Ucrania

Rusia-Ucrania: nos metemos en la cabeza de Putin

François Bonnet (Mediapart)

La URSS ya no existe, pero la idea de imperio, o al menos de potencia, permanece. Hete aquí la primera conclusión que se puede concluir de la conferencia de prensa que dio Vladimir Putin el pasado día 4 de marzo. Para comprender la violencia de la crisis entre Rusia y Ucrania –“la crisis más grave desde la caída del muro”, en palabras de Barack Obama–, hay que intentar analizar lo que han obviado europeos y americanos: hasta qué punto para la identidad rusa es clave la relación con Ucrania.

Desde luego, se podrá recordar esta frase de Vladimir Putin: “La disolución de la URSS fue la mayor catástrofe del siglo XX”. Recordar también su formación como oficial del KGB, su obsesión por obtener el control de “un extranjero cercano”, incluso el deseo constante de revancha. Sin embargo, todo esto no basta para explicar la brutalidad de la respuesta rusa (la ocupación de facto de Crimea, la amenaza de partición del este de Ucrania) y los riesgos políticos en los que incurrió Valdimir Putin al decidir de manera fulminante violar la soberanía de un Estado y los tratados internacionales.

"Nacionalismos exacerbados"

¿Qué tiene Putin en la cabeza? Lo mismo que la práctica totalidad de la clase política rusa y, sin lugar a dudas, lo que una parte importante de la opinión pública rusa. La revolución ucraniana y la perspectiva del fin de la tutela de Moscú atañen a aspectos fundamentales, algunos mitos fundacionales que son actualmente los cimientos rusos. Estos cimientos son, desde 1991, y especialmente desde la llegada al poder de Putin en 1999, unos nacionalismos exacerbados, sistemáticamente subestimadospor los occidentales: la “madre patria” (Rodina Mat) ha reemplazado al desaparecido imperio soviético.

Con ello, Putin ha forjado su proyecto político y su nuevo relato nacional. Este nacionalismo le permite tender un puente entre la gloriosa epopeya –nunca cuestionada, ya que supone un importante tabú– de la gran guerra patriótica (nombre que recibe la Segunda Guerra Mundial para exaltar al ejército rojo y los 20 millones de soviéticos muertos) y la voluntad de recuperarse de la humillación de los años 90, de renacer de los escombros postsoviéticos.

Este nexo de unión es tan fuerte que permite dejar de lado asuntos siempre dolorosos como el estalinismo, la opresión soviética, la omnipresencia (todavía hoy) de los servicios de seguridad rusas en la vida diaria. Uno de los primeros gestos de Putin –desde 1998, responsable del FSB (sucesor del KGB)– fue el de poner una placa en memoria de Yuri Andrópov, carnicero de Budapest y de la insurrección húngara en 1956 y después jefe del KGB hasta los primeros años de 1980.

Además, esta “madre patria”, esa exacerbación patriótica, ha permitido a Vladimir Putin alcanzar un importante consenso político. Todos los partidos políticos legales y que cuentan a día de hoy con representación en el Parlamento (Partido Comunista, LDPR del extremista Jirinovski, Rusia Unida, Rodina), algunas personalidades todavía influyentes (Yuri Luzhkov, alcalde de Moscú destituido en 2010), como los responsables de región, rivalizan en demagogia nacionalista.

A falta de divisiones reales del tipo derecha-izquierda, liberal-estatalista, capitalismo-socialismo, la diferenciación de las fuerzas políticas se hacen esencialmente en Rusia, en un informe más o menos crítico con el pasado –la gran Rusia zarista, la guerra, Stalin y la URSS– y con una intensidad nacionalista más o menos importante, sin pasar por alto el peso que tiene la iglesia ortodoxa, garante de una identidad eslava aún más amplia.

Es aquí donde entra en juego Ucrania, que se encuentra en el centro de esta historia. Podemos remontarnos a la Rusia de Kiev, a la conversión en Ucrania de Vladimir Putin a la iglesia ortodoxa, a este “primera Rusia” cuyo centro de gravedad fue durante varios siglos Ucrania. Podemos recordar a la Ucrania zarista. Podemos evocar a importantes escritores como Nicolás Gogol, Mihail Boulgakov, Anna Akhmatova o Vassili Grossman, considerados rusos, pero nacidos y formados en Ucrania. Sin embargo, la historia política del siglo XX y sus horrores, por sí misma, basta para amarrar a Ucrania al destino nacional ruso.

De este modo se entiende mejor esta sorprendente declaración de un Vladimir Putin exasperado, durante una cumbre de la Unión Europea y Rusia, celebrada en junio de 2008, así es tal y como la recogió el diario ruso Kommersant: “¿Pero, qué es Ucrania? ¡Ni siquiera es un Estado! Una parte de su territorio es Europa central, la otra parte, la más importante, se la hemos dado nosotros!”.

El “descubrimiento de ser ucraniano”

Ucrania, ¡no es nada o somos nosotros! Del mismo modo que la mayoría de los rusos nunca han comprendido –ni aceptado– la independencia de los Países Bálticos, tampoco concibe una Ucrania alejada de Moscú. Kiev era la más próxima geográficamente de las “ciudades autónomas” del imperio soviético, se encuentra a una hora de avión y a una noche de tren. En el año 2000, campesinos y jubilados ucranianos llegaban por la mañana, procedentes de la estación de Kiev, en Moscú, para vender legumbres y champiñones. Sobre todo, la historiografía soviética –a día de hoy todavía impartida masivamente– ha pasado por ahí, ha borrado las especificidades de la historia nacional ucraniana, tal y como ha hecho con la vecina Bielorrusia.

Piotr Grigorenko, general del ejército rojo, disidente en los años 60, después de haber servido con gran entusiasmo a Stalin y a sus acólitos, recoge a la perfección en sus memorias su “descubrimiento del ser ucraniano” tras la represión sistemática, llevada a cabo hasta los años 60, de todos los intelectuales o movimientos dirigidos a mantener viva la lengua y del nacionalismo ucraniano. Eso por no hablar de la deportación, ordenada en 1944, de la minoría tatar de Crimea a Asia central.

En el imaginario ruso, se ignora esta historia de lucha ucraniana contra el zar en un primer momento y después contra los bolcheviques y los estalinistas. La breve independencia nacional de la República Popular de Ucrania (1917-1920) ha sido silenciada. En un primer momento, Kiev es una ciudad devastada por los nazis, pero reconstruida de forma magistral por orden de Stalin, ¡en plena guerra! Se trataba de un acto de propaganda para demostrar que la “madre patria” no solo se impondría sobre la barbarie nazi, sino que elevaría a las masas hacia el progreso infinito.

En cuanto a Ucrania, como Bielorrusia, no es sino un inmenso campo de sacrificio convertido en campo de gloria del ejército rojo y los millones de soldados soviéticos que habían salido victoriosos frente a los “fascistas”. Victoriosos sobre los nazis, pero también victoriosos sobre los “fascistas ucranianos”, no solo los que acompañaron a los Einsatzgruppen y participaron en masa en la Shoah con balas, sobre todo los que se alistaron en el ejército del general (ruso), Vlassov, aliado de los nazis, y los que, a imagen de las milicias nacionalistas de Stephan Bandera (asesinada por el KGB en Múnich, en 1959), pactaron durante un tiempo con los nazis para perseguir su combate nacional.

Esta historia oficial, hemipléjica porque ignora las complejidades de Ucrania, es la que presenta Putin y la clase política rusa. “Los rusos, los bielorrusos y los ucranianos forman un solo pueblo”, declaraba en 2000 Gueorgui Selezniev, en aquel momento, presidente de la Duma. A finales de 1999, Vladimir Putin y uno de sus colaboradores más próximo, Serguei Ivanov, que se habría convertir al año siguiente en ministro de Defensa, se entrevistaban con periodistas (allí presente, entre ellos, el que firma estas líneas) en un cuartel próximo de Grozny, recién iniciada la segunda guerra de Chechenia. Preguntado sobre la duración previsible del conflicto y la resiliencia de la guerrilla chechena, Ivanov pronunció la siguiente frase: “Haremos como con los maquis ucranianos, terminamos de liquidarlos en los años 50”.

En 2004, el presidente ucraniano Leonin Kuchma, antiguo director rojo de una de las principales fábricas de misiles soviéticos en el este del país, de habla rusa, publicó un libro, considerado sacrílego en Moscú, que llevaba por título 'Ucrania no es Rusia'. Fruto de un largo trabajo de “descubrimiento”. “En Ucrania como en Rusia, hay millones de personas que no llegan a comprender o a aceptar la verdad. (…) Los rusos consideran a los ucranianos como parientes residentes en el campo, simpáticos, que saben cantar, que tienen especialidades gastronómicas, un humor particular y un curioso acento provinciano. Parientes próximos, es decir, con algunas particularidades, los mismos que los rusos”, escribe.

Por tanto, Ucrania es para Moscú una parte de la gloriosa historia rusa. Su emancipación sería vista como una amputación. Aparentando ignorarlo, las diplomacias occidentales se prohíben actuar con eficacia, aún cuando la cuestión no es nueva y no ha dejado de ser el desencadenante de sucesivas crisis desde la independencia, proclamada en 1991. “El Kremlin ha hecho de Ucrania una cuestión existencial, no solo por nostalgia del estatus perdido de superpotencia y de la grandeur imperial, sino también por la preocupación por preservar la naturaleza de su régimen”, escribe Philippede Suremain, quien fuera embajador de Francia en Kiev de 2002 a 2005.

Veinte años de conflictos con Moscú

Los conflictos con Moscú llegaron con la independencia de Ucrania, votada en referéndum el 1 de diciembre de 1994. El mes siguiente, el Parlamento ruso discutía el trazado de la frontera entre los dos países. Algunas semanas más tarde, la Duma decretó que la anexión de Crimea a Ucrania, llevada a cabo por Khruchtchov en 1954, no tenía base jurídica. Después, decretó Sebastopol “ciudad rusa”. Las disputas surgen por los detalles más insignificantes, del tipo: ¿es necesario mantener el huso horario de Moscú o adelantar el reloj una hora (el nuevo poder en Crimea anunció el 4 de marzo su intención de mantener la hora de Moscú…)?

Desde hace 20 años, los conflictos se han materializado en 4 puntos. A día de hoy siguen siendo los mismos: los derechos de la población de habla rusa, el estatus de Sebastopol, sede de la flota rusa del mar Negro, eventual entrada en la OTAN, las posiciones económicas y la “guerra del gas”.

1. Los derechos de los rusófonos

Es la razón oficial de la ocupación relámpago de Crimea y de las amenazas de la intervención militar rusa en el este de Ucrania. “Proteger a los ciudadanos rusos y a las comunidades rusófonas de las agresiones de un poder ilegítimo nacido de un golpe de estado anticonstitucional”, argumenta Vladimir Putin. Rusia ha estado en todo momento dispuesto a considerar como rusos a los ciudadanos ucranianos (o lituanos o letones o georgianos) que hablan ruso. Durante las grandes mezcolanzas de poblaciones del periodo soviético, la lengua rusa permitía obtener la ciudadanía (la nacionalidad estaba indicada en el pasaporte interior soviético). Esta concepción permanece, lo que viene a negar el hecho de que la inmensa mayoría de rusófonos en Ucrania (a excepción de algunos miles de jubilados rusos o soviéticos) son sobre todos ucranianos que viven como tal. Varios estudios de opinión también demuestran que no deseaban una anexión a Rusia, pero que querían simplemente preservar sus derechos lingüísticos.

Esto ha hecho que Moscú otorgara de forma masiva pasaportes rusos en Osetia del Sur (tras la guerra de 2008) y en Abjasia, estas dos regiones, secesionadas de Georgia, del mismo modo que esta lo hizo de los Países Bálticos, y hasta en Transnistria, enclave rusófono de Moldavia. Desde hace una semana, la Duma ha pedido en dos ocasiones concesiones de pasaportes en Crimea y en el Este del país y serán automáticamente concedidos a los miembros de los Berkut, las fuerzas especiales responsables de la represión mortal de Kiev.

Este proceso es ampliamente respaldado por la opinión rusa, todavía traumatizada por los episodios violentos que padecieron los rusos tras el desmembramiento de la URSS, en particular en los países de Asia central, cuando estos se independizaron. Las minorías rusas fueron perseguidas, expropiadas y expulsadas. En los Países Bálticos, los rusos quedaron parcialmente excluidos de los empleos públicos por no hablar las lenguas bálticas convertidas en idiomas oficiales, mientras que los conflictos han sido incesantes en materia de educación.

La decisión de la Rada, el Parlamento ucraniano, tras la caída del régimen de Yanukóvich, de suprimir el ruso como segunda lengua oficial (ley que el presidente interino se niega a promulgar) es el error que ha encendido la mecha en una parte del Este del país y que ha permitido que Moscú intervenga. Porque, más allá de esta provocación de los diputados, no se ha amenazado realmente a los rusófonos. A Moscú le gusta exacerbar un conflicto lingüístico que, las cosas como son, tiene poco peso, ya que el país es bilingüe y ruso y ucraniano coexisten sin ningún problema.

2. El estatus de Sebastopol, sede de la flota rusa en el mar Negro

Sebastopol y el cuartel general de la flota rusa en el mar Negro son también cuestiones fundamentales para Moscú. Desde siempre, esta ciudad ha sido una fortaleza imperial rusa, querida por Caterina II, reconstruida por Stalin en 1945. Sebastopol no solo representa la historia gloriosa del ejército ruso. También es un nudo estratégico para Rusia, le garantiza fuerte presencia en el mar Negro –y, por tanto, otro acceso hacia el Cáucaso– y una salida hacia los estrechos y hacia el Mediterráneo. Buena parte de la entrega de armas al régimen sirio de Assad la han llevado a cabo navíos procedentes de Sebastopol.

El reparto entre Ucrania y Rusia de la antigua flota soviética, después de la negociación de un acuerdo a largo plazo para la utilización (por parte de Rusia) de Sebastopol, ha dado lugar tratos convulsos durante años. Moscú, al organizar una ocupación relámpago de Crimea, hace saber al nuevo poder ucraniano que la suerte de Sebastopol no es negociable. Además de la humillación nacional que supondría su pérdida, el Kremlin no puede renunciar a esta base estratégica, símbolo de su potencia mundial. A largo plazo, la eventual pérdida de Sebastopol presentaría otro tema espinoso: Kaliningrado (antiguamente Königsberg), ciudad portuaria y enclave ruso entre Polonia y Lituania, herencia directa de la Segunda Guerra Mundial.

3. Europa y la OTAN contra el proyecto euroasiático

La revolución ucraniana reabre una vieja herida y amenaza al nuevo proyecto estrella de Putin. La herida es el del acercamiento de Ucrania y la OTAN, incluso la posible adhesión a esta. Se trata de una línea roja para Rusia, que no quiere ver a la organización trasatlántica en sus fronteras. Ahora bien, desde principios de este siglo, la mayor parte de las fuerzas políticas ucranianas, a excepción del partido de las regiones de Yanukóvich, se han pronunciado a favor de una adhesión o, al menos, a una asociación con la OTAN. A tal punto que, durante la cumbre de la OTAN, en 2008 en Bucarest, los dirigentes europeos, con Francia y Alemania a la cabeza, tuvieron que frenar en aquella ocasión los ardores de Ucrania y Georgia para apaciguar la cólera de los rusos.

El acercamiento a Europa que desean los manifestantes de Kiev y los dirigentes de la oposición se ha interpretado como un primer paso hacia la integración del país en la OTAN. Sobre todo, se juzga completamente incompatible con el gran proyecto geopolítico de Vladimir Putin de crear una unión aduanera, primera etapa de esta amplia unión euroasiática que reinstalaría Rusia como gran potencia del centro de Europa en los confines de Asia central. Sin Ucrania, esta unión no significa nada ya que se vería limitada a Bielorrusia (10 millones de habitantes), a Armenia (3 millones de habitantes) y a Kazajastán, una dictadura petrolera de Asia central.

4. La guerra del gas y las apuestas económicas

Más de 20 años después de la independencia, la economía ucraniana permanece estrechamente imbricada con la economía rusa. Vladimir Putin ha subrayado el peso de esta arma, al bloquear las importaciones de productos agrícolas ucranianos, de productos manufacturados, al cortar el grifo del gas ruso del que depende ampliamente el consumo energético ucraniano. “No hay que atacar a Ucrania, hay que comprarla”, decía a finales de los 90 el liberal –y opositor de Putin– Boris Nemtsov (lo que no le impidió recomendar al presidente Yunokóvich, salido de la revolución naranja de 2004).

Pero se trata de un arma de doble filo porque Rusia ha invertido masivamente en Ucrania en tierras agrícolas, en la distribución de electricidad, en las fábricas metalúrgicas y en finanzas. Los bancos rusos, según algunas estimaciones, pueden tener comprometidos 25.000 millones de dólares en Ucrania y por lo tanto no tiene interés alguno en que se hunda la moneda ni en que se produzca la bancarrota. Gazprom, el conglomerado energético de Estado, no puede correr el riesgo de ver sus gasoductos amenazados por un poder ucraniano convertido en hostil: el 60% de las exportaciones de gas ruso pasan por Ucrania. El país es la principal vía de salida hacia Europa (Rusia proporciona cerca de un tercio del gas que se consume en Europa).

Grossman o el nacionalismo humanista

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Sobre estos cuatro puntos, el Kremlin quiere lograr un statu quo, garantías o, al menos, iniciar negociaciones. De ahí que la operación militar relámpago de Rusia: ha permitido a Putin demostrar que era pieza clave en el futuro de Ucrania, frente a una Europa dubitativa y sin estrategia política, y a EEUU desprovistos de medios reales de represalia.

Moscú fija de este modo los términos y el orden del día de las conversaciones de las próximas semanas. A excluir “de momento” el recurso a la fuerza mientras se califica de legítima una intervención militar en el este del país, Putin toma nota de la reacción unánime de la comunidad internacional, Europa y EEUU, a la cabeza. El Kremlin ha aceptado un encuentro OTAN- Rusia, como aceptó incluso una reunión con la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). El diálogo se inicia así. Frente a una Rusia determinada, es hora ya de que Europa desarrolle una verdadera política con respecto a Ucrania y Rusia y que el poder ucraniano se estabilice.

Traducción: Mariola Moreno

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