Antes de

El Madrid de las tertulias antes de la guerra: cuando las balas eran letras y las batallas se libraban en los cafés

Emilio Peral Vega se acuerda del Café Lion cuando habla del tiempo que Federico García Lorca pasó en Madrid. “En el sótano estaba ‘La Ballena Alegre’ y ahí se daba cita una tertulia falangista”, tercia el catedrático y experto lorquista. “Y en la parte de arriba”, remata, “había una tertulia republicana, comandada por el siempre cáustico José Bergamín”. Falangistas y republicanos. El local abrió sus puertas en 1931. Cinco años después, los primeros colaborarían en la sublevación que daría lugar a la Guerra Civil Española. “Pero entonces era distinto”, matiza Peral Vega: “Unos y otros representan posturas contrarias, sí, y extremas también, pero podemos estar seguros de que, por muchos improperios que se lanzaran los unos a los otros, no debieron de ser pocas las copas que se tomaron juntos”. El caso es que en aquel Madrid de los años treinta, cuando la libertad ocupaba el lugar del que más tarde se adueñaría la dictadura, y cuando las letras ocupaban el sitio que después coparían las balas, la discusión y el debate fueron lo natural en los cafés y en las tertulias.

En los años treinta, pero también en los veinte y en los diez y durante casi todo el siglo XIX, Madrid estaba sembrado de cafés —popularizados durante Trienio Libreral (1820-1823)—. Se encontraban, sobre todo, en el centro de la ciudad, y todos ellos los frecuentaban intelectuales, literatos, filósofos, pintores, escritores o poetas de la época. Por citar los más famosos, en la calle de Alcalá se encontraba el Café Colonial; no muy lejos, en el Café del Prado compartían mesa nombres de la talla del propio Lorca, Bécquer, Ramón y Cajal o Buñuel; en el Universal, tal y como explica Antonio Arroyo Almaraz, profesor de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, se citaban los canarios, cuyo representante más insigne no podía ser otro que Benito Pérez Galdós; en el Café Pombo, por su parte, la tertulia la dirigía el gran Ramón Gómez de la Serna y el Nuevo Café de Levante hasta lo cantó Lola Flores en su canción Zarzamora. Igual de importantes eran el Gato Negro, el Café de Fornos, el Lion —con su La Ballena Alegre—, el Marfil o el Café de Roma, donde tenían especial presencia ateneístas como el médico Gregorio Marañón.

En Federico García Lorca: 100 años en Madrid (editado por la Comunidad de Madrid), la profesora Fanny Rubio, también de la UCM, escribe en referencia a la Generación del 27, que en aquel Madrid “se hablaba de cultura, poesía e, incluso, se vivía la pasión política hasta llegar a las manos”. ¿Quién sabe si en ese Café Lion del que habla Peral Vega? Y sigue Fanny Rubio: “Pero más bien se cambiaba la dirección del mundo”. Había en aquellas generaciones formadas, en muchos casos, en la archiconocida Residencia de Estudiantes —o en la Residencia de Señoritas, menos famosa, pero tan importante como para contar con profesoras de la relevancia intelectual de María Zambrano o Maruja Mallo— una convicción de trascendencia, de encontrarse en el lugar preciso para lanzarse al mundo. Como escribe Rubio, para cambiarlo. Y todos esos actores que se fueron arremolinando en Madrid a lo largo de los siglos XIX y XX, tal y como apunta Manuel Antón, doctor en Historia del arte y divulgador cultural, “no podían evitar confluir en los mismos lugares, los cafés, los clubes nocturnos, las tertulias y, por supuesto, intercambiar ideas”. Y mientras compartían sus pensamientos y los discutían; mientras pintaban, escribían y filosofaban, esas ideas no hacían otra cosa que crecer, mejorarse, expandirse. Tomaban forma, en definitiva.

El Ateneo, el Lyceum Club y todo lo que se llevó la guerra

Desde 1835, el magma cultural madrileño tuvo, además de los salones y cafés que —muchos de ellos— ya habían ido emergiendo desde años atrás, una institución en la que iban a cristalizar muchas de esas ideas avanzadas que proponía la intelectualidad de la época. Nacía el Ateneo Científico y Literario de Madrid, vivo todavía en la actualidad y con una renovada junta que promete revitalizarlo. Andando el tiempo, Azaña, Cánovas del Castillo, Ramón María del Valle-Inclán, Unamuno o Gregorio Marañón llegarían a presidirlo. La casa se mantendría vigorosa hasta la Guerra Civil, aunque con un parón durante la dictadura de Primo de Rivera. El franquismo secó su actividad casi por completo y utilizó su solera para expandir la propaganda del régimen. “Y no hay que pasar por alto el Lyceum Club Femenino”, sorprende la doctora en Filosofía y escritora Marifé Santiago. “Se trata”, resume, “del primer gran experimento de reuniones de mujeres en España”, en un sentido intelectual, claro está.

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Bajo la dirección de María de Maeztu y con miembros como las políticas Clara Campoamor o Victoria Kent y las escritoras María Teresa León o Concha Méndez, por poner algunos ejemplos, el Lyceum fue un agente más del boom cultural. La actividad se extendió desde 1926 hasta 1939. También la dictadura se llevó el Lyceum Club, que fue sustituido por otro que coordinaba la franquista Sección Femenina.

Hasta que la guerra se lo llevó todo y el franquismo arrasó con la modernidad y la libertad, Madrid era una ciudad en la que confluían intelectuales de toda edad y condición. Los más viejos desconfiaban —aunque también aprendían— de los jóvenes y estos, en palabras del pintor Salvador Dalí, que llegó a la Residencia de Estudiantes en el año 1922, afeaban “la putrefacción” de sus antecesores, aunque, por supuesto, entre esa ‘putrefacción’ a la que, de forma exagerada, se refiere el surrealista, se encontraban los referentes de la savia nueva. De él mismo y de todos los jóvenes. Dos años antes de que el pintor catalán llegara a la capital, moría el escritor Benito Pérez Galdós. También él había llegado a Madrid desde provincias, concretamente desde Canarias. Lo había hecho en 1862, a sus 19 años, y como les ocurría a muchos de los jóvenes que desembarcaban en la gran ciudad, en palabras de Antonio Almaraz, se había visto deslumbrado por el resplandor madrileño. Poco a poco, sin embargo, después de mucho “flanear” por las calles de Madrid, como él mismo lo describió, se convirtió nada menos que en el ‘poeta’ que toda ciudad necesita, tal y como lo definió la filósofa María Zambrano. “Nada como sus novelas”, resuelve el profesor de la Complutense, “para conocer cómo era aquel Madrid”.

Todavía hoy quedan algunos vestigios de la ciudad que muchos conocieron al calor de una tertulia. El Café Gijón, en Recoletos, permanece vivo desde que abrió sus puertas por primera vez en 1888. El Comercial, que despegó un año antes, también sigue en pie en un extremo de la glorieta de Bilbao. Queda, no obstante, la duda de si se trata de un par de fósiles, o más bien de un recordatorio más de que aquel Madrid tolerante, preocupado por los asuntos de su tiempo, disfrutón y acogedor no ha muerto nunca. Sigue ahí. Latente y evolucionado. Vivo, al fin y al cabo.

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