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Precariedad existencial

José M. Marco Ojer

Veo un programa de televisión en el que una jefa se infiltra entre sus trabajadores y comparte faena con cinco compañeros. Al final del programa alaba el trabajo de unos y critica el de otros. A los primeros les premia económicamente con alguna ayuda y a los segundos les ayuda pagándoles algún curso de formación para que mejoren.

De los cinco es especialmente generosa con dos. Con uno porque no puede pagar los libros de texto de sus dos hijas y con otro porque debe doce meses de alquiler. Queda muy bien ella, el programa y el final feliz de la historia. Pero, ¿cómo hemos llegado al punto en el que nos parece normal que dos personas que cumplen con su jornada laboral, que trabajan bien, que tienen una vida como la de cualquier otro, no puedan con su sueldo permitirse el lujo de comprar los libros de la escuela o pagar el alquiler? ¿No sería más lógico que la empresaria –en este caso andaluza– se planteara “qué poco debo de pagar a mis trabajadores si con el sueldo que cobran no pueden vivir”? De las ideas, por muy lógicas que parezcan, no se pasa necesariamente a la realidad.

Creo que es comprensible que en una situación de crisis el trabajo sea de peor calidad –menos seguro, peor pagado–. Lo que también entiendo pero no comparto, es que con la excusa de la crisis se faciliten las cosas para que esta situación sea la habitual no sólo ahora, sino también en un futuro cuando la crisis remonte.

Tener un trabajo precario es algo más que la inseguridad laboral y económica, es vivir en la precariedad social, en una precariedad que toca múltiples aspectos de la vida: en una precariedad existencial.

Por mucho que nos quieran vender el ideal de la movilidad y del cambio permanente en el ámbito laboral, al menos como cultura –y me atrevería a decir que también como humanos– buscamos cierta seguridad y estabilidad que no es incompatible con una dinámica que nos lleve a algún cambio laboral o a mantener una formación continua en una realidad en continuo cambio.

El trabajo precario genera inquietud e incertidumbre: tanto en lo material como el acceso a una vivienda o los estudios que pueda dar a mis hijos como en cuestiones más etéreas como el proyecto vital que pueda plantearme.

En un sistema de trabajo precario se pierde la posibilidad de tener una carrera profesional: no se puede pensar que si uno se esfuerza y forma adecuadamente va a tener también una promoción en su trabajo, y menos se puede pensar que una empresa van a invertir en la formación de un trabajador precario. En este sistema precario se pierden derechos laborales: si los pides te despiden y es difícil organizarse con otras personas que también van saltando de empleo en empleo.

Esta situación en la que no sé hasta cuando tendré trabajo, en la que desconozco si cuando vaya cumpliendo años me contratarán o si habré cotizado lo suficiente para jubilarme, crea preocupación y desasosiego porque fácilmente puedo perder todo lo que tengo.

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En precario no puedo establecer vínculos sociales con compañeros, es difícil la integración en un grupo y se genera el aislamiento del trabajador que pierde referentes comunes, pierde el sentido de lo colectivo y pasa a ver en los compañeros competidores en lugar de compañeros que unidos pueden mejorar sus condiciones laborales.

Desde hace ya tiempo, en aras de mejorar la competitividad, se ha venido legislando para aumentar la flexibilidad en el trabajo. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística tras las dos últimas reformas laborales el empleo temporal se ha disparado y la impresión general es que esta tendencia será continuista. En esta tensión entre intereses económicos y bienestar de las personas van perdiendo las personas, la precarización de la vida no es una buena noticia. _______________

José M. Marco Ojer es socio de infoLibre

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