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Bombas sobre Gaza

La herida abierta en Gaza

Una mujer palestina llora a un familiar en su tumba durante la la festividad del Eid al Fitr en la ciudad de Gaza (Franja de Gaza).

Pierre Puchot (enviado especial de Mediapart)

De noche, Gaza puede llamar a engaño. A eso de las 8 de la tarde, poco después de ponerse el sol, los barcos abandonan el puerto para alinearse armoniosamente en la costa. Encienden las luces halógenas que atraen a los pocos peces que se aproximan tanto a la orilla. Al mirar estos farolillos inmóviles, solo un ojo avezado es capaz de detectar de inmediato los barcos de los guardacostas israelíes, apostados detrás de los pescadores en la Franja de Gaza para impedirles que se alejen demasiado del puerto. Aunque para ello tenga que abrir fuego sobre las embarcaciones, como sucede cada mes, oficialmente por temor al tráfico de armas o al contrabando.

Solo con los primeros rayos de sol, cuando la mayor parte de los pescadores regresen de vacío, será posible constatar la amplitud de los daños y aquello en lo que Gaza se ha convertido tras la ofensiva israelí de 51 días sobre el pequeño territorio palestino. El balance todavía provisional de la ONU estima que hubo 2.147 muertos, en su mayoría civiles, y 11.000 heridos entre los gazaitíes, frente a los 66 soldados y 6 civiles asesinados de Israel. De las 80 naves de hormigón que bordean el puerto y que sirven para que los pescadores almacenen sus capturas, 35 quedaron destruidas tras los bombardeos del ejército israelí.

Delante de estos hangares, hay quien se afana esta mañana de finales de septiembre para reparar aquello que a estas alturas puede arreglarse. “La mitad de las redes fueron quemadas, lo mismo que los motores; los daños son considerables y seguimos sin entender porqué Israel atacó aquí, nunca ha habido armas ni combatientes”, suspira Miflih Abu Ryala, miembro del sindicato de pescadores. Hijo y nieto de pescadores, este hombre de 37 años, padre de cuatro hijos, ha perdido cuatro de los cinco motores en los bombardeos. Pasea con un vaso de té en la mano, perplejo, entre los restos parcialmente calcinados. Diez barcos quedaron totalmente destruidos por los bombardeos, 25 de ellos resultaron completamente inutilizados. Tres millones de dólares de materiales pasto de las llamas.

Dada la magnitud de los daños, los fondos comprometidos por Alemania, Bélgica y Qatar para la construcción de nuevos edificios y para la reparación de una decena de barcos y de botes de madera, parecen irrisorios. Todavía inconcluso, el nuevo hangar construido con las aportaciones de Qatar también ha quedado parcialmente destruido. Evidentemente, el puerto de Gaza no permite satisfacer las necesidades de una ciudad de más de 500.000 habitantes.

En Gaza, el paso del tiempo y el bloqueo económico en vigor desde 2006, han hecho de la pesca una actividad fundamental, a medida que los demás sectores de actividad menguaban, debido a la falta de materiales, de electricidad o por la imposibilidad de exportar los productos manufacturados. A finales de septiembre de 2014, la pesca da para malvivir a los 3.700 habitantes de Gaza que hacen de ello su medio de vida, de Rafá, al sur, a Beit Hanun, al norte.

“Es todo lo que nos queda a nosotros, los pobres, que no hemos recibido formación ni tenemos estudios superiores”, dice Miflih Abu Ryala. “Por encima de todo, el principal problema es el asedio israelí. No podemos pescar a más de 3 millas y a esa distancia no encontramos nada. Estamos en temporada de sardina, que normalmente se pescan a entre 6 y 12 millas. Hace dos días que ya no salgo a faenar, no sirve para nada. Somos muchos y no se pesca nada”.

El acuerdo alcanzado en El Cairo por Hamás e Israel el pasado 27 de agosto, tras 51 días de guerra, incluía el fin de las restricciones a la pesca, que deberían fijarse en 6 millas en un primer momento y después en 12 millas. Sin embargo, a finales de septiembre, los pescadores todavía no han visto materializarse dicho compromiso. El acuerdo firmado en 2012 tras la ofensiva israelí Pilar Defensivo preveía ya los límites de pesca para los gazatíes. Mientras tanto, los pescadores apenas logran sobrevivir, perciben de la pesca una renta irrisoria de 300 shekels (70 euros) mensuales y se alimentan sobre todo de sacos de arroz distribuidos por la agencia de la ONU de ayuda al refugiado (UNRWA) y depositados ante las fachadas de los inmuebles y las numerosas pequeñas tiendas locales de la ciudad.

Arriba del puerto, la ciudad de Gaza trata de recuperar la normalidad. En ocasiones, una casa derruida recuerda la virulencia de los acontecimientos padecidos. Pero aquí, la vida podría casi volver a su curso normal. Al norte, al este, al sur, por el contrario, la ofensiva ha arrasado algunos barrios y ha sumido a los palestinos en un paisaje lunar donde con frecuencia es difícil distinguir dónde estaban las calles y dónde las viviendas.

Chajaya, barrio devastado

Al norte de la Franja de Gaza, el paisaje devastado ofrece mil y una oportunidades para que el periodista hable con los lugareños, que han vuelto a sus casas deseosos y están ávidos por contar su historia y cómo vivieron los intensos bombardeos que arrasaron una parte importante de este territorio.

“Parecía un temblor de tierra muy fuerte”, explica Mahmud al-Manasra, estudiante de 21 años. Este residente de Chajaya –barrio de la ciudad de Gaza próximo a la frontera y densamente poblado, con unos 100.000 habitantes antes de la ofensiva israelí– huyó con su familia tan pronto como comenzaron los bombardeos, el 19 de julio. “Aquel día se produjeron decenas de explosiones en menos de un minuto, era una auténtica pesadilla”, precisa el joven. “Huimos, con mis padres y tres de mis hermanos que estaban con nosotros. Salimos con lo puesto a unos pocos metros, a casa de un primo. Seguimos viviendo en su casa”.

Días más tardes cuando trató de volver con su hermano para recuperar la documentación, el ejército israelí ya se había desplegado y les disparó; su hermano resultó varios disparos de bala en la pierna. De todas formas, era demasiado tarde porque el que había sido su apartamento ya no existía. “De nuestra inmueble de cinco plantas, solo queda el sótano”. (Véase el vídeo del bombardeo del mercado de Chajaya del 30 de julio).

A medida que se camina con él por la calle Mansoura, una de las principales arterias que atraviesan el barrio, Mahmud enumera a los propietarios de los apartamentos que antaño conformaban inmuebles de dos, tres plantas ya derruidos y cuyas carteles de cartón sobre los cascotes recuerdan el apellido de las familias que allí residían. “Aquí cayó una bomba que mató a más de 20 personas”, explica Mahmud en un cruce. “Cada vez que lo pienso, creo que tuvimos mucha suerte, vivía a 50 metros de ahí”. Al llegar al final de la calle, la densidad urbana da paso a la desolación.

A la derecha, se ve una montaña de tierra, tan alta como dos hombres, que marca el principio de lo que fue la calle Montaar. Casas destruidas, el suelo reventado por los obuses, varillas de hierro que sobresalen bajo la tierra... Ya no queda ni un árbol, ni un pájaro, ni una carretera. Todo es barro. A menudo, ni tan siquiera es posible circular en coche, ni incluso andando y los pocos palestinos que se ven van a pie, a lomos de un burro o a caballo. En ocasiones, al pasar junto a un montón de cascotes, se percibe un olor a agrio, apenas perceptible, que sale del hormigón: son los cuerpos de las víctimas de los bombardeos que todavía no han sido recuperado y que siguen descomponiéndose bajo los escombros.

Al borde de la carretera, frente a una mezquita desvencijada, de la que solo el minarete sigue en pie, un hombre de edad avanzada vestido con una chilaba de color crudo toma el té, la espalda apoyada contra las paredes de arcilla de una construcción reciente. “Mi casa estaba enfrente”, dice Mohammed Halabi, de 58 años, señalando una masa amorfa de la que solo sobresalen los restos de una loseta de hormigón. Durante los bombardeos, su mujer murió de un ataque al corazón. Ahora vive con sus hijos en la calle 30, en el centro de Gaza, pero a menudo vuelve a “hacer el duelo”, explica.

Durante la guerra, como otros habitantes del barrio, Mohammed Halabi recibió una llamada telefónica del ejército israelí. “En un primer momento, los israelíes avisaron a los habitantes de nuestro barrio, pero no quisimos dejar nuestra casa”, explica, “nos parecía impensable abandonarlo todo, nuestras cosas, nuestra vida, para huir no sé donde. Y después al ver que la gente no se iba, comenzaron los bombardeos. Y nos vimos obligados a marcharnos para salvar la vida”.

Para justificar los bombardeos, el ejército israelí afirmó que se habían lanzado 140 cohetes desde ese barrio. “Por supuesto, había armas y combatientes que pasaban por Chajaya para resistir a la invasión”, explica Mohammed. “Estamos cerca de la frontera, pero nosotros somos civiles, aquí viven civiles. Tal y como puede verse, todo ha quedado destruido, todo. Los soldados israelíes que vinieron hasta aquí tenían como objetivo la destrucción, no la protección”.

Sobre el “techo” de la casa de Mohammed, sobre el montículo de varillas de hierro y de hormigón ondea una bandera verde de Hamás, como sobre muchas otras casas destruidas. “Nuestros hijos, los del barrio, han puesto las banderas”, explica. “Esta guerra los ha echado en brazos de las brigadas, poco importa que sean de la yihad islamista, de Hamás o de Al Fatá. Esto no tiene nada que ver con la política, esta bandera ondea ahí para que no olvidemos el mal que nos han infringido, porque somos palestinos y nuestro deber es seguir resistiendo, con nuestros medios, por escasos que sean”.

Crímenes de guerra para Human Rights Watch

Al continuar por lo que queda de la calle Montaar, a medida que nos aproximamos a la frontera israelí, se ven las huellas de los neumáticos de los blindados israelíes en la arena de lo que en junio era un parque inmenso, uno de los pocos de Gaza, situado entre un hospital y una escuela, ahora parcialmente destruidos. Los gritos de tres niños que juegan entre las ruinas de lo que fue el aparcamiento de la escuela resuena en las cavidades y los cráteres formados por el impacto de las bombas. A media mañana, solo se les oye a ellos.

A pocos kilómetros de este barrio devastado, en Beit Hanun, una escuela presenta sobre el techo el estigma de estos días de ofensiva israelí. Algunas horas después del inicio de la guerra, Mazen Hammad había huido con su familia del apartamento para refugiarse, como 1.800 personas del barrio, en esta escuela gestionada por la agencia de ayuda al refugiado UNRWA.

“El 24 de julio, la Media Luna Roja nos anunció que había suspendido la cooperación con el ejército israelí a petición de este y que era necesario evacuar la escuela porque corría el riesgo de ser bombardeada”, cuenta Mazen Hamad, que seguía viviendo en el lugar, en una habitación de 12 metros cuadrados con los 11 miembros de su familia a la espera de ser realojado. “Los israelíes nos dieron dos horas para evacuar la escuela”, explica. Pero a pesar de la llegada del autobús de la Media Luna Roja, la evacuación no pudo llevarse a cabo a tiempo: 20 personas murieron y hubo 250 heridos”, explica Mazan Hamad, quien asegura que el ejército israelí no respetó el plazo que había fijado y no espero más que “algunos minutos” antes de iniciar los ataques sobre el tejado de la escuela, cuando en ella no había “ni armas ni combatientes”.

A principios de septiembre, esta escuela se encontraba entre las investigadas por la ONG Human Rights Watch. 45 civiles, de ellos 17 niños, fueron asesinados durante el bombardeo de tres escuelas llevado a cabo el ejército israelí. Tsahal anunció asimismo la apertura de cinco investigaciones internas, uno de ellas sobre lo ocurrido el 24 de julio, y afirmó que al menos 1.600 de los 3.500 cohetes lanzados sobre el territorio procedían de zonas residenciales, mezquitas o escuelas. Durante la guerra, la UNRWA informó del hallazgo de cohetes en dos de sus escuelas, abandonadas.

Según Human Rights Watch “Israel no ha dado ninguna explicación convincente” para justificar las incursiones “llevadas a cabo contra las escuelas donde la gente trataba de protegerse”, explica Fred Abrahams, informador de la HRW. La ONG considera que el ejército israelí cometió crímenes de guerra durante la operación Frontera Protectora.

A unos metros de la escuela bombardeada el 24 de julio, a la entrada del que, a finales de junio, todavía era uno de los zocos más frecuentados de Beit Hanun, Assam, de 31 años, habla con su madre y su hija más pequeña, sentado sobre un colchón en medio del salón. Su inmueble ya no tiene fachada. Sin embargo, cada día vuelve, porque es “su casa” y porque “necesita”, como miles de habitantes de Gaza, “darse cuenta de lo que sucedió”.

Desde su casa, no se ve más que un inmenso montón de escombros. Antaño era la farmacia del barrio, ahora reducido a escombros, como la mayor parte de los comercios de este barrio fantasma. Lejos de tratarse de casos aislados, la destrucción metódica de los comercios y de las empresas lleva a preguntarse sobre el eventual objetivo económico de la ofensiva israelí.

“Golpear a los civiles, pero también la economía”

Perdido en un barrio de Beit Lahia, al norte de Gaza, el periodista busca la casa de Mohammed Abu Sultan durante casi media hora cuando Abdullá, de 23 años, primo del agricultor, se ofrece a hacer de guía. Tiene el brazo derecho vendado. Resultó herido a pocos metros de allí, cuando huía de su casa con su hermano, mientras los bombardeos no cesaban.

Propietario de 25 hectáreas de terrenos en Tin Ouanis, muy próximo a la frontera norte, Mohammed Abu Sultan trabaja la tierra junto con sus cinco hermanos desde 1976. Patatas, calabazas, limones, sandías... Se ganan la vida sobre todo gracias a las fresas y a las flores y emplean a 30 personas a 15 euros la jornada de trabajo, obtienen unas rentas de 66.000 euros los mejores años. Tras el tránsito obligatorio por Israel, Mohammed exporta sus fresas, flores y legumbres a Francia, a otros puntos de Europa y a Estados Unidos. Salvo este verano.

“Los primeros días de la invasión, los bulldozers y los aviones arrasaron con todo”, explica el agricultor, de 53 años. “No quedó nada, todo lo que habíamos plantado durante años estaba destruido y el suelo contaminado. Redujeron a migajas nuestros productos. Las plantaciones de mis vecinos también quedaron destruidas”. Han gastado sus ahorros en comprar nuevos esquejes, simientes, plantas y los seis hermanos volvieron a sembrar la semana pasada, con lo poco que pudieron conseguir. Sin embargo, los tres cuartas partes de las tierras siguen sin poder cultivarse. Mohammed y sus hermanos evalúan las pérdidas en varios cientos de miles de euros, a la espera de conseguir una compensación de la Autoridad Palestina, a la que han presentado un informe.

“Con lo que me queda, ya no puedo contratar a nadie y apenas tenemos cómo subsistir en la familia”, suspira el granjero. “35 años de trabajo para vernos así... Ramalla y Abu Mazan (Mahmud Abbas, el presidente de la Autoridad Palestina) deben echarnos una mano, de lo contrario, los agricultores del norte de Gaza pronto quebrarán”. De Hamás no esperan nada: “No formo parte de la organización, no nos darán nada, funcionan así”.

La destrucción de tierras y, en mayor medida, de empresas ha afectado de lleno a una economía ya puesta a prueba por el bloqueo israelo-egipcio. Según el centro palestino para los derechos humanos (CPHR) y la cámara de comercio de Gaza, más de 400 comercios, fábricas y almacenes se han visto afectados por los ataques del ejército israelí, con frecuencia lejos de las zonas de combate, como el almacén de materiales de pintura visible al girar por la calle Salah Eddine, que atraviesa Gaza de norte a sur.

“Además de los civiles, Israel atacó empresas”, afirma Maher Tabaa, portavoz de la cámara de comercio de Gaza. “Era sin duda una política destinada a debilitar la economía palestina. Algunas empresas tomadas como objetivo en plena Gaza estaban lejos del frente; destrucción no puede explicarse de otro modo. La Franja de Gaza sufría ya una grave crisis económica antes de esta guerra, después de ocho años de asedio impuesto por Israel y Egipto. La situación es crítica”. El economista realiza una radiografía de una economía asediada: el 55% de la población activa está en el paro y la tasa de pobreza supera el 60%.

Estas cifras comprometen una vida mejor de los jóvenes que viven en Gaza y de los estudiantes que finalmente han vuelto a las aulas y que acaban en septiembre el periodo estival, interrumpido por la guerra. En la universidad de Al Azhar, construida por Al Fatá antes de la llegada de Hamás, Wala, Joumana y Yasmina hablan durante el descanso bajo el retrato de Yasser Arafat que todavía domina el patio. Hablan de una perspectiva profesional que se limita a una disyuntiva simple: hacerse profesor o exiliarse.

“Estudio Química”, explica Yasmina, que vive cerca de Abou Maarouf, el barrio que ha sufrido más daños en Khan Younes, al sur de la Franja de Gaza, “porque todavía es la zona donde hay menos profesores. Me habría ido ya al extranjero de no ser porque estoy comprometida. Pero mi familia no aceptaría dejarme ir a estudiar al extranjero sola, tendríamos que irnos todos juntos, lo que resulta muy difícil. Tengo 20 años y siento que a pesar de mis esfuerzos no llegaré a gran cosa en la vida. Es lo que me entristece”.

En total, los expertos de la cámara de comercio palestina y los de Naciones Unidas han cifrado los daños ocasionados por la guerra en 5.000 millones de dólares. La conferencia de donantes debería empezar el 12 de octubre. Debe decidir la suerte de decenas de miles refugiados, expulsados por la destrucción de alrededor de 55.000 casas. El 16 de septiembre, el coordinador de la ONU para Oriente Próximo, Robert Serry, anunció un acuerdo entre las dos partes sobre la puesta en marcha de un “mecanismo provisional” para acelerar la reconstrucción de Gaza. La ONU se compromete a controlar que los materiales de construcción enviados a la Franja de Gaza se emplean en uso civil.

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Atenazado entre las destrucciones y el asedio del ejército israelí, el sindicato de pescadores anticipa ya otro problema, burocrático en esta ocasión, que la ayuda internacional no podrá resolver: “La corrupción sigue presente en el Gobierno”, explica Miflih Abu Rayala. “Para ser indemnizados, hemos facilitado un informe a la Autoridad Palestina en Ramalla que cifra los daños en 3 millones de dólares. Todo pasa por la Autoridad Palestina, que lo envía al Ministerio de Agricultura, que lo transfiere a su vez al sindicato para que se repartan los fondos. El dinero se va quedando por el camino. Este método de distribución no es bueno y es hora de que la comunidad internacional se dé cuenta”.

Sea como fuere, para Maher Tabaa, el dinero no resolverá todos los problemas. “Para reconstruir e importar el material necesario, habrá que acabar con el bloqueo israelí-egipcio”, dice el economista. “Gaza no podrá reconstruirse nunca y vivir de forma un poco más decente si no se abren controles. Permaneceremos con el gotero internacional puesto, hasta la próxima guerra, que la destruirá un poco más”.

Traducción: Mariola Moreno

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