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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Libre te quiero, pero no mía

José María Agüera

Fue hace ya bastantes años (me refiero al siglo pasado, no digo más), cuando era un joven estudiante de filosofía. Una tarde, cuando me hallaba concentrado en mi estudio, llamaron a la puerta del piso que compartía con un par de colegas. Al abrir me saludaron con un simpático acento yanqui dos jóvenes más o menos de mi misma edad, rubios, de ojos azules, pulcramente vestidos con camisa blanca y sobria corbata negra.

En seguida vino la pregunta: "¿Estás preparado para la llegada inminente del juicio final?". Así, a bocajarro, la cuestión me pilló desprevenido, pero supe replicar de inmediato haciendo gala de los reflejos dialécticos que llevaba ya un par de cursos afilando en la facultad (en la cafetería de la facultad, para ser exactos). "Ah, ¿pero ya toca el juicio final? ¿Cómo lo sabéis?", interrogué a mi vez yo. Ellos parecieron sorprenderse, como si no tuvieran previsto en el catálogo de las posibles respuestas con las que podían tropezar mi improvisada réplica preñada de escepticismo.

Tras sacudirse mediante una mirada mutua la momentánea perplejidad, uno de ellos repuso vehemente: "Es claro –recuerden ponerles a mis interlocutores el acento yanqui– porque la humanidad está cada vez más hundida en el cieno de la depravación moral". Y entonces me ocurrió algo extraño, pues he de confesar que me considero de natural pesimista; en otras palabras: soy consciente de que no soy la alegría de la fiesta. De hecho, las fiestas me entristecen. Así que lo que me salía espontáneamente era darle la razón a los heraldos del apocalipsis venidos de allende del Atlántico, y decirles: "Qué razón tenéis machos, vayamos, pues, a beber hasta perder el sentido, porque este puñetero mundo es, como dijo maese Shakespeare, el absurdo invento de un idiota (o algo así)". En vez de eso, sin embargo, llevado seguramente por algún vestigio de mi etapa de rebelde adolescente sin causa, contraataqué: "Yo veo todo lo contrario; opino que hay razones para creer en el progreso moral de la humanidad". Y me quedé tan ancho y tan pancho.

Intercambiamos algún que otro argumento más mis coetáneos apóstoles del Evangelio según san Juan y yo, pero no logramos llegar a un consenso. Tras un rato en el vano de la puerta practicando el esgrima de las razones, se marcharon, no sin antes regalarme un par de panfletos de excelente calidad editorial (el negocio de la religión siempre dio pingües beneficios), repletos de textos bíblicos ilustrados con profusión de imágenes representativas de ese momento culmen del plan de Yahvé/Jehová, donde los humanos solemos aparecer como un rebaño de aturdidos animalillos necesitados de que alguien nos guíe.

No es ninguna tontería el tema principal que subyace a ese tipo de debates escatológicos. Si confeccionáramos una relación de los problemas más sobados a lo largo de la historia de la filosofía, en ella tendría que figurar sin duda el de si existe el progreso moral. Planteado en otros términos: ¿de verdad existen pruebas de objetividad irrefutable que demuestren que desde que el ser humano viene haciendo de las suyas sobre la faz de este sufrido planeta ha experimentado una mejoría en su condición moral?

Aún hoy se publican sesudos libros sobre el particular. El último del que tengo noticia se titula Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker, de tesis optimista. No me atrevo yo a definirme en términos absolutos, pero en los momentos en que lucho a brazo partido contra mi pesimismo temperamental, para sobreponerme a él pienso en la mujer. Porque me digo a mí mismo que esa prueba concreta, objetiva y empíricamente contrastable del dichoso progreso moral es la mejoría de la situación de la mujer a ojos vista en las últimas décadas. Bien es cierto que hay que circunscribirla a ciertas parcelas del mapamundi, y que aún queda para que ser mujer no suponga una desventaja natural de partida.

Por lo que a nuestro país respecta, la ganancia ha sido notable en múltiples planos; político, económico, social… Para los incrédulos sería recomendable el visionado de Con la pata quebrada, documental de Diego Galán, en el que hace un seguimiento de la evolución de la situación de la mujer a lo largo de las últimas décadas a través de fragmentos seleccionados de películas españolas. No obstante, sería irresponsable regodearse en la satisfacción que produce lo logrado y darlo por consolidado, pues hay que tener siempre presente que lo mismo que se gana en derechos y libertades, siempre muy trabajosa y lentamente, se puede perder en poco tiempo y casi sin darnos cuenta todo lo ganado. Este es un axioma universalmente válido para cualquier colectivo, ya sea minoría o mayoría. Además, hay motivos para mantener la tensión: estadísticas que demuestran la discriminación laboral de las mujeres, encuestas que revelan el asimétrico reparto conyugal de las tareas domésticas, los evidentes trastornos que causan el problema crónico de la conciliación de las vidas familiar y laboral que perjudican más que nada la progresión de las carreras profesionales de ellas, los tozudos números de las muertas a manos de sus hombres…

Lo que es innegable es que ya hace tiempo que forma parte esencial del discurso oficial de lo políticamente correcto todo lo referente a los planes de ayuda, protección y discriminación positiva de la mujer, expresión de las mejores intenciones de nuestros gobernantes, que, para que quede patente que no se trata de concesiones hechas a las –para no pocos–revoltosas feministas, se tornan cuerpo tangible en el Instituto de la Mujer, el cual tiene su razón de ser en la promoción y el fomento de la igualdad social de los sexos, además de potenciar la participación de la mujer en la vida económica, social, cultural y política. De manera que podemos decir, con todos los peros que la crítica inteligente proponga, que la mujer tiene sus valedores institucionales en la ya larga lucha por su prosperidad.

Y, sin embargo, hay ciertos hechos cuya comprobación se halla al alcance de cualquiera, dado que forman parte sustancial de la vida cotidiana, y que, cuanto menos, son paradójicos si los ponemos en conexión con todo lo anterior. Pues la promoción oficial del lenguaje no sexista hasta extremos en ocasiones fronterizos con el contorsionismo lingüístico (“trabajadores y trabajadoras”, pero también ¿”miembros y miembras”?) convive con la discriminación salarial crónica en razón del sexo (las españolas cobran por término medio un 24% menos que los españoles por la realización del mismo trabajo); la tan proclamada emancipación de la mujer se evidencia ilusoria cuando conocemos del régimen de vida de las trabajadoras sometidas a la implacable dictadura de los horarios laboral y familiar, ámbitos los dos de trabajo casi siempre y raramente de realización personal; la liberación sexual se desvanece cuando se manifiestan, en las coyunturas propicias, los prejuicios morales de siempre: el hombre promiscuo ensalzado como semental objeto de emulación frente a la libertina casquivana que al entregarse a los deleites de la carne se pierde el respeto a sí misma y se merece la censura implacable de las de su mismo sexo; la educación en igualdad diseñada en los proyectos escolares que se publicita fanfarronamente se estrella contra esa otra publicidad, verdaderamente abrumadora, que satura a todas horas todos los escaparates mediáticos, en las que es la norma el estereotipo de mujer florero al tiempo que apenas si se vislumbra una alternativa crítica al mito del príncipe azul, fomentando de esta manera una malsana cultura de las relaciones de pareja, en la que se asume que caben naturalmente la posesión y los celos.

Ante esto tiene sentido preguntarse si no será que la mujer aún no ha conseguido enfrentarse al espejo con el rostro totalmente limpio de maquillajes. Si no está todavía por hacer entre todos esa ética social (que no institucional) que finiquite la caduca moral que aún –reconozcámoslo o no– define nuestras actitudes y (pre)juicios, que son los que determinan de verdad las conductas que conforman la intrahistoria de nuestra sociedad actual. Se trata de lograr, en definitiva, que los valores pensados sean los valores sentidos; es decir, que pasen de ser parte integrante de esa letanía que adorna los discursos que cumplen con el estándar de los valores cívicos, pero que no cala el alma íntima de quienes tejen las tramas sociales mediante sus acciones concretas, a parte constitutiva de la atmósfera mental dentro de la cual los individuos hacen sus vidas día a día.

Muere el director y crítico de cine Diego Galán

Muere el director y crítico de cine Diego Galán

Decía la protagonista de Te doy mis ojos, la magnífica película de Icíar Bollaín sobre el maltrato de género, cuando ya había conseguido romper la cadena conyugal al fin, después de un terrorífico calvario plagado de humillaciones: "Tengo que verme; no sé quién soy". Es responsabilidad de la comunidad crear las condiciones efectivas para que cada mujer pueda averiguar quién es y que tenga la oportunidad de elegir quién quiere ser. Es asunto ya de cada una de ellas ser consecuente con el logro supremo de esa libertad. Entonces, y sólo entonces, podremos decir hombres y mujeres que hacemos auténticamente nuestras las palabras del poema escrito por el libertario pensador Agustín García Calvo, luego convertido en hermosa canción por Amancio Prada, y que reza así: "Libre te quiero…Pero no mía, ni de Dios, ni de nadie…".

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José María Agüera Lorente es catedrático de Filosofía de Bachillerato y socio de infoLibre

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