LIBREPRENSADORES

Todo vs Parte

Santiago Ipiña

Hacer notar que el todo es mayor que la parte es sin duda una perogrullada. En el mundo finito en el que habitamos, por ejemplo, una sola parte de las frutas del planeta, digamos las naranjas, es menor en número de elementos que todas las frutas del planeta. Sin embargo, en ciertas situaciones que nos resultan comunes esta nítida frontera entre el todo y la parte se antoja menos precisa.

El concepto de infinito puede resultar evasivo si bien, considerando el objetivo de esta reflexión, es interesante hacer alguna breve observación sobre su significado. Según el DLE (acepciones 1. y 2.) es un adjetivo que denota aquello que no tiene fin o es muy numeroso o enorme. En efecto, la idea que normalmente se adhiere a esta definición es la del universo, el inmenso espacio que nos rodea y que, no obstante, no está demostrado que sea infinito (J. Silk, entrevista del 02/05/2001 para la European Space Agency, es un ejemplo).

En un mundo no estrictamente físico, de otro lado, parece paradójico advertir que el número de puntos que hay en un segmento finito de la recta real es infinito, o lo que es lo mismo, la cantidad de números reales (los decimales, para entendernos) que hay entre dos números naturales (los que nos permiten contar) sucesivos, por ejemplo entre el 1 y el 2, es infinita.

Esta aparente incoherencia entre lo finito y lo infinito fue aclarada en el siglo XIX por, entre otros, dos grandes matemáticos, G. Cantor y R. Dedekind, al definir que el tamaño de una parte puede ser el mismo que el del todo cuando hablamos de infinito. Es habitual ilustrarlo mediante un ejemplo que considera los números naturales –entre los que, como se sabe, no existe uno mayor que los demás, es decir, que hay una infinidad de ellos–. En efecto, se puede evidenciar fácilmente que una parte de los números naturales, por ejemplo los números naturales impares, son también una infinitud  –en la figura adjunta se ofrece una imagen que ayuda a comprender la idea, en donde a cada número impar le corresponde un solo número natural (de este modo al 1 corresponde el 1, al 3 el 2, al 5 el 3, etc.), siendo ω la representación del infinito de los números naturales–.

De otro lado, qué tamaño y peso están correlacionados linealmente es bien conocido. Y no menos conocido que, cuando el peso no se mide en gramos, es decir, cuando se pondera una entidad, o se considera su peso cualitativo, la correlación puede ser inexistente. Una consecuencia es observar situaciones en las que una parte hace las veces del todo a la vista de la influencia, o el peso, que la primera tiene respecto del segundo en el sistema social con el que los humanos nos hemos dotado.

Por ejemplo, en un partido político con estructura democrática suele ser una parte, la dirección del mismo, la que toma decisiones que afectan al conjunto de militantes del partido en cuestión. Que este funcionamiento sea correcto se piensa que es debido a que, en orden a hacer más operativa la organización del partido, la repetida consulta al conjunto de militantes –asambleísmo– resultaría ineficaz. Pero ¿es invariablemente correcto? El hecho es que con frecuencia elevada –de manera particular en los así denominados viejos partidos– se constata que la consulta a las bases de decisiones de cierta importancia viene calificada de demagógica por parte de los integrantes de la dirección. Lo que hace que uno recuerde fácilmente el concepto matemático de infinito.

Sin embargo, si por democracia entendemos la participación de todos los miembros de una asociación en la toma de decisiones (DLE, acepción 5., véase también Oxford English Dictionary), entonces parece incomprensible que la dirección de un partido político, democrático en su estructura, tome decisiones de cierta significación que no emanen de sus militantes. Dicho de otro modo, que el peso cualitativo de una parte no pueda ser invariablemente igual al del todo y por ello que, en estas circunstancias, el concepto matemático de infinito se recuerde difícilmente.

Un ejemplo más de esta equivalencia funcional entre el todo y la parte podemos encontrarlo en el ejercicio de la gobernanza de los estados democráticos. Es demasiado infrecuente en las democracias contemporáneas realizar consultas mediante referéndums cuando lo que está en juego son decisiones de especial trascendencia. O lo que es lo mismo, el recuerdo del concepto matemático de infinito vuelve a manifestarse.

En efecto, no es previsible que alguien dude de la relevancia que tiene el que Cataluña, o el País Vasco, se segreguen del resto de España. Si –con independencia de que el artículo 92 de la Constitución española recoge las condiciones en las que se puede efectuar un referéndum consultivo– en lugar de alegar trivialidades como que se rompe la unidad de España, se propusiese la realización de una consulta ¿acaso se puede discrepar del hecho de que un colectivo, el cuerpo electoral, exprese su opinión de la misma forma que un individuo puede expresar la suya cuando habita en un sistema democrático de libertades? ¿Qué tipo de democracia es aquella en la que no se puede solicitar la opinión de los ciudadanos –a no ser excepcionalmente– más allá de los procesos electorales? Sin importar el orden temporal de las consultas, ¿por qué no hacer un referéndum en la comunidad catalana, o en la vasca, y otro en el conjunto del Estado español? El gobernante obtendrá, en estas condiciones, los elementos necesarios –y ecuánimes en el sentido de estar desprovistos de una innecesaria visceralidad– para tomar la decisión política que sea más pertinente para el conjunto de ciudadanos del Estado.

Más sobre este tema
stats