La ‘revolución Biden’ se desinfla antes de empezar

Joe Biden habla brevemente con miembros de los medios de comunicación antes de abandonar el Jardín Sur de la Casa Blanca.

Romaric Godin (Mediapart)

El suflé parece bajado definitivamente. El contraste entre las esperanzas nacidas con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca y la situación real a finales de 2021 es sorprendente. Cuando, el 20 de enero de 2021, el demócrata tomó posesión de su cargo, anunciaba un gran cambio.

En respuesta a la conmoción que supuso el asalto al Capitolio, todas las cartas iban a barajarse. De febrero a abril, se sucedieron los anuncios, acompañados de promesas rimbombantes. Todas las certezas de la era neoliberal eran cuestionadas y Joe Biden no dudaba en hablar de un “nuevo paradigma”. Invirtiendo el aforismo de Reagan, afirmó que “el Gobierno no era el problema, sino la solución”.

Biden pasó del dicho al hecho al presentar un enorme plan de inversión de cuatro billones de dólares, que abarcaba no sólo las infraestructuras tradicionales, sino también la sanidad, la protección infantil, la educación y el medio ambiente. Todo ello se concibió como fundamentos para el crecimiento futuro, lo que, como señaló en su momento el economista crítico del crecimiento Eloi Laurent, fue una auténtica revolución. “Joe Biden está inventando la economía del siglo XXI, la economía de las fundaciones”, resumía entonces.

En el ámbito internacional, la nueva administración prometió el fin de la evasión fiscal con un tipo mínimo del impuesto de sociedades del 21% y un tipo nominal del 27% en Estados Unidos. Aunque no volvió a los tipos anteriores a la reforma de su predecesor Donald Trump, Biden enviaba un mensaje claro de que la carrera al menor impositor fiscal había terminado y que las empresas tendrían ahora que contribuir con la parte que les correspondiese para financiar los planes previstos. Esto supuso una ruptura con cuatro décadas de neoliberalismo y de lógica del chorreo.

Y luego, con el paso de los meses, las cosas se torcieron y las ambiciones se redujeron. A finales de 2021, la meta quedaba muy lejos.

Un plan en dos partes, la segunda parte está en un punto muerto

El gran plan de inversiones se ha dividido en dos, con las infraestructuras “clásicas”, por un lado, y las políticas sociales y medioambientales, por otro. La economía de las fundaciones ha perdido su coherencia. Sobre todo porque sólo se votó uno de estos planes en noviembre, el primero. Gracias a un compromiso “bipartidista” con los republicanos, se redujo considerablemente. Es cierto que la integración de los gastos previstos anteriormente permitió mantener la cifra prometida de 1,2 billones de euros, pero en realidad los nuevos gastos representan menos de la mitad.

En el plano fiscal, se abandonó la subida del impuesto de sociedades y, en el plano internacional, se fijó el tipo mínimo en el 15%, lo que preserva en gran medida el modelo de los grandes grupos digitales mundiales (cuyo tipo efectivo ya rondaba el 15%). Con un tipo impositivo así, la carrera por ver quién tiene un gravamen fiscal más bajo se reduce sin duda, pero no se frena: el capital puede seguir arbitrando libremente entre jurisdicciones. Por tanto, la presión sobre los Estados sigue siendo alta, sobre todo en los países emergentes.

En cuanto al resto del plan, que comprende los gastos sociales y medioambientales, que ascienden a 1,7 billones de dólares en diez años (frente a los 2,3 billones iniciales), se encuentra en punto muerto. Joe Biden esperaba poder aprobarlo mediante el procedimiento llamado de “reconciliación”, que permite su rápida aprobación con una mayoría simple. Pero para ello es necesario obtener todos los votos demócratas en el Senado, donde el reparto es equitativo entre los dos partidos. Sin embargo, el 19 de diciembre, el senador demócrata de Virginia Occidental, Joe Manchin, anunció que no votaría a favor del texto.

Su negativa se basa en los argumentos tradicionales contra la inversión pública: el temor a un aumento de la deuda pública alimentado por la vuelta a la inflación. También está en cuestión un punto más “técnico”; Joe Manchin quiere condicionar la desgravación fiscal por hijos, que permite que las familias obtengan hasta 300 euros al mes, a que tengan ingresos o un empleo. La izquierda del partido sabe que esas condiciones la harán ineficaz. Por no hablar de que, al igual que el Obamacare, su condicionalidad podría alimentar el resentimiento de una parte de la clase media, lo que supondría una ventaja para los republicanos.

La negativa de Manchin parece marcar el fin de las ambiciones de Biden. Aunque la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, sigue insistiendo en que el plan Build Back Better (BBB) sigue sobre la mesa y se votará en enero, la situación está estancada. Joe Manchin no tiene intención de ceder y, de hecho, no tiene motivos para hacerlo.

En cuanto a la izquierda del partido, se niegan a negociar con un senador que se alinea con los argumentos y deseos de los republicanos. Como no es posible aprobar el plan sin Manchin, la única salida es acabar con las desgravaciones por hijos. Aun así, el senador de Virginia Occidental podría negarse a votar un texto que, según él, amenaza con alimentar la inflación.

Este plan, que debía volver a situar al Estado del bienestar en el centro de la economía estadounidense, por tanto, se ve comprometido. Salvo un giro dramático de los acontecimientos, en su lugar, solo caben imaginar parches. Sobre todo porque el tiempo se acaba. En este año 2022 que comienza se celebran las elecciones de mitad de mandato, en las que se renovará un tercio del Senado y de la Cámara de Representantes. Una vez que la campaña comience, será el momento de votar.

Pero hay un hecho más que oscurece este balance ya anodino. La administración Biden, recuperando los grandes gastos militares de la era neoliberal, y en un momento en el que la derecha y el centro han estado despotricando contra el excesivo gasto social, aprobó el 27 de diciembre un plan de 770.000 millones de dólares para el gasto militar. Mientras las familias cobraban el 15 de diciembre los últimos pagos correspondientes a la desgravación fiscal por hijos, el contraste ilustra cómo los viejos reflejos demócratas han vuelto a la agenda en Washington.

La presidencia Biden no es que no hiciese nada en 2021, pero está lejos de las promesas de la primavera. El plan de inversión en infraestructuras está muy por debajo de las necesidades señaladas por la Asociación de Ingenieros de Estados Unidos, que estima que en 2039 serán necesario destinar al menos 10.000 millones del PIB del país.

Por lo demás, el balance es claro: a pesar de algunos avances, no hay “revolución Biden”. Las cosas no han cambiado y el proyecto social presentado en marzo se ha estancado. La redistribución es sobre todo una ilusión y las fundaciones sociales, medioambientales y sanitarias del crecimiento han sido las variables de ajuste. El hecho de que el plan “Build Back Better” no se votase a finales de 2021 sólo significa una cosa: no es la prioridad de la administración Biden. Por decirlo de forma sencilla, en nueve meses, la ambición transformadora se ha alineado con la doxa clintoniana.

¿Es sólo culpa de Joe Manchin?

¿Cómo se explica esta trayectoria? Es fácil culpar sólo a Joe Manchin. Y es cierto que el senador “centrista” tiene un poder exorbitante en la Cámara alta. De hecho, tiene un verdadero poder de veto sobre las disposiciones de la administración Biden. Y no duda en utilizar este poder para influir en la evolución de la política estadounidense.

Fue él quien, este verano, exigió una votación “bipartidista” con algunos republicanos sólo sobre el plan de inversiones, lo que llevó a la Casa Blanca a dividir el plan inicial en dos y a relegar a un segundo plano los aspectos sociales y medioambientales de la acción del presidente. La lógica de Manchin es sencilla: el gasto en infraestructuras alimentará los mercados de las empresas privadas. El gasto social se considera improductivo.

También fue él quien, con el único poder de bloquear este segundo plan, hizo imposible su votación y finalmente lo bloqueó. Sus argumentos son tan similares a los de los republicanos que el líder del GOP en el Senado, Mitch McConnell, ha indicado que las puertas de su partido están abiertas de par en par para Joe Manchin. Pues los republicanos se ensañan con el “auge socialista” que se apoderaría de los demócratas, lo que coincide en gran medida con las críticas del senador de Virginia Occidental. Si a esto le añadimos que está vinculado a través de las finanzas de su campaña a una serie de grandes empresas (su oposición al plan ha provocado un fuerte aumento de las donaciones), tenemos en él al culpable ideal.

La representante de Minnesota Ilhan Omar, una de las figuras de la izquierda del partido, no se deja convencer por los argumentos de Manchin de que está defendiendo a sus electores de Virginia Occidental, que votaron abrumadoramente por Trump en 2020. “Esto no tiene nada que ver con sus electores. Se trata de la corrupción y el interés propio de un barón del carbón”, tuiteó. El bloqueo sería, pues, el resultado de un acuerdo con los republicanos y que, gracias a las sutilezas de la legislación estadounidense, puede arruinar las ambiciones de Biden.

La responsabilidad de Joe Biden

Pero el poder de Joe Manchin no ha llegado por casualidad. También es el resultado de errores tácticos de Joe Biden o quizás incluso de un acuerdo de fondo con el senador en varios puntos. La sensación que se tiene, a tenor de los acontecimientos ocurridos desde la primavera, es que Joe Biden siempre ha optado por seguirle el juego a Manchin. Cedió fácilmente en los tipos del impuesto de sociedades, en teoría para conseguir el acuerdo de Manchin sobre el plan de inversiones. Después dividió el plan en dos para complacer a Manchin. Después vuelve a tratar de negociar su participación en el Build Back Better.

Como señalaba recientemente a Mediapart (socio editorial de infoLibre) Christophe Le Boucher, autor de Illusions perdues de l'Amérique démocrate, el presidente tenía la posibilidad de preservar sus compromisos de primavera presionando a Manchin. Por ejemplo, negándose a ceder en los puntos importantes y dejando al senador que optase por un “todo o nada”. También podía sortear los obstáculos utilizando los poderes del presidente en determinadas cuestiones. También podía aprovechar el incipiente movimiento social al otro lado del Atlántico y convertir su mandato en el de los trabajadores en apuros, presionando a los empresarios e, indirectamente, al ala “centrista” de los demócratas.

Pero Biden tomó otra vía totalmente diferente: esperaba ganarse a Manchin cediendo a sus demandas, creando inevitablemente otras nuevas. En julio, aseguró que el “deal” era un acuerdo bipartidista sobre infraestructuras a cambio de un voto positivo en el BBB. Pero Manchin, en posición de redibujar por sí solo los contornos de la presidencia de Biden, no tenía ninguna razón para no establecer nuevas condiciones.

De este modo, fue Joe Biden quien sacrificó las políticas sociales al someterse a las exigencias de Joe Manchin, que tenía estos gastos en el punto de mira desde el principio. Incluso ahora, su voluntad de seguir negociando con Joe Manchin para conseguir su voto parece ser una forma de justificar un mayor retroceso. ¿En qué debería ceder? ¿En las desgravaciones fiscales por hijos? ¿En la partida general? Es, sin decirlo, aceptar un nuevo recorte, y la izquierda del partido lo ha entendido bien ya que pide una aceptación forzada del Ejecutivo.

Los errores de la izquierda

Sin embargo, no debemos subestimar los errores de la izquierda del partido. Este último también jugó con fuego. Podría haber exigido que se mantuviera un bloque completo para el plan de inversiones o haber ejercido una presión real para que se votase el Build Back Better con el plan de infraestructuras. También podría haber hecho suyo el movimiento social y haberlo “politizado”.

Pero la izquierda democrática mostró su debilidad tanto política como táctica. No ha sido capaz de influir en el partido para corregir el tiro presidencial. Bernie Sanders votó a favor del plan de infraestructuras en el Senado en julio a cambio de una mera promesa sobre el gasto social. Y cuando, a finales de noviembre, la izquierda no votó dicho mismo plan, el movimiento fue sobre todo simbólico y representativo de los límites de su influencia dentro del Partido Demócrata.

La apuesta por la transformación profunda parece, pues, echada a perder. Joe Biden no ha sido capaz de romper con sus orígenes centristas, los viejos reflejos han vuelto. Es cierto que el repunte de la inflación durante la segunda mitad del año dio credibilidad a la vieja guardia neokeynesiana en torno al exsecretario del Tesoro de Bill Clinton, Larry Summers, que en febrero había mencionado un posible “recalentamiento” de la economía.

Incapaz de comprender que este recalentamiento es independiente de la reconstitución de un Estado social, la administración Biden probablemente prefirió utilizar la excusa de Manchin para diluir el plan Build Back Better y retrasarlo. Esto también es un paso atrás a los años de Clinton-Obama.

Al final, sea cual sea el futuro del plan Build Back Better, el coste político de estas decisiones será alto. Aunque Joe Biden intente hacer promesas a su izquierda, sobre todo prorrogando tres meses, y a última hora, la suspensión del pago de las deudas estudiantiles, sus prioridades parecen claras. Por lo tanto, el discurso puede no ser suficiente.

La decepción con las reformas de Biden va más allá de una previsible derrota política en las elecciones de mitad de mandato. Sella el fracaso del intento de reabrir una vía socialdemócrata de reforma interna del capitalismo para sacarlo de la lógica neoliberal. Esta lógica persiste y sigue siendo dominante en los círculos empresariales. La gran alianza lograda por Roosevelt entre el mundo del trabajo y una parte de los capitalistas ya no parece posible hoy. Esto es lo que se desprende de este primer año de mandato. Para evitar que el trumpismo resurja para apoderarse del descontento y la decepción, es urgente, por tanto, construir una alternativa más radical a la crisis social y ambiental del neoliberalismo.

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

 

 

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