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Maria Salomea antes de Marie Curie: vida espartana, pan con mantequilla y todo por la ciencia

Una mirada fría. Quizás sea el rasgo físico más citado y comentado de la única científica –hombre o mujer– que ha obtenido el premio Nobel de Física y el de Química. Una mirada forjada en unos años complicados para su Polonia natal, en pleno control ruso; por la enfermedad y posterior muerte de su madre y por las estrecheces económicas que tuvo que atravesar su familia. Una mirada, la de Maria Salomea Sklodowska, que endurecieron sus jornadas larguísimas como institutriz y que terminó por consumarse con su llegada a París, donde se sometió deliberadamente a unas condiciones de vida espartanas sin las que, así lo consideraba ella, no habría podido avanzar al ritmo que quería en sus estudios. “Para Curie”, resuelve el profesor Jorge Montes, “lo primero era la ciencia”. Hoy parece evidente que esa mirada fría entrañaba la determinación, el sacrificio y la pasión que harían de ella la científica más importante de la historia, la descubridora del radio y el polonio, la gran mujer en un mundo –en los albores del siglo XX– de hombres. Sin embargo, el camino de Marie Curie hasta la cima, desde el principio sembrado de enfermedades y muerte, fue duro y estuvo drásticamente condicionado por la economía y el rechazo por ser una mujer.

Cuando, el siete de noviembre de 1867, nació, en Varsovia, Maria Salomea, su familia ya no se encontraba en el momento más boyante de su historia, cuando menos en lo económico. Los rusos habían invalidado el título universitario a su padre, Wladyslaw Sklodowski, al parecer por patriotismo polaco y por sembrar la rebeldía entre sus alumnos. Andando el tiempo, lo condenarían a trabajar, únicamente, en empleos de baja remuneración. Por su parte, Bronislawa Boguska, la madre de Marie, era directora del mejor colegio de la capital polaca, tal y como apunta María José Casado Ruiz de Lóizaga en Las damas del laboratorio: mujeres científicas en la historia (Debate, 2006). Al poco tiempo de nacer la niña, Bronislawa enfermó de tuberculosis y optó por restringir al máximo los contactos físicos con su hija. Ni abrazos, ni besos, ni mimos ni achuchones. Así creció Marie. Solo su hermana Bronia la acunó en “sus escasos lloros”, una atención que, algunos años más tarde, le devolvería Marie con creces. “Hicieron un pacto”, comenta el profesor Montes: “Marie trabajaría para ayudar en la economía familiar y Bronia marcharía a París a estudiar con la idea de que, al cabo de algunos años, la propia Marie pudiera seguir sus pasos”.

Pero eso no sucedería hasta 1891. Antes, acudió a clases en una universidad flotante de Varsovia. Así llamaron a los centros alternativos al dominio ruso, ilegales a todos los efectos, pero donde, a diferencia de las universidades oficiales, se permitía el ingreso de mujeres. Antes de ello, eso sí, Marie vivió una de sus etapas más felices y desahogadas, a juzgar por lo que ella misma escribió en cartas. Pudo ser un año en el que la Maria Salomea Sklodowska de 15 años perdiera, por un tiempo, esa mirada férrea. Había completado los estudios en el Liceo Ruso un curso más rápido que el resto –Medalla de oro incluída– y todo el esfuerzo la había dejado exhausta. Por eso su padre la mandó al campo con sus tíos, que residían en un pueblo en la frontera con Ucrania. “A veces, cuando estoy sola”, escribía Marie, tal y como se recoge en Las damas del laboratorio, “me pongo a reír y admiro con verdadera satisfacción mi estado de total estupidez”. Pero ese año de libertad y felicidad desbordante terminaría tarde o temprano. A la vuelta, le esperaban algunos de los momentos más duros de su juventud. Mientras su hermana marchaba a Francia a estudiar, ella se quedaba en Polonia para trabajar como institutriz.

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“Lo hizo excelentemente bien”, tercia el profesor Montes. Y eso que la futura científica llegó a tachar de infierno lo vivido en algunas de las casas en las que tuvo que trabajar: “No desearía a nadie vivir en un infierno así”, le escribía a su prima. Sin embargo, en otro de los hogares en los que se empleó conoció al que sería su primer amor, Casimir, que, aunque también quedó prendado de ella, no pudo desembarazarse de las pretensiones familiares, que esperaban de él una esposa de más alto rango que el de una mera institutriz. Cansada de esperar un golpe de timón por parte de Casimir, Marie tomó la decisión que cambiaría su vida y, por ende, la de toda la historia de la ciencia. En 1891, la polaca desembarcó en la capital francesa para matricularse en la Facultad de Ciencias Matemáticas y Naturales de la Sorbona. Nadie debió de intuir, en aquel punto, que la joven extranjera que acababa de llegar de Varsovia, sin mucha idea de francés, tímida, algo retraída y con algún problema, todavía, con la física y las matemáticas, iba a descubrir dos elementos nuevos, a ganar dos premios Nobel y a revolucionar, en definitiva, el mundo de la Física y la Química.

La llegada a París fue agradable. Su hermana se había casado y la acogió en una casa, su casa, en la que eran frecuentes las reuniones con gente de lo más variopinto. Pero, como asegura Casado Ruiz de Lóizaga en su libro, Marie vio la necesidad de adoptar un estilo de vida mucho más austero y solitario. Enseguida alquiló una buhardilla en el Barrio Latino, evitó cualquier distracción y se puso manos a la obra: tenía que ponerse a la altura de sus compañeros. Y no solo lo hizo, sino que, a pesar de las dificultades económicas que le obligaron a alimentarse casi exclusivamente de pan y mantequilla, logró licenciarse con el número uno de su promoción en Ciencias Físicas. “A partir de aquel punto”, explica Jorge Montes, “su única ansia era entrar de lleno en un laboratorio en el que poder investigar”. Y lo encontró de la mano de Pierre Curie, un científico ya reputado que, a sus 32 años, dirigía el laboratorio de la Escuela de Física y Química Industrial de París. “Los unió su amor por la ciencia”, reflexiona Montes. Y ese amor por la ciencia, esa dedicación constante a las investigaciones que llevaron a cabo los dos juntos –con boda de por medio– los llevaron al primer Nobel de Marie Curie, que compartió con el propio Pierre y con Henri Becquerel.

Si una Maria de 15 años escribía, tras su temporada en el campo: “Creo que nunca en mi vida volveré a divertirme así”; Marie Curie describía los años investigando al lado de su marido con una satisfacción prácticamente inaudita. No obstante, como ya pasara con su madre y con un segundo hijo que falleció nada más nacer, la parca volvió a asaltar la vida de Marie. Su marido, Pierre, moriría atropellado por un carro de caballos en 1906. El nuevo golpe enfrió un poco más la mirada de la descubridora de la radioactividad, que se volcó en el cuidado de sus hijas y, como no, en la ciencia. Tras el Nobel, Marie había dejado de ser anónima. Sus descubrimientos la habían dado a conocer y luchaban por imponer su figura al machismo estructural de la época. Sus ojos fríos habían sabido ver lo que otros no y su trabajo le valdría, a los cinco años de la muerte de su marido, un segundo premio Nobel.

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