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Ese presidente llamado Mariano Rajoy

Marc Pallarès

Ante la realidad desbordante (corrupción, Podemos, Cataluña…), Mariano Rajoy parece armarse con una coraza hecha de indiferencia. Hace unas semanas, un columnista lo definió como un killer que, sin prisas pero con eficacia, siempre acaba con sus adversarios. Los hechos demuestran que algo de razón debe tener, pero, por más que disponga de esa capacidad de enterrar, políticamente hablando, a quien se interponga en su camino y por mucho que haya demostrado tener más vidas que un gato, no da la sensación que estemos ante un genio. Desde que se estrenó como presidente, su manera de ejercer la política se aproximó a las hadas: los dos gozan de una alegría aparente y de un optimismo engañoso, y ambos parecen excesivamente exquisitos para descender a la cruda realidad de la vida cotidiana.

Las declaraciones a través de un plasma, el hecho de mirar hacia el otro lado cuando se presentan mal dadas y tantas y tantas otras actuaciones que Rajoy lleva a cabo en su día a día como presidente pueden intentar destruir las verdades, pero difícilmente las reemplazarán. Por mucho que se empeñe, las locomotoras económicas ficticias que anuncia a bombo y platillo y el optimismo injustificado no llevan al establecimiento de unos hechos reales, conducen solamente a una perfección que la ciudadanía va percibiendo como irreal. Que los hechos no están del todo seguros en las manos del poder es algo que el siglo XX ya evidenció, pero, en el caso de Rajoy, lo relevante es que el poder, por su propia naturaleza y por los errores que él mismo lleva cometiendo, se ve incapaz de canalizar el porvenir que toda realidad factual debe ofrecer a su ciudadanía (prosperidad y oportunidades de futuro, al fin y al acabo).

Éste parece uno de los éxitos del auge de Podemos. Por mucho que se anuncie desde algunas tribunas que una parte de sus propuestas nunca se podrían desarrollar, el ascenso parece imparable. Según las encuestas, va recolectando votantes no sólo del PSOE e IU, sino también del PP. Ha sido capaz de difundir la idea de similitud entre las personas, canalizada bajo la forma de una condolencia ilimitada, es decir, de una participación emotiva de los problemas que afectan a la ciudadanía. Más allá de propuestas y soluciones concretas, la estrategia de Podemos se encamina, en definitiva, hacia el reconocimiento sensible del individuo por el individuo.

No necesitamos muchos meses para comprender que Rajoy no tenía esta sensibilidad que ahora demuestra Podemos, que no le preocupaba esta ciudadanía, que no “cultivaría” nada que beneficiase a una mayoría, que sería incapaz de mejorar las condiciones sociales en las que vivimos. Desde el principio, comprobamos que su mundo orgánico y su universo inorgánico quedaban homogeneizados por una pátina –la del establishment, que ya marcó la segunda fase del zapaterismo–, una capa gruesa en forma de reforma laboral, recorte en prestaciones de desempleo, subidas de impuestos… que no sólo no mejoraron la vida de quienes lo estaban pasando mal sino que, además, empeoraron la de quienes subsistían. Que un dirigente político cultive algo para su ciudadanía implica que sea capaz de disecarla, de purgar en sus problemas y de rellenarlos con soluciones. Rajoy, en cambio, embutido en su plasma, habla de tiempos en los que las cosas eran diferentes y de otros tiempos en los que podrían serlo.

En 2011 hubo una parte de la ciudadanía, que nunca había votado a la derecha, que depositó la papeleta del PP en la urna pensando que, con él en el poder, una esfera celeste en forma de puestos de trabajo inundría las calles y los polígonos de nuestras ciudades; pero para que la esfera celeste se transforme en trabajo hace falta que no sólo sea algo que brille sino un modelo (de sociedad): el resplandor de lo intangible es tanto un ejemplo sobre el que hay que reflexionar como un conjunto de medidas político-económicas que hay que tomar. No sirve esperar a ver si se produce algún milagro.

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Al presidente de un gobierno hay que exigirle realismo; el realismo quizá no siempre sea realista, porque, a menudo, al conferirles la condición de hechos naturales, el realismo simplifica los problemas sociales; pero, en medio de una crisis, lo que debe caracterizar a un presidente es la voluntad de otorgar un fundamento realista a la vida social de sus conciudadanos. Fundamento realista, es decir, “algo” diferente de lo moral, “algo” en forma de decisiones políticas que esté en conformidad con lo que las personas (y no entes tan abstractos como los mercados, por ejemplo) son y con lo que necesitan.

Durante décadas, PP y PSOE defendieron cosas distintas. Pero hoy, si Pedro Sánchez no se pone manos a la obra y da un giro, esta evidencia terminará por transformarse en trampa, porque ya hay una parte de la población que entiende que PP y PSOE son casi lo mismo. Si Pedro Sánchez quiere demostrar que al PSOE le queda algo de lo que fue, debe convencer a la ciudadanía que su partido sigue defendiendo que las personas somos los seres en los cuales la existencia precede a la esencia, y transfromarlo en un proyecto político ilusionante. Este puede ser el regreso del PSOE a la mente de muchos de sus exvotantes.

En caso contrario, cuando el ciudadano o la ciudadana progresista se acerquen al colegio electoral pueden tener la sensación que en el universo del PP y del PSOE habrá dejado de haber elementos antológicamente diferenciados y, a la postre, a pesar del mal momento por el que pasa el PP, el PSOE no mejorará sus malos resultados del 2011. Entonces, la prensa dirá que Pedro Sánchez habrá sido una víctima más de ese presidente llamado Mariano Rajoy, un político desconcertante que, a pesar de las apariencias, es capaz como nadie de subyacer a los tiempos históricos y a sus mudanzas.

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