser el no lugar en que los sueños empiezan o ya se han convertido en pesadilla.

1.  Antes de la precariedad igual fuimos felices. Esa podría ser una de las lamentaciones. El trabajo en manos del desahucio moral no dignifica, sino que embrutece. El taylorismo se instala en las cadenas de montaje de un territorio en que el amor se va desmontando pieza a pieza hasta que lo que queda es un sucio, informe, amontonamiento de hierros oxidados y polvo negro de cucarachas muertas. “El jardín de las delicias solo existe fuera de los jardines”, escribía Alejandra Pizarnik, experta también en esos destrozos sentimentales que —como en ese capitalismo tan presente a mediados del libro— convierten en cruel desigualdad las mitades del amor o lo que sea.

0.  Las canciones cuando la posibilidad de ser felices ya andaba enredada con las traiciones nunca hasta entonces confesadas. Ese estado del bienestar construido al amparo de amenazas exteriores, como una fortaleza antes de la derrota pensada como inexpugnable. Pero ya andaban los Kinks boqueando como peces que se asfixian los días en que fueron felices: “Gracias por los días interminables, esos días sagrados que ya empezaban a parecerse a una tumba…”. Ya no sirven los versos de Salinas, ni la memoria revisitando La noche, de Antonioni, ni la certeza de que su final coincidiría con el que ya intuían de Viaggio in Italia. Ya no sirve lo que antes del derrumbamiento sí que servía. Ya no sirve el azar de un reencuentro que daría paso al amor romántico, como el comienzo de una historia que como todos los comienzos se adivinaba sin ninguna duda hasta el envejecimiento. Feliz final para ese envejecimiento imposible. No hay tregua para la seguridad, para alguna posible certidumbre vivida desde lo común, para comer perdices porque ya hace mucho tiempo que las perdices fueron pasto frágil para los depredadores emboscados en la falsa inocencia de los abismos familiares.

Prólogo. “Uno más Uno -es Uno- / El Dos -es una fórmula gastada- / Buena para enseñarla en las Escuelas- / pero Inferior como Elección…”.

Regreso a casa

Regreso a casa

Emily Dickinson

*Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es Alfons CerveraLa noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018).

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