Jordi Pujol i Soley

Iván Burriel Rodríguez

Jordi Pujol i Soley (Barcelona, 9 de junio de 1930, géminis) nos dio el verano, para alegría de tertulianos de repuesto y cadenas de primera, segunda y hasta tercera. Su mirada, acuosa de la vejez, todavía conserva destellos de su altivez de virrey, posición que alcanzara gracias a una determinación que no cabe en un cuerpo tan escaso.

Jordi Pujol pertenece a esa raza de arrapiezos que ha demostrado a lo largo de la Historia que no es lo mismo ser bajito que ser pequeño. Así como Luis XIV pronunció aquello de “el Estado soy yo”, Pujol dejó claro durante veintitrés años que Cataluña era él. Fue la época de las comparaciones con Yoda, con el mutante de la peli de Schwarzenegger y con los enanitos de jardín. Quizá las burlas azuzaran su ambición y su codicia, quizá fue el revanchismo lo que le empujó a amasar millones para así vestirse con el “ande yo caliente, ríase la gente”. Pero era él quien reía, con esa risa que aún luce en sus apariciones y que con la edad se ha vuelto más maléfica y nicholsoniana que la de sus años mozos, cuando su efigie serena protagonizaba la pegada de carteles de las autonómicas.

Independientemente de lo que determinen los interminables procesos políticos y judiciales por venir, le imagino en la Nochevieja de 2001, viajando a esa Suiza catalana que es Andorra, entrando en su entidad bancaria favorita, flanqueado por el personal genuflexo, para presenciar el milagro de la alquimia numismática que transformó sus pesetas en euros. Aquellos billetes ilustrados con los rostros de Galdós, o Rosalía, o Juan Carlos I o su hijo Felipe. Aquellos rostros tan españoles que habían pasado por sus manos millones de veces, irritándolas tal vez hasta el sarpullido, se convertían esa noche mágica en edificaciones europeas impersonales y asépticas.

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Me pregunto si no sería esa la verdadera razón del probable enriquecimiento del president. Imaginémosle manoseando durante años las pesetas y los duros con la cabeza de Franco, recordando una y otra vez la derrota, la crueldad y la represión sufridas. Día tras día la bolsa sona con el metal del Caudillo, y Pujol ve y siente cómo pasa por las manos de sus compatriotas, hasta que decide que ya no más, así que comienza a acumularlo, tanto como puede, a millones, no importa si luego el perfil Generalísimo es sustituido por el Real, pues para él son las dos caras de la misma moneda. Retira de la circulación todo ese dinero odioso que humilla su patria, y tras la transformación del 2002 ya puede devolverlo, repartirlo entre los suyos comprando casas, tierras, empresas… Los fajos ya están limpios de recuerdos dolorosos, europeizados. Blanqueados.

“Jo vaig fer per Catalunya, senyoria”.

Iván Burriel Rodríguez es socio de infoLibre

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